VALÈNCIA. Es una isla de cemento y hormigón, una pieza singular en el de por si variado conjunto arquitectónico de València. Las viviendas conocidas como Grupo Ruiz Jarabo fueron proyectadas por el arquitecto Antonio Tatay entre 1949 y 1952 para trabajadores del Puerto de València y se construyeron entre 1952 y 1954. Son el último recuerdo de un barrio desaparecido, el Clot. Curiosamente, jamás ha estado incluido en el plan general de la ciudad; es un edificio fuera de planeamiento. “Poco agraciado estéticamente” y “robusto”, en la definición que hizo el arquitecto David Estal, se trata de un bloque a gran escala, de 90 metros de longitud por siete pisos de alto, que se yergue en un extremo del Cabañal como una fortaleza. Se puede ver prácticamente desde todos los puntos del barrio. Todas las casas están ventiladas de forma natural. El edificio, avanzado a su tiempo, tiene hueco para ascensor en todas sus escaleras. Situado estratégicamente entre la Lonja de Pescadores, la Casa de los Toros, cuya pared ejerce de frontón para improvisadas partidas de pilota de los adolescentes, y el Paseo Marítimo, frente a su cara este se encuentra la Plaza de los Hombres del Mar, si bien hace décadas que apenas queda rastro de hombres del mar. Frente a la cara oeste se encuentra un campo de fútbol de cemento, las líneas borradas, con vagos recuerdos también de lo que debieron ser los límites de dos canchas de baloncesto.
El deterioro de los bloques ha sido más acusado durante las últimas dos décadas. Marcado con la cruz del derribo por la prolongación de la avenida Blasco Ibáñez, los bloques portuarios estaban condenados a la demolición. De hecho, la ampliación de Blasco Ibáñez tenía de ancho lo mismo que el bloque. Eran el tapón final del sueño de Rita Barberá, el muro que cegaba su aspiración. La decisión de derribarlo era una de las más cuestionadas dentro de una operación urbanística de por si polémica. Si se mira un mapa de la ciudad se comprobará que en el caso de que se hubiera realizado la prolongación de la avenida Blasco Ibáñez en línea recta jamás habría pasado por los bloques portuarios, sino que habría caído sobre el balneario las Arenas. Pero el balneario es un hotel de lujo propiedad de José Luis Santos, y los bloques portuarios sólo son casas de gente humilde. La elección estaba clara: prolongación en zigzag y abajo con el edificio de los pobres. A este respecto, el entonces vicealcalde Alfonso Grau, aseguraba en 2012 que el Ayuntamiento iba a demoler “ese bloque horroroso”. “Mantenerlo no se le ocurre ni al que asó la manteca”, decía. Cinco años después el bloque horroroso sigue en pie.
Las paradojas en torno a los bloques son muchas. El carril bici que llega hasta la playa pasa junto a ellos, normalmente utilizado por miríadas de turistas que pasan de largo mirando sin ver, buscando la playa que se halla a apenas quinientos metros. Los días de asueto, la zona es empleada para aparcar por quienes los conocen. En los márgenes del campo de fútbol se acumulan unas cuantas botellas de plástico y otros restos de basura menores (bolsas de salados, plásticos, alguna zapatilla vieja…). Los servicios de limpieza rara vez se aproximan allí, los baldeos son celebrados casi como una noticia, así que en muchas ocasiones son los propios habitantes de los bloques los que organizan batidas y recogen la basura. El parque infantil situado enfrente de la cara este de los bloques, en la plaza de los Hombres del Mar, está muy cuidado y los juegos infantiles no han sufrido ningún tipo de vandalismo, si bien parece que lleven allí muchos años sin ser renovados.
De los 168 viviendas que conforman los bloques, aproximadamente unas 50 son propiedad de particulares que las adquirieron después de la concesión que tenían en su origen. Muchos de estos propietarios son vecinos del barrio que llevan generaciones viviendo en el Cabanyal. Los otros apartamentos han pasado a ser de titularidad pública (Ayuntamiento, IVVSA). Los pocos que están sin utilizar son los que han sufrido incendios, el último de ellos el pasado 12 de julio, hace casi un año, y los que están tapiados. Hay varios alquilados y muchos ocupados, con una peculiaridad: los okupas son familiares de propietarios. Ése es el caso por ejemplo de Samuel, 24 años, con dos hijos, que vive de vender en mercadillos. Acaba de llegar del Mercado del Cabanyal. Tiene a sus hijos escolarizados en la zona y su mujer y él quieren empadronarlos para que no les saquen allí. Ante la imposibilidad de encontrar casa, decidió okupar la vivienda vacía propiedad de la Administración que está justo enfrente de la de su padre. Le da apuro reconocer esta situación.
