Dos años a la intemperie. Sin fiestas que les abriguen, ni collas d'amics que vayan a merendar. Fabián es uno de esos negocios familiares que no prende sin la mecha de las fiestas
VALÈNCIA. Es una tarde de mediados de marzo, en la que no hace ni frío ni calor, pero sí corre un ligero viento. Tiempo de Fallas, que se dice, aunque no haya Fallas que valga. El clima no entiende de estas omisiones y, por tanto, anuncia la primavera con un rastro floral -ni rastro de pólvora-. Mientras camino por las calles del Ensanche, me voy cruzando con los niños que salen del colegio, y pienso que les falta algo sin los petardos en la mano. Los padres les recolocan la mochila y procuran que, por lo menos, tengan la merienda de las vísperas de fiestas, así que me descubro procesionando a su paso hasta la puerta de mi destino. Fabián, la orxateria de la calle Císcar. Están empezando a recoger las mesas, porque solo pueden abrir la cafetería hasta las 18 horas, pero la ventanilla sigue en marcha, y lo estará mientras haya masa de buñuelos que echar al aceite. Las familias se ponen en fila, y la fila ya da la vuelta a la esquina. La espera merecerá la pena si, cuando llegue su turno, todavía quedan buñuelos recién hechos, para sucar en chocolate caliente y, de un bocado, empezar a viajar en el tiempo. Hasta las noches de humo y fuego.
Eso, si Alicia no sale antes para anunciar que se han terminado. "Hay días que no duran ni dos horas, pero no podemos hacer más, porque somos cuatro personas", comenta. Ella se pone junto a Elena, la bunyolera que mueve la pala en el aceite, sobrina de los anteriores dueños y con veinte años de experiencia en el oficio. Su marido, Luis, le ayuda a despachar a la gente que pide por docenas. Y la hija de él echa una mano con el chocolate y los cafés que salen de dentro. Toda la familia empujando por un negocio veterano que, sin pandemia mediante, ahora estaría en su mejor momento del año y contaría con 20 empleados para cubrir la afluencia de clientes.
Hace un año y quince días, me recuerdo sentada en estas mismas mesas de mármol, rodeada de azulejos de cerámica, con todo el imaginario valenciano a favor del sentimiento de hogar. Yo era otra, pero es que el mundo también. Estaba desayunando con un buen amigo, que siempre desayuna en Fabián, y tenía planes de verbena para el fin de semana, sin imaginar la que se nos vendría encima. El coronavirus era una palabra curiosa en una noticia lejana, algo por lo que querían suspender el Mobile World Congress de Barcelona. Cómo saber que se convertiría en una pandemia mundial, fundamento de tanto dolor, y causante de dos años de orfandad para los falleros. Las repercusiones económicas han sido devastadoras, todos los hosteleros las están sufriendo, pero unos más que otros. Porque los negocios familiares, y singulares, como las churrerías o las bunyolerias, las chocolaterías y las horchaterías, que son síntesis del carácter valenciano, están al límite. "Este negocio vive gracias a las Fallas y la Navidad; el resto del año, sobrevive. Hemos pensado en cerrar muchas veces en estos meses", admite la propietaria.
Casi cuatro décadas de historia entre servilletas de papel y olor a bunyuelo frito, porque Fabián tiene esa estética decadente y esa luz molesta de principios de los 80, que de algún modo nos obliga a amarlo y venerarlo. Alicia (Fortuño) se ha planteado la reforma, pero al final nunca se atreve, a riesgo de quitarle "la esencia". Cogió el testigo de los anteriores dueños hace cinco años cuando buscaba dar el salto de la hostelería de Benigànim a València, y entonces se enteró del traspaso de este negocio legendario. Le acompaña Luis, su pareja, poco amante de la prensa. Les ha ido bien, en parte porque su estrategia empresarial ha sido no hacer nada, tocar lo justo, para conservar a la clientela del barrio e ir ganándose a los nostálgicos de lo clásico -anda que no hay público en Instagram-. Aquí se viene a por buñuelos y chocolate; si es verano, a por fartons y orxata; pero nada de churros. La novedad más destacada ha sido la repostería casera, como las cocas de llanda y las tartas de manzana -aceptan encargos sin gluten-, pero las recetas son tan familiares y secretas como la del xocolate y el bunyol. "Viene mucha gente preguntando", dicen.
