VALÈNCIA. Las tengo de casa de algunos de mis vecinos y ellos de la mía. Es una medida cómoda pues ya alguna vez he olvidado las mías dentro. Y también por si pasara algo, un robo, fuego, una inundación o yo qué sé que nunca ha pasado pero que pasará. Así construimos confianza vecinal. En esa relación amistosa y cordial este hecho ayuda a soldar una convivencia no escrita: por ejemplo, ellos no se quejan de la banda sonora de mi vida y yo no me quejo del olor de sus comidas. Porque el pueblo entre semana huele a plato nacional, no a regional o comunitario. No, huele a ese que nos representa a todos. Huele a lomo y a embutido frito.
No llevo muy bien el tema de la recuperación de mi rodilla. Tengo un par de clavos molestones. A la hora de dormir no encuentro la posición en la que mi mente deje de pensar en ellos y el tornillero que los parió. Llaman la atención no sé por qué. No hace mucho un amigo me dijo que con una amputación transfemoral solucionaría el problema. Desde entonces es una opción que no descarto. A mi edad, cuando lo que me gusta es estar sentado, poco me importaría. Y tener mi pierna disecada es un atractivo en este almacén quincallero que es mi casa. La opción formol y lámpara tampoco es descabellada y, encima, útil.
Menos los domingos. Los domingos el pueblo huele a paella. Rara es la semana que no me obsequian sobras que me producen gastritis, úlceras, síndrome de colon irritado o flatulencias contundentes pero sabrosas.
Es cierto que alguna vez me he metido en la casa vacía de algún vecino. Aprovecho sus horas de trabajo cuando sé que no hay nadie. Y la recorro cambiando cosas de lugar, ordenando ropa, mirando en la nevera y cosas así. Todo muy sutil. Vale, es cierto, también chupo algún cubierto y lo dejo en su cajón.
En mi nueva normalidad tampoco lo quiero para mucho. No lo necesito. De esta forma me convierto en un torso con cabeza. La perfección absoluta
¿Y si, ya puestos, me quito también un brazo? El izquierdo lo utilizo cada vez menos, creo que solo para tocar la tecla de bloqueo de mayúsculas y poco más.
También me suelo tumbar en alguna cama y miro al techo sin buscar nada.
Existiendo sillas de ruedas eléctricas tampoco necesitaría la otra pierna. Además, qué necesidad de poner un calcetín y un zapato, si la idea es no salir de casa.
En una de ellas curioseando encontré El viejo que no leía cartas de amor, de Luis Sepúlveda. Qué hermosura de libro. Cada vez que la invado devoro un capítulo y lo dejo en su sitio. ¡Bendito confinamiento, pues con ganas lo retomaré desde el principio! A tu salud, Luis.
Fuera también el otro brazo. En mi nueva normalidad tampoco lo quiero para mucho. No lo necesito. De esta forma me convierto en un torso con cabeza. La perfección absoluta. Nada molesta ni distrae.
Me extraña que no se hayan dado cuenta de que el marcapáginas se va moviendo.
Pero también he decidido separarlos. La cabeza por un lado y el cuerpo por otro. Y surge la duda. ¿Quién soy yo de las dos partes? ¿Soy el cerebro o soy el corazón? Si mi cabeza desapareciera pero mi cuerpo siguiera vivo, ¿tendría derechos? ¿algún tipo de prestación? ¿Aún sería yo?
Siempre he pensado en la inutilidad del ombligo una vez desenchufados. Es una obsesión que no me quito de la cabeza. Sería un lugar perfecto para usarlo como macetero de todo nuestro pelo, cerda, vello, crin o como quiera que se llame. Todos saldrían del mismo sitio, y cada uno se lo distribuye por el cuerpo a modo de enredadera y como mejor le plazca.
La última vez encontré una nota junto al marcapáginas: «Bolsas de basura, sal para el lavavajillas y Pril limón».
* Este artículo se publicó originalmente en el número 68 (junio 2020) de la revista Plaza