La periodista y escritora publica La señora Potter no es exactamente Santa Claus, una oda a la imaginación
VALÈNCIA. Laura Fernández ha vuelto más libre y desacomplejada que nunca con La señora Potter no es Santa Claus exactamente (Literatura Ramdom House). La novela es un cuento marciano en el que la escritora abre más que nunca el abanico de personajes y también su juego con el lenguaje.
Kimberly Clark Weymouth es una ciudad que se odia pero que depende de lo que es para poder sobrevivir. En ese brete tan escueto pero a la vez complicado se mueven 600 páginas con un potencial cómico incalculable. Fernández presentó hace unos días su novela en València y pudo dedicar unos minutos a atender las preguntas de Culturplaza.
- Qué bien te lo has pasado escribiendo.
- La verdad es que sí, mucho. Para mí escribir es jugar. Y cuando me dejo de divertir, paro, vuelvo a donde he dejado de divertirme, y sigo desde ahí. Soy amante de las novelas cómicas, las busco como quien busca tesoros. Todo lo que sea poner al ser humano en la existencia ridícula de este mundo me encanta.
- ¿Te lo pasas bien como escritora porque te lo pasas bien como lectora?
- Sí. Busco disfrutar, meterme en la historia y querer a los personajes. Todos los personajes son muy queribles porque me gusta enamorarme de ellos.
- Esta es una novela muy disfrutona, pero a la vez muy melancólica. Muchos personajes viven en un punto de no-retorno, en el que solo pueden mantenerse en su situación o caer del todo.
- Primero de todo, yo creo que estoy un poco en cada uno de mis personajes. Lo que comentas es que es un poco como soy yo. Repaso los escritores que admiro, y creo que han tenido vidas parecidas. Richard Brautigan se suicidó y no lo encontraron hasta que pasaron dos meses. Un tío que escribía cosas graciosísimas pero con un dolor existencial muy grande dentro de él. Los personajes tienen ese punto de vivir la vida con intensidad en los dos aspectos. Creo que Roger Rabbit es un personaje con el que me identifico mucho, un personaje que solo quiere hacer reír a los demás pero por dentro está destruido. Como el papel del payaso, que también está en la novela: el payaso hace reír a todo el mundo, ¿pero quién hace reír al payaso?
Me gusta que el mundo sea agradable y que la gente sea feliz, pero puede que no precisamente tú lo seas. Y a veces huyes de tu propia tristeza haciendo a los demás felices. No sé por qué es eso, a lo mejor es una especie de desencaje vital extremo, pero en el fondo yo soy feliz así también.
- Y eso hace que tus personajes te caigan muy bien. Es muy fácil ver como algunos autores se recrean en la pornografía del sufrimiento ajeno.
- ¡Es que los personajes se quieren mucho a sí mismos también! Transmiten un amor infantil… Es que al final son niños grandes que viven la vida así. Cuando somos niños somos más sabios en muchos sentidos: vivimos la vida mucho más desde el suelo, tanto la tristeza como la alegría; la vivimos con una intensidad mayor por las capas que nos vamos poniendo conforme maduramos. Los personajes de mi novela viven sin armadura: "soy un niño, me voy a dar golpes, pero me voy a volver a levantar y a intentar divertirme otra vez".
- Presentaste la novela en València junto a Ana Campoy, que nos saca de las casillas de lo que creemos que es la literatura infantil y juvenil. ¿Cuánto tiene de cuento navideño esta novela?
- Empezó como una broma mientras veía una serie de Soderbergh que no ha visto nadie, Mosaic, cuya protagonista es una escritora de cuentos infantiles y transcurre en una estación de esquí. Pero al final acaba saliendo esta fábula que hay quien dice que es el anti-cuento de navidad. No hay mucho espíritu navideño, la ciudad odia en lo que se ha convertido, pero sí que me he dado cuenta que en esta novela -más que en ninguna otra de mi carrera- se ve muy claramente la influencia de Roald Dahl y sí se parece un cuento para adultos que mantienen el juego del niño que fueron. Este tipo de libro solo lo puede leer con disfrute alguien que intenta mantener vivo el niño que fue, que creo que es el mejor antídoto contra la realidad y la sociedad contemporánea que nos intenta destruir. Los personajes son una vela encendida y la realidad se encarga de ir soplando para poder apagarla, y así se mantienen.
- También hay muchos personajes que son escritoras y escritores. En esta novela hay muchas ideas meta-literarias. ¿Desde qué perspectiva escribes esto?
- Además de ser escritora, me dedico a entrevistar a escritores desde hace muchísimos años. Conozco a más escritores que gente que no lo es. Y me parecen niños pequeños: los artistas en general estamos diciendo “mira, mamá, mira lo que he hecho”. Nos falta un poco de amor y necesitamos que el mundo nos vea de alguna forma. Me parece enternecedores los escritores como personajes, como niños que no saben que lo son.
