Mercavalencia hierve de actividad a las seis de la mañana. Aún es de noche ahí fuera, pero dentro, cajas y cajas repletas de productos de todos los colores se van moviendo de un lado a otro en carritos que los empleados manejan a una velocidad que hace que aquello, más que un mercado, parezca un circuito. Al otro lado del edificio, después de atravesar un patio, está la tira de contar, el espacio reservado para que los agricultores valencianos vendan el producto fresco y de proximidad directamente, sin intermediarios. Y allí, concentrado en su trabajo, está Issa Badji, un senegalés rodeado de lechugas, cebollas, calabazas, acelgas…
La cebolla gana el pulso de los olores en esa nave inmensa donde no paran de cruzarse los carros. Algunos se sientan en el borde de uno de esos vehículos de transporte y con una mano manejan el mando con pericia. Nunca chocan y jamás se estorban. Es un caos organizado que ya hace tiempo que dejó de llamar la atención a este hombre de 56 años. Delante suyo hay varias pilas de productos metidas en unas cajas negras con un letrero blanco: Hortalizas El Negro. Porque Issa es un ‘llaurador’ de Senegal que, dice, nunca ha tenido problemas de racismo. “Yo no lo he vivido. Yo me he puesto Hortalizas El Negro porque soy negro. El respeto se gana y yo me siento orgulloso de cómo soy, por eso no es una ofensa que me llamen negro. A mí no me llames moreno ni nada parecido, yo soy negro. En los semáforos la gente ve el nombre del camión, luego descubren al conductor y se echan a reír. Me lo puse cuando empecé por mi cuenta. Fui a Benaguacil y registré mi marca”.
Issa Badji es de un pueblo de la región de Casamance. Le pedimos que deletree el nombre o lo escriba, pero no quiere. Su padre tenía dos mujeres que, en total, le dieron dos hijos y seis hijas. “Mi padre y todos mis antepasados son agricultores. En aquella región casi todos son agricultores, aunque los jóvenes, como aquí, ya no quieren trabajar en el campo. Allí hay de todo: arrozales, campos de cacahuetes, mangos, anacardos… Vivíamos bien, la economía no está mal y es la democracia más estable de África”.
El año pasado volvió a Casamance después de muchos años. Allí se crio. Hasta que, con 13 o 14 años, cogió un avión y se marchó a vivir a París con una prima suya. Su padre estaba obsesionado con que estudiara, pero Issa encontró demasiados estímulos en la calle como para encerrarse en las aulas. “En París vivía con mi prima pero faltaba a clase todos los días. Me perdía por ahí. Salía con mi mochila y nunca llegaba a clase. Nosotros vivíamos en París 18 (en los alrededores de la colina de Montmartre, donde reside una enorme comunidad africana). Es un barrio muy conflictivo y ahí te pierdes enseguida. Cuando mi prima vio lo que estaba pasando, me dio dos opciones: irme a Madrid con otro primo o volverme a Senegal. Llegué a Madrid con 16 años”. Los estudios le parecieron una pérdida de tiempo a aquel adolescente que sólo quería empezar a ganar dinero. Por eso, ya en Madrid, su primo le compró una moto e Issa se puso a trabajar como mensajero. Allí pasó los siguientes años, hasta que un día, repartiendo un paquete, conoció a una mujer que era de València y, después de unos meses de idas y venidas, en 1992, decidió cambiar de ciudad.
Al principio estuvo buscando trabajo y un día conoció a un hombre de Alfafar que fue providencial en su vida: Juan Lacreu. “Él me trajo aquí por primera vez y me lo enseñó todo. Durante muchos años, si querías hablar de lechugas, tenías que hablar con él. Ya está retirado, pero me enseñó muchísimo. Yo soy bueno aprendiendo, aunque luego lo dejé porque me salió trabajo en una empresa”. Los siguientes 17 años los pasó como soldador y pulidor. Hasta que un año, en 2015, se cansó y decidió que quería volver a conectar con sus ancestros. Si sus antepasados habían sido agricultores era por algo. Entonces lo vio claro: él tenía que ser labrador. “Pero entonces decidí que esta vez quería montármelo por mi cuenta. Y me lancé”.
Aún no es de día y ya empieza a apagarse el bullicio en la tira de contar, donde todo el mundo habla a gritos. Hay pocas mujeres. Casi todo son hombres. Todo lo contrario que en El Marqués, la cafetería llena de camareras que hay al final de la nave. El ruido en el bar es infernal. Platos y tazas de cerámica chocando contra la barra, la máquina moliendo el café, las conversaciones elevadas de tono, las sillas arrastradas… Issa se pide un zumo de zanahoria y se muestra simpático con las chicas, que le llaman Jesús, como casi todos. “Es que Issa, en mi país, es el diminutivo de Jesús, y aquí, en la tira de contar, todos me llaman Jesús o Negro”.
Issa se relaja un poco, aunque aún no se ha quitado, ni se quitará, el auricular negro que lleva en la oreja derecha. Hasta pasadas las siete ha estado muy serio ocupándose de sus tareas. Issa viste ropa oscura y un chaleco naranja. En la visera de la gorra lleva sujetas las gafas. Y de la cintura cuelga una riñonera llena de billetes. Delante tiene un mostrador diminuto con una calculadora, un datáfono y una máquina que imprime las facturas y los pedidos. A su espalda, aunque es difícil verle sentado, hay una banqueta con el asiento de mimbre. Y más atrás, junto a la pared, tiene la cartera, una bolsa con uva y una botella de agua. Al lado, encima de unas cajas de corcho, hay una balanza. En cuanto acabe la conversación, Issa apurará el zumo de zanahoria y saldrá disparado.
