Cerca de nueve mil niños, en condiciones infrahumanas, trabajan en las minas de mica de Madagascar. El fotógrafo valenciano de adopción Benito Pajares ha retratado su modo de vida en un reportaje para la ONG Agua de Coco
VALÈNCIA.-«Y, de África, ¿con qué país te quedarías?». El fotoperiodista Benito Pajares (Palencia, 1954), World Press Photo 2006, podría haber dicho Kenia, Tanzania, Argelia… prácticamente cualquier país del continente, porque los ha visitado casi todos, pero no duda: «Volver, volvería a todos; cada uno tiene su encanto, pero si tengo que elegir uno sería Madagascar. Por un lado están sus paisajes, pero luego está su gente; entre la más pobre del mundo pero también de la más acogedora».
La relación de Pajares con la antigua colonia francesa viene de lejos. En 1999 se presentó a un concurso organizado por Agua de Coco, una ONG granadina implantada en una docena de ciudades, y el premio era, precisamente, un viaje para fotografiar la obra humanitaria que desarrolla la entidad. Ese fue el primero de cinco viajes (de momento) que el fotoperiodista ha hecho al país.
Madagascar es uno de los estados más pobres del mundo. Según el Banco Mundial, aproximadamente el 85% de sus habitantes sobrevive en penuria extrema —menos de un euro y ochenta céntimos al día— y el 60% ni siquiera llega a un euro. De hecho, en el índice de Desarrollo Humano de la ONU, ocupa el puesto 161 de 189. «Durante estos años —explica el veterano fotoperiodista— he visto pocos cambios. Es verdad que ahora se ha abierto algo al turismo, pero poco más». Un turismo, por cierto, controlado por grupos internacionales y que tiene en los bajos sueldos un excelente aliado.
«Esta última visita también ha sido a través de Agua de Coco, que realiza un estudio para un proyecto de la ONG Terre d’Hommes (Tierra de Hombres), y que quiere documentar la situación de los niños que trabajan en las minas de mica del sur del país», explica. Las micas son una variedad de minerales alcalinos de la familia de los silicatos (que incluye al hierro, el calcio o el magnesio entre muchos otros) muy demandadas en la industria por sus cualidades (elasticidad, flexibilidad, resistencia al calor...). Es un producto no especialmente escaso pero sí con gran demanda y se puede encontrar en generadores, ordenadores o productos cosméticos.
Las sospechas de la ONG francesa sobre la explotación de menores tiene un antecedente: en India, un estudio de 2016 desveló que en los estados de Jharkhand o Bihar (con gran presencia de minas de mica) hasta veintidós mil niños trabajaban en estas instalaciones. El informe de la ONG aseguró que las empresas del sector estaban relacionadas con la peor forma de «explotación laboral», una lista que incluye la esclavitud.
En Madagascar, el problema no es muy diferente de India o Pakistán y los cálculos de distintas organizaciones cifran en no menos de 9.000 los menores que trabajan en las minas, una cifra que no incluye a la de niñas que rodean las instalaciones y se dedican a la prostitución. Y no es extraño: mientras los más pequeños están cavando en los estrechos túneles, a ellas ya se les empieza a ver vendiendo su cuerpo a los intermediarios entre los mineros y las empresas de exportación por cantidades que multiplican por veinte o treinta lo que gana un minero (gran parte del dinero, por supuesto, se la queda el proxeneta). De hecho, el abuso sexual está tan extendido que un informe de Terres d’Homme de 2014 aseguraba que era una práctica social bastante aceptada entre la población local a falta de otros medios de subsistencia.
Pajares no puede ocultar cierta sensación de déjà vu. En 2000 visitó la isla para hacer un reportaje sobre un negocio que había empezado a florecer: las minas de zafiro. «Fue un poco como en La leyenda de la ciudad sin nombre», dice en alusión a la famosa película de Joshua Logan de 1969. Todo empezó cuando un holandés encontró por casualidad unos zafiros en Ilakaka (centro del país). «Pronto acudieron trabajadores de toda la región y, en poco tiempo y casi de la nada, surgió una especie de ciudad sin ley, en la que es poco recomendable pararse. Está llena de prostitutas, borrachos, siempre hay peleas...». Por supuesto, «ni rastro de urbanismo; todo son casas de madera —adobe en el mejor de los casos— y no hay desagües ni nada que se le parezca», añade.
En Madagascar hay censadas cerca de cuarenta minas, todas ‘alegales’ salvo alguna incluida en los registros oficiales. Lo que en la práctica es igual. Están situadas en zonas de las provincias más al sur del país, como Ihorombe, Androy y Anosy (donde estuvo Pajares), y son lugares de tan difícil acceso que solo llegan allí los vecinos de las aldeas cercanas. «No hay ni carreteras; para los mineros, la única forma de llegar es a pie. Las empresas que compran el material sí que cuentan con todoterrenos que suben cada cierto tiempo, pero para un lugareño hasta comprarse unos zapatos es un lujo», apunta Pajares.
Llamar minas a estos enclaves es casi una hipérbole. Son agujeros no muy profundos que se cavan en suelo arcilloso y que, a veces, llegan a la categoría de un túnel de algunos metros. «Decir que las condiciones son extremas, a lo mejor es quedarse corto», apunta Pajares. A las zonas donde hay mica se desplazan las familias que carecen de un sustento y acaban formando unas pequeñas poblaciones de casas hechas con paja. «Trabajan de sol a sol, a temperaturas que a veces pueden llegar a los 40º C, con una alimentación muy deficitaria y, desde el punto de vista sanitario, no hay nada, ni una mísera aspirina», apunta. Si hay un accidente, que cada uno se apañe.
Los niños, que acuden a estos lugares acompañados por sus padres, tienen varias ocupaciones. Los que no pueden entrar en las minas porque son demasiado pequeños, se quedan fuera recuperando el material. No es fácil, hay que romper (con la única ayuda de una piedra) trozos de algo que parece pizarra natural y que hay que reducir casi a polvo para extraer los trozos de mica. Las manos acaban destrozadas por el trabajo; también los pies, de tener de andar por caminos cubiertos por los restos puntiagudos que deja su trabajo.
Poco a poco, las cabañas que rodean a las minas se irán convirtiendo en casuchas y se impondrá algo parecido al orden para que el negocio siga funcionando, pero el Estado llegará tarde o no llegará. «Con los zafiros, al principio, los compraban los chinos y los tailandeses por cuatro ariarys malaches [la moneda del país], pero luego fueron aprendiendo. Aquí pasará algo parecido, aunque los trabajadores no dejarán de ser pobres y la mayor parte de los beneficios acabará en India o China, cuyas empresas compran el material», concluye Pajares que tiene bien claro que, si tuviera que quedarse con un país africano, sería Madagascar.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 72 de la revista Plaza
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