VALÈNCIA. La madrugada del 27 de septiembre de 1975, pocas semanas antes de la muerte del dictador Francisco Franco, tres jóvenes fueron ejecutados en la sierra de Madrid, acusados en un juicio sin garantías del asesinato de un policía y un guardia civil. A pesar de la presión por parar la ejecución, el régimen hizo su penúltima exhibición de fuerza con el coste de estas vidas humanas y los daños colaterales. Aroa Moreno Durán descubre de manera casual la historia de Daniel, Hidalgo y Pito, y las cruza con su propio proceso de escritura en Mañana matarán a Daniel (Random House, 2025).
Y como una novela sobre el pasado siempre es un ejercicio de memoria que opta por ser (o no ser) crítico, esta se desvela como una manera valiente de abordar “los últimos coletazos” de la dictadura, en estas semanas en las que el Gobierno de España ‘celebra’ los 50 años muerte de Franco como si, al día siguiente, ya hubiera empezado la plena democracia en el país.
— En este libro, más que en cualquier otro, estás continuamente intentando hacer transparente la escritura. Como sientes que abordas un tema sensible, expones el ejercicio que haces y los dilemas que se te plantean.
— Cuando me encontré esta historia pensé, al principio, en escribir solo la parte de crónica personal. Contar cómo me topo con esto, porque me parecía pertinente el hallazgo. Escribí unas 60 páginas de manera casi impulsiva, y me di cuenta de que la historia tenía mucho más que contar. Era un tema delicado —iba a trabajar con un dolor que no era mío, sino de otras personas vivas. Entonces pensé que tenía que hablar con ellas y recoger sus voces.
Decidí entonces hacer también la otra parte, la historia que transcurre en los años setenta, en ficción. Todo ha intentado ser un ejercicio de honestidad; por eso hago que en la novela se vea cómo voy buscando, cómo se levanta la ficción en paralelo.
Pero fue un túnel oscurísimo. Primero, con la documentación de la dictadura. Conseguí muchísimos documentos de los sumarios, pero al final es el rastro de una dictadura y no resultaba fiable. Luego estaban los testimonios de las familias, de los excompañeros. No es que no fueran fiables, pero sí muy sensibles, marcados por el paso del tiempo y por una herida de 1975 que intentaban apaciguar para poder seguir adelante.
Y, además, yo era una mujer nacida en 1981, que creció en democracia, mirando hacia una historia de hombres —hombres que murieron, hombres que mataban, hombres que mandaban. Me parecía importante subrayar esa mirada nueva. También fui incorporando cosas de mi vida, de los cuidados con mi hijo, de lo que me iba pasando. Eso hacía muy difícil sostener una escritura política. Quería que constara lo difícil que sigue siendo para las escritoras enfrentarnos a una escritura literalmente política.
— De hecho, escribes: “cuánto tiempo necesita la escritura política y qué poco tiempo tengo yo.” Siendo tan consciente de todas las aristas del dispositivo, ¿hubo un momento del proceso en el que te hayas quedado tranquila?
— No. Lo he pasado muy mal. Entre 2020 y 2022 iba avanzando, pero lo dejé a un lado. Luego pensé que se iban a cumplir 50 años del suceso y también de la muerte de Franco, que el tema entraría en la conversación pública, y que si no lo escribía entonces ya no lo iba a hacer. Había que aportar algo nuevo. Hablé con la editorial y me dijeron que adelante.
Recuerdo que un día, comiendo en casa de mis padres, dije: “Creo que lo voy a conseguir”. Nunca había escrito así: levantarme a las tres de la mañana, dormir cuando se dormía mi hijo, a las diez de la noche. A las doce ya había echado la jornada. Era muy difícil escribir así. Entregué el libro el 1 de junio. La editorial devolvió las pruebas y el 20 de julio se fue a imprenta.
Y ahí apareció otra angustia. Empecé a dudar: ¿con qué derecho había inventado cómo pensaban, qué sentían, si tuvieron miedo? Había recreado muertes. ¿Con qué derecho escribía sobre eso? Las familias lo leerían, ¿no sería hacerles atravesar todo de nuevo? Además, en este país hay mucha sensibilidad con ciertas palabras como “terrorismo”. Si me preguntaban si eran terroristas, ¿qué debía responder yo? Pero poco a poco fui tomando conciencia de mi posición dentro de esa historia, como si fuera un universo cerrado en el que me hubiera metido.
