VALÈNCIA. Las vidas junto al mar suceden de forma muy diferente a las de cualquier otro lugar, y no solo las humanas: también las de otros animales discurren a un tempo particular. Las aves marinas baten las olas en busca de peces imprudentes mientras los perros dormitan taciturnos al amparo de los aromas de la descomposición de la pesca y la mineralidad del salitre. Somos seres terrestres en un mundo acuático que desde la superficie seca contemplan la inmensidad oceánica con una mezcla de anhelo y recelo. Incluso hoy día las tres cuartas partes líquidas de este planeta al que paradójicamente y no sin cierta arrogancia llamamos Tierra nos resultan hostiles, un medio al que no estamos adaptados y en el que somos vulnerables incluso a bordo del más grande de nuestros tan grandes barcos. Y sin embargo, el océano, la última frontera puertas para adentro de nuestra casa cósmica, también ejerce una poderosa atracción: miles si no millones de personas se echan a la mar cada noche, madrugada y día para sacar provecho de los cardúmenes y de las autopistas marítimas globales por las que transportamos la mayor parte de nuestras mercancías en el juego del comercio entre naciones. Monstruosos cargueros así como auténticas industrias flotantes surcan las aguas a lo largo y ancho del globo configurando una realidad de la que nada sabe quien vive lejos de la costa. Por ser el lugar al que arriban embarcaciones, personas y cargamentos, los puertos han sido históricamente exóticas capitales de lo diverso y lo mercenario: lugares de paso para gente en tránsito en los que intercambiar, negociar y aprovechar oportunidades. La humanidad es lo que es por lo que han conectado sus puertos. No por nada muchas de las ciudades que han crecido en torno a ellos se han acabado convirtiendo en lugares de naturaleza en parte mítica. Tenemos Alejandría, tenemos Constantinopla, tenemos Venecia, tenemos Sevilla, y tenemos Odesa.

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Con ella, con su gueto judío, sus bandidos, sus prostitutas, contrabandistas, mendigos y errabundos escribió Isaak Bábel sus maravillosos Cuentos de Odesa, una obra maestra de la literatura rusa de la cual ahora publica Nørdicalibros una selección de relatos traducidos por Marta Sánchez-Nieves e ilustrados por Agustín Comotto, y que nos presentan a Benia Krik, gángster antiheroico y tremendamente carismático con el que es mejor no tener tratos, ni buenos ni malos: “—¿Por qué él? ¿Por qué no ellos, es lo que quiere saber? Entonces, olvide por un momento que en la nariz lleva lentes y, en el alma, el otoño. Deje de alborotar tras su escritorio y de tartamudear en público. Imagínese por un instante que alborota en la plaza y que tartamudea en el papel. Es usted un tigre, un león, es usted un gato. Puede pasar la noche con una mujer rusa y la mujer rusa se quedará satisfecha con usted. Tiene veinticinco años. Si el cielo y la tierra tuvieran ajustados unos aros, usted atraparía esos aros y atraería el cielo a la tierra. Pero resulta que su padre es el estibador Mendel Krik. ¿Y en qué piensa un padre así? Piensa en beber una buena ración de vodka, en pegarle a alguien en los morros, en sus caballos, y en nada más. Usted quiere vivir y él lo obliga a morir veinte veces al día. ¿Qué habría hecho usted en el lugar de Benia Krik? Usted no habría hecho nada. Pero él lo hizo. Por eso él es Rey y usted no saca el puño del bolsillo”.

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¿Se puede destilar mejor la esencia canallesca y criminal de esa Odesa mítica que no conocemos pero imaginamos, o generar con más clase poética el aura de un protagonista sin mostrarlo que así como lo hace Bábel? Difícil. Como también lo es ilustrar semejante talento y un clásico de este calibre con el gusto y el estilo de Comotto, que nos zambulle en la áspera marginalidad de las calles controladas por mafiosos familiares, en la rudeza de los pactos con la persuasión de una pistola bajo la mesa que se sospecha. Esta es la Odesa, además, de los pogromos y de la inminente caída de un imperio en el que se ponía el sol, y que iba a dar paso a una nueva etapa de la historia que lo cambiaría todo para siempre, una que iba a heredar un país de campesinos y en cincuenta años iba a mandar al primer ser humano al espacio. También era la antesala de las condiciones que iban a acabar con el propio autor, periodista, escritor y dramaturgo, detenido, torturado y ejecutado durante la Gran Purga. Bábel, nacido en Odesa en una familia judía, conocía bien la violencia latente en el fluir de las placas tectónico-sociales, que ante determinados procesos muy energéticos se libera en forma de persecuciones y asesinatos masivos, de pogromos como al que Bábel sobrevivió, no así su abuelo, que fue atrapado y aniquilado por el estallido terrorífico de la turba enfebrecida por el odio. Las cosas cambian de un día para otro, si bien el desenlace puede intuirse antes si se presta atención a las señales y a las inercias. Desde este presente que podría o no haber imaginado Bábel, en el que la hipercomunicación y el control tecnológico han acabado con la bohemia de los puertos acercándolos más en muchos casos a una pesadilla cyberpunk, más valor tienen estos cuentos de una Odesa, en la actualidad, con su playas llenas de minas. No se puede nadar en Odesa: el mundo sigue girando y las placas se siguen moviendo bajo la superficie. Ahora parece que un ciclo toca a su fin, y ese fin no es uno, sino que tiene distintos significados en función de dónde se encuentre uno: las aguas vuelven, pero no a su cauce sino a otro, y son pocos quienes confían en llegar a buen puerto.