ALICANTE. Buscamos la felicidad en todas las partes, pero somos como el mendigo de la fábula de Tolstói, que pasó su vida sentado en una olla de oro que estuvo a sus pies todo el tiempo. Tu tesoro -tu perfección- se encuentra ya dentro de ti. Para hacerlo tuyo necesitas salir de la conmoción de las negociaciones de la mente, abandonar los deseos del ego y entrar en el silencio del corazón. Eso es algo fácil de saber, complicado de aplicar. Porque cuando nos damos cuenta: ha pasado la vida.
Pasamos media vida buscando un alma gemela porque pensamos que con ella encajaremos a la perfección, que es lo que quiere todo el mundo: encajar con alguien como las piezas de ese puzzle que te sabes de memoria.
Pero un alma gemela auténtica es un espejo, la persona que saca todo lo que tienes reprimido y te hace volver la mirada hacia adentro para que puedas entender tu vida. Un alma gemela es, seguramente, la persona más importante que vayas a conocer porque tira abajo todo y te despierta de un porrazo, pero ¿vivir toda la vida con un alma gemela? ¡Ni hablar!
En mi destino hay muchas cosas que se me escapan, pero sí que tengo otras bajo mi jurisdicción. Hay una serie de números de Lotería que puedo comprar, aumentando mis posibilidades. Puedo decidir cómo paso el tiempo, con quién me relaciono, con quién comparto mi vida, mi dinero, mi felicidad, mi cuerpo y mi energía. Puedo seleccionar lo que como, leo y estudio. Puedo decidir cómo reaccionar ante las situaciones de la vida: si considerarlas oportunidades o maldiciones -y cuando esté negativo, puedo decidir cambiar mi actitud-. Puedo decidir las palabras que uso y el tono y, por encima de todo, puedo elegir mis pensamientos. Puedo elegir qué vestir, cómo hacerlo y por qué. Cada decisión tiene unas consecuencias y esas, mientras no afecten a los demás, nos dejan la potestad de tomar decisiones que cambien nuestro futuro. Todo condiciona el futuro.
Quizá mi vida no haya sido tan caótica, pero el mundo lo es, y la trampa es encariñarse de una parte de él. La ruina es un regalo, es el camino a la transformación. La felicidad es consecuencia de un esfuerzo personal. Luchas para conseguirla, la trabajas, insistes en encontrarla y hasta viajas por el mundo buscándola. Algunas veces debemos dejar de analizar el pasado, dejar de planear el futuro, parar de tratar de precisar exactamente como nos sentimos, parar de decir exactamente lo que queremos y simplemente ver qué pasa. Todo pasa. Con el tiempo todo pasa.
A esa reflexión llegué en una terraza de la Medina de Marrakech, donde yo quería dejar de pensar en pasado, presente y futuro y no lo lograba. Mi amiga, me lo advirtió: “No quieras dejar de pensar porque, al querer hacerlo, ya piensas. Es inevitable”. Y qué razón tenía.
Siempre he creído que los fantasmas existen. Lo tengo claro. De eso estoy seguro. Nos vinculan a un lugar igual que nos sucede a nosotros. Algunos permanecen atados a una porción de terreno, a un momento y una fecha; a un derramamiento de sangre metafórica quizá que en la mente de ha visto como un crimen terrible. Pero hay otros que se aferran a una emoción, a un momento, a aquel momento, a un impulso, a algo que se pierde, a una venganza o un amor. Y esos nunca se van.
Esos fantasmas, los que se aferran a emociones profundas, son los más inquietantes. No se ven, pero se sienten. Se perciben en el aire, en el susurro del viento, en la sombra que se desliza por el rabillo del ojo. Son los ecos de lo que una vez fue, de lo que pudo haber sido, de lo que nunca será. Y aunque no los veamos, sabemos que están ahí, recordándonos que el pasado nunca se desvanece por completo.
Pero, a pesar de su presencia, hay algo reconfortante en saber que no estamos solos. Estos fantasmas, en su esencia, nos muestran que las emociones y los momentos que vivimos tienen un impacto duradero. Nos recuerdan que cada experiencia, cada amor, cada tristeza, deja una huella imborrable en el tejido de nuestra existencia.
Y así, en medio de la oscuridad, encontramos luz. Porque si los fantasmas pueden aferrarse a un momento de amor o a un impulso de esperanza, nosotros también podemos. Podemos elegir recordar lo bueno, aferrarnos a los momentos de alegría y permitir que esos recuerdos nos guíen hacia un futuro más brillante. Al final, los fantasmas no solo nos recuerdan el pasado, sino que también nos inspiran a crear nuevos recuerdos llenos de esperanza y amor.
El día que aterricé en Marrakech por primera vez, debía de haber unos 40 grados. El asfalto de la pista de aterrizaje rezumaba calor, parecía mojado y de ahí una bruma. Era abrumador.
El aire caliente envolvía todo a mi alrededor, y el aroma a especias y tierra seca se mezclaba con el calor abrasador. A lo lejos, las montañas del Atlas se alzaban majestuosas, sus cumbres apenas visibles a través de la bruma del calor. Caminé por las estrechas calles de la medina, donde los colores vibrantes de los zocos contrastaban con las sombras frescas de los callejones. Las sedas de los bordados bereberes se entremezclaban con los linos egipcios y las pieles de los bolsos y zapatos. Cada rincón parecía contar una historia, cada mirada un secreto.
Los sonidos de la ciudad eran una sinfonía de vida: el murmullo de las conversaciones, el tintineo de las teteras de metal, y el llamado a la oración que resonaba desde los minaretes. Marrakech era un lugar donde el tiempo parecía detenerse, donde cada momento se vivía con una intensidad única.
A medida que avanzaba, el bullicio de la plaza Jemaa el-Fna se hacía más intenso. Los vendedores ambulantes ofrecían sus mercancías con entusiasmo, y el aroma a comida callejera llenaba el aire junto con el de las pieles de los bolsos artesanales. Me detuve un momento para observar a un encantador de serpientes, su flauta produciendo una melodía hipnótica que parecía controlar los movimientos del reptil.
El sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados. Decidí refugiarme en un pequeño café, donde pedí un té de menta. El sabor dulce y refrescante del té me reconfortó, y desde mi mesa pude observar cómo la ciudad se transformaba con la llegada de la noche. Las luces de los faroles iluminaban las calles, y la medina adquiría un aire mágico y misterioso.
Marrakech, con su mezcla de tradición y modernidad, me envolvía en una atmósfera única. Cada día era una nueva aventura, cada encuentro una oportunidad para descubrir algo nuevo. Sentí que, en este lugar, el tiempo no solo pasaba, sino que se vivía intensamente.
Y es que, al final, en cuanto te fijas un poco, todo es muy raro. Lo raro es vivir. Lo dijo Carmen Martín Gaite: “Que estemos aquí sentados, que hablemos y se nos oiga, poner una frase detrás de otra sin mirar ningún libro, que no nos duela nada, que lo que bebemos entre por el camino que es y sepa cuándo tiene que torcer, que nos alimente el aire y a otros ya no, que según el antojo de las vísceras nos den ganas de hacer una cosa o la contraria y que de esas ganas dependa a lo mejor el destino, es mucho a la vez, tú, no se abarca, y lo más raro es que lo encontramos normal”.
Y así, sin más, sobre que a veces perder el equilibrio es parte de vivir una vida equilibrada, pero que lo que hay que tener claro es que el equilibrio es no dejar que nadie te quiera menos de lo que te quieres tú.