Lleva ocho horas despierto, pero aún queda mucho por hacer. Al día siguiente es viernes, el más laborioso, el de más ventas. Issa se levanta cada día a la medianoche. Cuesta creérselo, pero destapa la funda del móvil y enseña las alarmas que cada día suenan a las 00:00. El mercado levanta la persiana a las 3.40 y a las 6.45 abren las cámaras para que los vendedores puedan ir recogiendo. “Cuando terminamos de recoger, nos vamos. Yo siempre salgo el último. Pero a las ocho, como muy tarde, me voy. De aquí, voy a Albal, donde vivo y tengo el almacén. Entonces preparo el camión y voy a Meliana, al campo. Ahí no hay horas: hasta que acabe la faena. El viernes hay más venta, así que el jueves hay que cargar el camión a tope y acabamos más tarde. De Meliana descargamos en las cámaras del mercado, y entonces nos vamos a casa. Puede ser a las cuatro como puede ser a las ocho de la tarde”.
Issa podría delegar en el campo o en el mercado, pero él considera que tiene que estar encima de todo, aunque eso le cueste dormir tres o cuatro horas cada día. “Yo necesito saber qué quieren mis clientes y entonces seleccionarlo yo mismo. Si mandas a alguien, acabará trayendo lo que quiera. Y si el cliente está descontento, no volverá. Por eso hago tantas horas. Aquí, en el bar, me como un bocadillo a las 5.30 o 6. Luego paso por casa y cojo fruta y unos cubitos de hielo para que se mantenga, y me voy al campo. Hago una comida al día. A las nueve, como muy tarde, tengo que meterme en la cama. Ayer, por ejemplo, acabé a las seis de la tarde, me fui al fisio a las siete y a las ocho y media volví a casa, me senté 40 minutos y me fui a la cama”.
No hay mucho tiempo para estar con su mujer, que es guineana, y sus hijos. Con su primera esposa tuvo cuatro, que ahora son veinteañeros. Y con la actual, Casilda, que al principio trabajaba con él en el campo y ahora se dedica a atender a personas mayores, dos de 13 y 14 años. “Por eso los fines de semana me pongo a disposición de la familia. Hago lo que ellos quieran hacer. A los chiquillos les gusta ir al Bonaire a que me gaste el dinero. A veces vienen los mayores a casa y ponemos una peli. Los fines de semana cocino yo. Me encanta cocinar. Me gusta hacer estofado, un pollo asado, un guiso, un arroz… Lo único que no sé hacer es la paella y el arroz al horno, que los hace mi mujer”. No falta tampoco el plato típico de Senegal: el ‘Ceebu jën’ (un arroz con pescado).
La tira de contar es ahora su vida. Su profesionalidad le ha dado un nombre. Juan, su maestro, se la enseñó y él se desvive por mejorarla. ”Desde que me puse en la tira, y se lo puedes preguntar a cualquiera, Issa es un referente. De todo lo que se tiene y lo que no se tiene que hacer. Soy un defensor de la tira de contar. Para mí es una empresa. Todos los que estamos aquí seguimos un mismo objetivo: trabajar y ganar dinero. Es un trabajo duro, pero ya que te empeñas en hacerlo tiene que haber un beneficio. Pero esto ya no es lo que era. Yo y algunos más estamos intentando que esto cambie. La tira antiguamente era de regateo, pero yo estoy luchando para que eso cambie y sean precios fijos. La gente está acostumbrada a regatear pero eso debe cambiar. Yo tengo a cinco personas dadas de alta en la Seguridad Social y necesito saber cuánto necesito ganar para adaptar los precios a esto”.
Nunca ha olvidado la lección que le enseñó su padre en Senegal: “Él decía que todo lo que se hace bien desde el principio, acaba siempre bien. Y que lo que se hace mal desde el principio, acabará mal. Yo por eso siempre intento hacer las cosas bien”. Por eso, quizá, tampoco ha olvidado sus orígenes. Y el año pasado, después de ocho o nueve años sin visitarlo, volvió a Senegal. Sus padres ya murieron, pero quedan todos sus hermanos y una infinidad de primos. En abril regresará. Aunque eso sea un quebradero de cabeza para alguien tan trabajador y tan obsesivo como él. Por eso ya está planificando cuándo tendrá que dejar de plantar para poder cogerse dos semanas libres en Semana Santa. El tiempo justo para volar a Dakar, coger un coche y después de un par de días llegar a su pueblo.
Luego regresará angustiado para ver cómo están sus 72 hanegadas de tierra arrendada. Los campos en los que cultiva de todo: calabazas, lechugas, cebollas, espinacas, escarolas, patatas, alcachofas, coles… Dice que ya no se mueve de allí. Que su vida se reparte entre la tira de contar, la huerta de Meliana y su casa en Albal. “De aquí me sacarán ya con los pies por delante”. Una vida consagrada al trabajo.
No le queda tiempo para mucho más. Aunque hay excepciones. Como aquel 5 de enero de 2018, el día que desfiló en la cabalgata de los Reyes Magos caracterizado como Baltasar, el rey negro. A su lado, Melchor y Gaspar, estaban el fotógrafo Antonio Cortés y el periodista Bernardo Guzmán. “Eso hay que vivirlo… Es algo mágico, algo que no se olvida. Encima tuve la suerte de llevar de pajes a mis hijas”. De aquello queda el recuerdo y un curioso grupo de WhatsApp de los integrantes del Club de los Reyes Magos. “De vez en cuando quedamos a comer o a cenar”. Aunque enseguida se pone a contar que la última cena la hicieron entre semana y que él declinó la invitación porque no puede permitirse fallar en el trabajo. Esa es su ética. La que le inculcó su padre cuando era un niño feliz que jugaba con sus hermanos y sus primos en Senegal.