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Ahí donde el riesgo late, Iria Fariñas escribe

Piezas Azules publica esta antología de relatos en la frontera de lo extraño de una autora que habita los territorios de la prosa, la poesía y lo performático

  • La autora de los relatos Iria Fariñas

VALÈNCIA. El mundo es un lugar desconcertante, y la realidad, solo el relato que nos contamos para hacer más comprensible la extrañeza de fondo, el paisaje incomprensible que nos toca recorrer. El ser humano es un animal que cuenta y se cuenta historias: nuestra manera de aproximarnos al conocimiento es narrativa. Quizás por esta combinación de factores, el relato corto (en los múltiples nombres que ha recibido a lo largo de las centurias) ha sido siempre la forma literaria idónea para traducir a palabras ese fenómeno que se da en nuestras mentes cuando experimentan la sacudida de lo anormal, de lo inquietante, del escalofrío en la nuca de lo siniestro. No estamos hablando ahora de terror, que es solo una reacción frente a esta dimensión que nos hace perder por un momento el contacto con el suelo: otra puede ser la risa, la carcajada. Lo extraño es probablemente la característica más evidente del hecho de vivir y tener conciencia de ello en la época que nos muestra que a escala subatómica somos sobre todo vacío: para un observador capaz de ver a esos niveles, no habría tal cosa como la vida. 

Lo extraño no precisa de largas secuencias de palabras para evocarse: por su propia naturaleza prefiere la justa medida para mostrar y finalizar, sin dejar nada importante en el tintero, pero sin explicaciones innecesarias que por otro lado arruinarían la experiencia del extrañamiento. En ese sentido, al relato en la frontera de lo extraño, el que habita a un paso o dos de lo común, le sienta bien la escritura de la autora madrileña Iria Fariñas —a quien estas tierras premiaron hace no mucho en la modalidad de poesía en el Premio de Literatura Breve Vila de Mislata—, así como las ilustraciones de Verónica Durán y la edición numerada de Editorial Piezas Azules. Comienza el volumen, tras las obligadas presentaciones, con un ataúd matrioska que se manifiesta en sueños como pesadilla ectoplasmática producto de una desaparición sin respuesta. Este primer relato ya nos ofrece señales inequívocas de qué terreno pisamos. A continuación avanzamos hacia la fábula abrasadora y polvorienta de un abandono en la carretera y a una extraña procesión de gusanos. Tiene madera de cortometraje este cuento, madera de cine. Después, cambio de tercio: Ventana de emergencia juega con el lector en un baile de puntos de vista muy bien interpretado en el que protagonista y autora emergen una de la otra con tan solo cambiar de párrafo o de página. Siguen las historias restantes hasta llegar a un total de doce, y en ellas se aparece lo onírico, la duda, lo grotesco, lo animal, lo existente-inexistente, la sombra. 

“Lo que quiero decir es que el mundo es un caleidoscopio. Si se mira por la apertura que nos brinda, pueden observarse mil combinaciones de las mismas piezas. Su desorden reconfigurable es lo que le proporciona armonía. No es lo mismo un puñado de gusanos devorando una manzana dentro de una pecera, que un puñado de manzanas sobre una pecera en la que están atrapados los gusanos, muertos de hambre. La justicia o injusticia de los sucesos reside en un golpe de muñeca. No me preguntéis quién baraja las imágenes, porque yo solo estoy aquí para observar y para que me señaléis. Para que tengáis algo contra lo que desfogaros. No es que sea un consuelo, la verdad. El consuelo reside en vuestras almohadas y en los olores que se acumulan en el hueco de determinadas clavículas. No, esto es más poderoso que cualquier consuelo. Tiene más que ver con la rabia. Con la capacidad de dirigir la rabia a una diana. Si yo no existiera, reventaríais ya no como un volcán milenario, sino como una estrella de escarcha”. 

Es evidente que Fariñas es poeta y que se siente cómoda expresando lo esquivo en clave lírica. Como se suele decir, en muchas ocasiones una metáfora es la descripción más precisa. Sin duda puede serlo, si bien su estilo, pese a lo poético, tiene también esa claridad directa que subvierte lo habitual sin incurrir en lo hiperbólico. “Allá dentro, con los ojos cerrados y la roca y los músculos apretados unos contra otros, todo estaba intacto. El caos se quedaba fuera. Qué bello este cautiverio, pensé, o quizá ya soñé, o quizá fue la voz de los bichos que habitan lo profundo la que me llegó transportada por los temblores de la tierra. No hacía falta salir ya más, porque habíamos encontrado nuestro hueco en el mundo. Habíamos llegado al final de nuestro viaje y, cuando otros vengan, tal y como pedía el Michi al borde de la carretera, se encontrarán solo con los clavos que desinflaron las ruedas: ni siquiera las huellas, ni rastro del camino. Los clavos brillarán como huesos erosionados. Acá adentro, me dijo la cueva, parecerán los dientes de una sonrisa eterna”. 

Imágenes como esta última redondean las historias de Fariñas, a quien hay que reconocerle también un gran talento para construir personajes con pocos trazos, todos muy diferentes entre ellos, muy auténticos en su contexto irreal. El propio título es una fantástica sentencia a propósito del muérdago, los umbrales y lo umbrío, pero antes de saberlo, puede remitir al pulso telúrico de un planeta sin voluntad alguna que por mucho que se diga, ni siquiera somos capaces de destruir todavía: solo podemos acabar con nuestro mundo y el de los seres a los que les ha tocado compartir tiempo y espacio con el primo que por culpa de mutaciones aleatorias se soltó de la cuerda para quedar a la intemperie bajo un cielo lleno de preguntas. Aún seguimos bajo ese cielo. Y sigue siendo la era del relato. 

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