Yo soy siempre muy optimista con la literatura, estoy siempre buscando apasionarme. A veces cuesta, pero llevamos unos años en los que es fácil apasionarse. El boom de editoriales y librerías independientes y la atomización del mercado, hace que se traduzcan libros increíbles, y yo personalmente estoy más emocionada que nunca. Siempre soy optimista porque venimos de un país… En fin, mi abuela no sabía leer, mis padres tampoco y mira yo donde estoy. Por ahora, solo hemos ido a mejor.
- Volvamos a las entrañas del libro. Ya has contado que el pueblo está inspirado en Drøbak, Noruega, pero me interesa el hecho de la creación del espacio propio. Pasas más de 100 páginas solo presentando a los habitantes del pueblo y da la sensación de que es infinito…
- Es infinito porque puede cambiar como las personas. El ser humano es infinito. La novela también es una novela sobre las posibilidades de todos los personajes. Yo nunca he entendido por qué, normalmente, en una novela todos los personajes son inventados pero te tienes que someter a Barcelona, València, Madrid o Nueva York. ¿Por qué los personajes pueden crearse en libertad pero el lugar lo tienes impuesto? Para mí la realidad, en general, se queda corta. Cualquier ciudad se queda corta; y a la vez no, depende de cómo cuentes la historia, un barrio puede ser algo enorme. A mí me funciona mucho mejor cuando el lugar también es un personaje más porque se establece una relación muy orgánica con el resto. Kimberly Clark Weymouth me sirve para acoger todas aquellas cosas que sus personajes querrían ser y no son, que es algo que también le ocurre como ciudad a ella misma.
- Si bien el espacio es inventado, hay un encaje en el contexto de la cultura americana (televisiva, política y social). ¿A qué se debe?
- Tiene que ver con lo que he leído. Yo me considero, como Kurt Vonnegut, terrícola. Y yo he crecido con esa cultura americana. Además, los americanos se automitifican -porque no tienen historia- y a mí me pasa igual. Como hija de inmigrantes en un lugar [Catalunya] en el que nunca conseguí arraigo y en el nunca me interesó su realidad porque estaba muy fuera de ella, yo pasaba el tiempo viendo estas series y para mí eso era mucho más real o, al menos, se acercaba más a aquello a lo que aspiraba. La literatura americana me atrae porque tampoco tiene historia, y los escritores que yo considero fundacionales, como John Fante, eran también hijos de inmigrantes cuya vida empezó creando todo de cero.
Mi cultura es americana, más que la inglesa, incluso. Es la que me habla más a mí. Yo cogía un libro de John Fante y me decía más que uno de Carmen Martín Gaite. Para mí la burguesía catalana o española escribiendo era ciencia-ficción.
- La manera en la que juegas con la lengua en la forma (con los paréntesis, las mayúsculas, las cursivas…). No es nuevo, pero cada vez ahondas más en ello. ¿Hay una intención de reírse de la lengua o, al revés, para poner en valor sus posibilidades?
- Lo hago porque me gusta la textura de las palabras que sobresalen. Yo he ido cogiendo cosas de autores que me gustan por todas partes y he ido formando ese tapiz de herramientas. Quizá hay una parte de jugar con el absurdo de la solemnidad de lo escrito, pero sobre todo quiero darle a lo escrito visualidad, textura y sonido. El lector está oyendo cosas y le mete dentro de la narración. A mí me pasaba con Stephen King: había momentos donde ponía cosas en cursiva y parecía que solo te lo dijera a ti.
Y luego, también me he dado cuenta que quiero jugar con la lengua de aquellas malas traducciones de los 80 hechas a destajo. Era un idioma inventado que mezclaba el latinoamericano con el castellano y decían cosas como “qué demonios”, que estaba muy cerca de la traducción literal. Me encanta que la lengua que utilizo tampoco exista, que esté como reinventando una lengua que es ficción en sí, y que para mí es completamente verosímil porque (aún a día de hoy) en los doblajes de televisión se habla así.
- El hecho de que tu proceso sea escribir una página al día, ¿cómo influye en la densidad del contenido y el resultado final?
- Es clave. El cómo escribe es clave para entender el resultado final. Primero, yo me quiero divertir, así que en esa página diaria siempre va a haber algo que me haga reír o enternecer. Y luego, intento que haya una idea a la que dar forma, algo acabado en algún sentido. Eso hace que cada página sea una pequeña novela. Y eso se consigue estando fresca, teniendo muchas ganas (es mi momento de diversión) y eso hace que la narración esté tan concentrada. Esto solo puede pasar escribiendo una página al día. Si hiciera siete o diez, seguramente habría menos trama, sería menos barroco…
- Una última pregunta egoísta. Eres periodista y has escrito una novela de 600 páginas, ¿cómo sacas fuerza para escribir después de escribir?
- Porque me lo separo mucho de mi rutina. Llevo mucho años siendo periodista y por una extraña razón, me resulta muy fácil trabajar, así que antes de comer puedo haber terminado mi trabajo. Tiendo a escribir muy rápido. Así que tengo un intermedio importante que utilizo para ver un capítulo de una serie, he estado con los niños, y a las siete de la tarde ya ha pasado bastante día. Me lo separo mucho y escribir ficción para mí es otra cosa.