Ahora, desde que salió el libro, estoy más tranquila. Lo han leído personas implicadas y era lo que más me perturbaba: que la ficción friccionara con su realidad. Ese es un riesgo que asumes al escribir.
— Hay un momento en el libro en el que la ficción se vuelve más evidente, cuando se cruza la crónica de cómo ni los familiares ni los periodistas consigue acceder a ver el fusilamiento que tendría que ser público y, a la vez, desde la ficción tú relatas esa misma ejecución con un detalle que conmueve. ¿Cómo te enfrentas, como escritora, a ese momento?
— Sí, hay dos momentos en los que me cuestioné mucho: cuando cuento las torturas en la Dirección General de Seguridad y cuando narro los fusilamientos. Fue una decisión complicada. Muchas veces he escuchado que publicitar la violencia en los libros revictimiza a quienes la sufrieron. Pero yo estaba en el terreno de la ficción y pensaba: esto no consta en la historia. No constan las crónicas de las torturas ni de los fusilamientos. Si no lo cuento, me sumo a ese pacto de silencio. Así que decidí narrarlo, y fue muy difícil. No tanto escribirlo, sino tomar la decisión.
El momento de los fusilamientos es el más complejo de todo el libro. Pensaba en las hermanas que me habían prestado sus testimonios, en la prensa que había llegado hasta cierto punto, y en que yo me colé en el lugar de los acontecimientos muchos años después, en ese talud, y desde ahí reconstruí la escena.

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— Accedes a los expedientes del juicio y el procesamiento. ¿Cuánto aportan a la historia que ya tenías en mente? ¿Constatan lo que intuías o descubren cosas nuevas?
— Los sumarios incluyen desde las detenciones, las declaraciones obtenidas bajo tortura, el proceso judicial, las notas de los abogados desesperadas. Son un material con una parte de verdad, pero también con muchísimas capas debajo. Yo leía, por ejemplo, los papeles donde José Humberto Baena reconocía haber participado en el atentado de la calle Alenza.
Y tienes que leer lo que hay debajo: lo estaban golpeando, le daban con la cabeza contra una mesa, le metían la cabeza en una bañera. No puedes creértelo tal cual. Hay un relato verdadero —como el robo de un coche, que sí sucedió así— y otro absolutamente irreal.
Fue un trabajo muy laborioso. Todo estaba anonimizado, la tinta corrida. Eran cientos y cientos de páginas que inundaron mi casa, mi cabeza. Y aun así, yo necesité leerlos.
— El contexto de la historia también es importante. Muchas veces, al hablar de la dictadura, se dibuja un punto y aparte en la década de los 60: se habla de los últimos coletazos, del aperturismo. Sin embargo, tu libro sitúa la historia en esos últimos meses de Franco, desmontando esa idea oficial de que las cosas se relajaron: Seguía muriendo gente, se promovió una nueva ley para juicios sin garantías… Era el final de la dictadura, pero seguía siendo una dictadura.
— Claro, y a mí me gusta mucho llamarlo dictadura y no franquismo. “Franquismo” parece una fórmula, y no conozco ningún otro país que denomine un periodo de dictadura tan largo con un nombre así.
Para mí el relato de la Transición era incuestionable: un abrazo, una firma entre unos cuantos, y de pronto todos nos llevamos bien. Cuando empiezas a pensar, ves que una generación posterior tiene derecho a mirar hacia atrás y cuestionar ese relato. Aceptando lo que se hizo —por suerte vivimos en democracia y con muchas libertades— creo que debemos romper el pacto de silencio. No sé si el de la Transición, pero sí ese pacto de silencio.
El franquismo llegó a 1975 absolutamente desquiciado, agonizante, frágil. Era un Estado muy débil. En 1974 habían ejecutado a Salvador Puig Antich, y en 1975 vuelven a matar a cinco personas, frente a la oposición interna del propio régimen y al aperturismo social que ya se respiraba. España era la última dictadura de Europa Occidental. Aquello fue una lección de ejemplaridad que no sirvió de nada, que se llevó a cinco personas por delante al final de la dictadura.
Y no solo eso: en 1975 murieron unas treinta personas en manifestaciones, militantes, obreros. Hubo mucha violencia, que continuó después, incluso años más allá. No murió Franco y, de repente, fuimos una España libre. Para nada.
— Precisamente, narras en el libro los intentos de otros países o de la Conferencia Episcopal para frenar el fusilamiento. ¿Por qué no sirvió para nada?