La mayoría de los habitantes de los bloques son gitanos, como Antonio y Tamara. Mientras Tamara habla con unas vecinas, Antonio explica que se dedica a la venta ambulante. Sin apenas interrumpir su discurso, llama la atención de una de sus hijas, que está jugando con un monopatín, y continúa relatando su día a día. Otros pocos viven de la chatarra y el rastro. Pero no sólo viven calés allí. Hay también dos conocidos periodistas payos: Abelardo Muñoz, uno de los grandes veteranos de la prensa valenciana, y Sergi Tarín, del diario La Veu, quien decidió instalarse en el edificio como forma de protesta contra la prolongación de Blasco Ibáñez. Tarín habla de sus convecinos con afecto (“son encantadores”), les ha dedicado un documental y aunque colabora en muchas de las actividades que desarrollan, le gusta ocupar un segundo plano. Otro tanto pasa con Muñoz, quien sale en defensa los bloques y sus habitantes (“que la gente sepan como son, que vengan”, pide).
Algunos vecinos tienen familiares fuera de los bloques, como Jesús, quien presume de Moche, su hermano mayor, del colectivo Brufol. Moche es mediador escolar, especializado en absentismo escolar, y ha desarrollado en el cercano colegio de Santiago Apóstol talleres sobre habilidades sociales, cyberbullying e igualdad de género. “Es también pastor”, dice Jesús de su hermano no sin orgullo. Moche llega poco antes de las doce del mediodía. Relata como cada jornada se acerca a los bloques a ver a su familia y a preguntar por los chavales de la zona. Aunque ya no vive allí, ésa sigue siendo su casa. Más del 90% de los niños con los que trabaja en el colegio están en riesgo de exclusión social. Pese a la miseria, todos insisten en que la delincuencia es inexistente en la zona y que nadie vende droga. Samuel, expresivo, asegura: “Si veo a alguien que intenta venderla aquí le…” Y ahí calla, tras inspirar.
Abuelas, nietos, hermanos, primos… la familia es una institución casi sagrada. Algunos, como el matrimonio formado por Pilar y Marcos, llevan en València décadas. “Hace 45 años que vine de Galicia” concreta Pilar. “Vine con 17, que me trajo él”, sonríe señalando a su marido. La familia vive de lo que vende en el mercado, pero ahora se encuentra con un problema insoslayable: por un error de la gestoría, estuvo dada de alta más meses de los que realmente trabaja. Su deuda con la Seguridad Social asciende a 9.000 euros, dice, y le imposibilita trabajar en los mercadillos públicos. Pilar habla de Marcos. “Es poeta”, dice. Con sus ojos azules, mira a su marido, ahora incapacitado, sentado en una silla de ruedas y se lamenta: “Qué lástima que no hubiera tenido un padrino”. Pilar entra en su casa y saca un opúsculo que redactaron unos voluntarios en el que se relata su vida. Enseña una foto del día de su boda. “Qué templado”, dice mirando la imagen de Marcos; “y yo qué guapa”, sonríe. Marcos coge el libro y hojea uno de los poemas. Cierra el libro y lo deja en su regazo.
Sergi Tarín cita a Tomás Correas como el interlocutor de los vecinos. Portavoz de la asociación Millorem el Cabanyal, Correas es cabanyalero de cuarta generación. Acaba de llegar de comprar en el supermercado. Tras guardar la compra con su mujer, baja y saluda a sus vecinos. Vive en una tercera planta. Una de sus hijas, en uno de los bajos. Su obsesión es que la gente de València rompa con los moldes, con los estereotipos que tienen respecto a ellos. Su luenga barba recuerda a los ZZ Top, comentario que le hace sonreír. Los conoce y mucho. “Qué buenos eran”, asiente. Correas vive de sus “chapucillas”. Pinta casas, trabajó en la panificadora de Estellés en Borbotó durante varios años, va al Rastro. Hace unos días le visitó una joven estudiante y le preguntó si era el Patriarca. Tomás se ríe al recordarlo. “El Patriarca”, cabecea. Y es que el desconocimiento en torno a la realidad gitana sigue siendo un problema, tal y como señala Juan Escudero, de la asociación cultural Confianza. “Aún vivimos en guetos”, critica este vecino del barrio de La Plata. Escudero organizó esta semana una protesta frente al Ayuntamiento de València. Activista del pueblo gitano, reclama que desde la administración autonómica se les dé un trato específico, y no se les incluya en Diversidad, como partes de un todo. “Estamos aquí desde 1417; creo que ya toca que se nos deje ser gitanos”, dice.
Uno de los problemas más graves que tienen los bloques es el abandono de algunos de los edificios, especialmente de aquellos en los que la Administración ha sido propietaria de muchas viviendas. Muchos han sido ocupados, en algunos casos por delincuentes de perfil bajo vinculados las drogas. Los pisos destrozados son frecuentes. “No ha habido ni mantenimiento ni cuidado”, certifica Correas. Es por eso que en algunos de ellos no funcionan los ascensores y, para evitar accidentes, los propios vecinos han tenido que poner piedras de obra en la puerta que impidan abrirlos. Algunos huecos de escalera están más limpios que otros, pero la mayoría de las casas están perfectamente adecentadas, y algunas semejan tan impolutas como pisos de zonas de más nivel económico. La situación cambiaría, dice Correas, “si se pusieran las viviendas en uso con alquileres sociales”. Algunos están cansados ya de tantos años de abandono público y miran con recelo a la Administración.
La peculiaridad de los bloques no sorprende en los despachos del Ayuntamiento. El alcalde Joan Ribó habla de ellos con conocimiento. “Los niños están escolarizados en Santiago Apóstol”, comenta. El conjunto, admite el alcalde, “tiene unas condiciones peculiares: está aislado pero hay participación…”. Es por eso que dice que tendrá un tratamiento específico. “Lo queremos diferenciar del resto del barrio”, asegura, antes de prometer que no está entre sus planes demolerlos. “No; en este momento no nos planteamos derruir el edificio”, afirma. “Ése es el último tema que debemos abordar. En su momento lo tendremos que analizar, pero antes de hacer eso hay una serie de actuaciones que nos parecen más prioritarias”. De ahí que quiera transmitir “tranquilidad” a la gente que está en los bloques. “Todo lo que podamos hacer con ayuda social se hará”, dice; “se está haciendo y se hará más”, agrega Ribó.
En su mente está el conato de enfrentamiento que tuvo lugar a mediados de febrero, cuando las excavadoras hicieron acto de presencia en la zona. Según explica el concejal de Urbanismo, Vicent Sarrià, los trabajadores de la contrata Pavasal habían recibido la orden de habilitar el campo de fútbol de la cara oeste para que sirviera como aparcamiento provisional de los vecinos del barrio durante las obras de regeneración. Hubo tensión. Los habitantes de los bloques se opusieron de forma frontal. Aquel espacio es el único lugar donde pueden jugar sus hijos. Tras gritos y nervios, las excavadoras se fueron por donde habían venido. Pese al incidente, tres meses después, algunos trabajadores de Pavasal aparcan en la zona, junto al campo de fútbol de Doctor Lluch, conscientes de que no hay riesgo para sus vehículos. Un jueves, a las tres y media de la tarde, uno de ellos, vestido con un chaleco reflectante indicativo, duerme una pequeña siesta en su coche mientras los niños de algunos bajos juegan en piscinas de plástico a apenas doscientos metros.
Son diversos los colectivos que trabajan en la zona, además de Brufol y Millorem. Algunos como Cabanyal Horta han llevado hasta la zona pequeñas plantaciones de huerta. Ribó conoce alguna de estas iniciativas y las califica de “muy interesantes”. Valorando estas propuestas, Correas empero advierte que hace falta un trabajo más intensivo que ayude a “erradicar las bolsas de pobreza”. “Se trata de hacer llegar a la gente que los habitantes de aquí tienen derechos y quieren tener obligaciones. En estos momentos no hay un plan para integrarles en la sociedad. Si el barrio tiene encanto es porque tiene una historia de gente humilde, gente que tenía que luchar por su espacio y que lo han defendido con uñas y dientes. Intentar transformar el barrio en algo que no es sería un error. Si quieres revitalizar el barrio tendrás que aplicar políticas sociales en el sentido amplio del término, ver cómo se puede ayudar, sí, pero no para mantener a la gente toda la vida, sino articulando mecanismos que les permitan ser autosuficientes y no depender de la ayuda social”.
Cualquier presencia policial es recibida con cautela. Aunque los agentes de la zona les conocen, alguna vez han sufrido los prejuicios de los más inexpertos. En una ocasión, un policía local le aseguró a Correas que casi todos los jóvenes de allí eran delincuentes. Correas ni se indignó. “Menudo tipo”, comenta al recordarlo. Pero no es lo normal. Un viernes por la mañana dos unidades de la Policía Local se acercan a la zona, buscando a una persona. Cuando se les pregunta qué buscan, uno de ellos responde irónico: “Venimos a ver si compramos un piso”. Mientras el oficial y un suboficial suben a buscar al vecino, abajo, en la calle, otro agente juega con una pelota de fútbol con uno de los chiquillos. Correas habla con los dos agentes que han subido a buscar al vecino, que no estaba en su casa, comentan la situación y, finalmente, los agentes se van.
Con la llegada del calor, la presencia de gente en la calle es mayor por la noche, especialmente los fines de semana. Salir ‘a la fresca’, esa tradición tan valenciana, ahí es norma. Un sábado por la noche, un grupo de cuatro vecinos se sientan con su sillas de plástico y una mesa de camping enfrente de la puerta de la Casa de los Toros a jugar al truc bajo la luz de una farola, mientras sus familiares hablan de la vida. Junto al campo de fútbol, un grupo de chicas se reúnen para bailar canciones en torno a un móvil amparadas por un árbol. Mientras, más alejados, un grupo de adolescentes, bien vestidos y arreglados, todos chicos, hablan en torno a un banco. Correas está preparando unas jornadas de actividades abiertas al barrio para el próximo sábado 17 de junio. Antes, este febrero, tuvo un considerable éxito la jornada Dikela Misthos que organizaron desde Millorem el Cabanyal y que permitió que mucha gente conociera su realidad. Diklea Misthos es una expresión en calé que significa mira bien, mira atentamente. Y eso es lo que Correas quiere que la ciudad haga con los bloques: que les miren bien, que les miren a los ojos.