— Para mí es clave el baño de masas que hace Franco el 1 de octubre. Han pasado apenas tres días desde los fusilamientos. Franco sale a la Plaza de Oriente, flanqueado por el rey Juan Carlos y otros miembros del Gobierno, a justificar lo que ha hecho. Venían a decir que había una persecución comunista contra España. Fue un encuentro multitudinario. Y esa demostración pública implicaba que no podían dar marcha atrás ante las presiones. Era demostrar que las grietas del régimen, que ya eran evidentes, no se iban a traducir en cesiones. Pero lo cierto es que en los años setenta el Estado era ya insostenible.
— La novela, aunque es ficción, descubre la más que posible inocencia de Daniel [nombre en clave de José Humberto Baena]. ¿Hasta dónde debe llegar este hallazgo? Porque, a la vez, insistes en que es una ficción…
— Lo que no puedo decir es que fueran culpables, ninguno de los tres. Cuando sometes a los detenidos a un juicio sin garantías legales, eso se vuelve en contra. Si hubieran tenido un juicio justo y una sentencia justa, ahora podríamos analizarlo y saber si eran inocentes, culpables o qué hizo la dictadura con ellos.
En el caso de José Humberto Baena, el relato familiar y la conversación con su padre en la cárcel son muy significativos. El padre le pide: “Dime que eres culpable, porque así podré entender mejor lo que te va a pasar”. Y él responde: “No puedo decirte que soy culpable”. También están los testigos, cómo se recogieron sus declaraciones, aquella carta que llegó a la familia donde una testigo contaba que no lo había identificado en la escena del crimen… Todo eso me hace pensar que se llevó a la muerte un agujero de esta historia.

- Aroa Moreno, en una foto de archivo en 2023. -
- Foto: Isabel Infantes / Europa Press
— En el epílogo incluyes un relato que Daniel escribe pocos días antes de ser asesinado, El reloj. ¿Por qué te parecía importante?
— Después de pasar toda la novela cuestionándome por qué escribo esto, por qué desde la ficción, por qué hablo de mí o no hablo, me parecía fundamental escuchar la voz directa de uno de ellos. Aparece también en cartas y fragmentos reales, pero incluir ese texto me parecía cerrar el círculo.
Creo que en la ficción es donde realmente se conoce a las personas, no en la autoficción. La autoficción levanta una memoria parcial, pero en la ficción están la mirada, la textura, las palabras elegidas para narrar. Era como esas películas que terminan y de pronto aparecen fotos reales de los hechos que se acaban de contar.
Además, me conectaba mucho con Baena, que escribía, que era poeta, que tenía sensibilidad literaria. Esto no es una hagiografía, pero sí un intento de conocer a la persona detrás. Y pensé: si no lo hubieran matado, dos años después habría estado en la calle, porque todos fueron amnistiados. Quizá tendríamos un escritor más. Cuando matas a alguien, no solo matas a esa persona, matas también su futuro.
— En el libro haces un alegato muy valiente sobre cómo el Gobierno de España está gestionando la conmemoración de estos 50 años desde la muerte del dictador. ¿Qué sentimientos te despierta lo que está ocurriendo en estas semanas cruciales?
— Hay algo de raíz en esta celebración que me parece muy difícil: ese lema de “España en libertad” anula lo que pasó con tantas personas. Portugal, con la Revolución de los Claveles, tiene un sentido distinto: festivo, luminoso. El año pasado lo celebraron de manera increíble. Aquí, en cambio, se olvida el proceso transicional.
Lo que me gustaría es que esta conmemoración sirviera para contarle a la gente joven lo que fue el franquismo. Y no sé si está calando, la verdad. Más allá de quienes tenemos una relación con la memoria o con la cultura, no sé si llega más lejos.
— Sobre todo porque, si institucionalmente ya tenemos aquí un problema con que haya partidos políticos que sean hostiles a la memoria democrática; cuando otros partidos que ocupan políticamente las instituciones y podrían estar más a favor tampoco la gestionan con valentía, ¿qué pasa ahí?
— A mí me parece que políticamente ha habido un problema grave con eso que llamamos memoria, que en realidad es historia. Y a la historia tenemos derecho. Todos los españoles y españolas tenemos derecho a una memoria digna. La derecha ha negado siempre la historia. Y la izquierda ha sido muy tibia, exigiendo simplemente que se exhumen todas las fosas de este país y que tengamos una tierra limpia y salubre.