Nosotros no íbamos a ser menos, y lanzamos la interpelación: ¿Cómo se hacen los buñuelos? "A ver, es un arte. A mí me tuvieron que enseñar", reconoce Alicia, quien aprendió de los antiguos propietarios. Al contrario que con los churros, la masa del buñuelo se tiene que trabajar con antelación y se deja fermentar durante una hora. En Fabián es un procedimiento artesano, que siempre se hace a mano, y del que se viene encargando Luis. Al freír, la bunyolera les van dando su característica forma, con el agujero en el centro, y ese tamaño generoso que le ha valido la fama al establecimiento. Sin desmerecer la textura. Cuando coges un buñuelo de Fabián entre los dedos, cruje; no hay un exceso de azúcar ni de aceite; presume del equilibrio preciso entre la masa esponjosa y el cuerpo contundente, que le permite resistir el baño de chocolate. De camino a la boca, estalla la fiesta: todas las fiestas imaginables. Las de la infancia en el patio del colegio y los bailes hasta la madrugada de la juventud; tardes de merienda en el casal con los amigos de la Falla o domingos que se mueren después de la paella.
Todos esos momentos que nos arrebataron y seguimos esperando recuperar.
Si este fuera un mundo normal, estaríamos haciendo cola en la puerta de Fabián para sentarnos en el interior -no se aceptan reservas-, mientras las calles están desbordadas de transeúntes que visitan los monumentos. Al final, la melancolía les va a sentar bien a estas fiestas. Pero como son tiempos pandémicos, nos tenemos que conformar con hacer cola frente a la ventanilla para pedir media docena y llevarnos la bolsa a casa, suponiendo que alguno llegue vivo. Por costumbre, en Fabián preparan buñuelos desde principios de octubre hasta mediados de mayo, sacando una tanda de mañanas -a las 8, para que estén listos a las 11- y otra remesa de tardes -a partir de las 17 horas-; si bien es cierto que, durante la época de Fallas, se sirven de manera ininterrumpida hasta la madrugada. Si ahora están dispensando 600 buñuelos al día, hace dos años eran 6.000, lo que implica que el establecimiento está facturando el 10% de lo habitual. No hay falleros, ni turistas, ni collas d'amics que se reúnan para echarse la merendola. En un establecimiento que vive de la rotación, porque el ticket medio no supera los 10 euros por persona, es una tragedia.
"La Navidad nos salvó un poco, pero tampoco fue una campaña normal, diría que estuvimos al 40%. Luego nos volvieron a cerrar", relatan. Y así van estirando del hilo de un año especialmente doloroso. "Estábamos en plena temporada cuando, en marzo de 2020, anunciaron por televisión que la hostelería tenía que cerrar", recuerda Alicia. El mundo se le cayó encima y pensó, más de una vez, en bajar la persiana de forma definitiva. "Ha sido horrible, hemos pasado momentos muy duros, y no encontrábamos el ánimo", admite. Solicitaron las ayudas, renegociaron el alquiler del local y se acogieron al ERTE, después de despedir a todos los trabajadores eventuales que habían contratado para las fiestas. "Lo que se olvida es que teníamos que seguir pagando la luz, que son unos 800 euros al mes en este local. También cumplíamos con nuestros impuestos, aunque no estábamos realizando ninguna actividad y, por tanto, no estábamos facturando nada", se queja, y entonces se percata: "Un año entero sin cobrar, no sé ni cómo hemos tirado".
Pues aquí están: huérfanos de Fallas, y por segundo año consecutivo. A la vista del desolador escenario, Fortuño no comparte las decisiones políticas que se han ido adoptando, por cuanto "no tienen en cuenta" al sector hostelero. "Parece que seamos el gran foco de contagio, cuando aquí hemos cumplido con todas las medidas, respetando aforos y distancias, y desinfectando cada una de las mesas", reivindica. De hecho, han llegado a perder clientes por llamarles a que respetaran las normas de seguridad. "Por ejemplo, con que nos hubieran dejado abrir hasta las 20 horas, como a los otros comercios, nos habrían ayudado mucho con las meriendas", lamenta. Su caso es singular, por cuanto tampoco pueden buscar vías alternativas ni reconducir el negocio hacia el delivery. "Si me pongo a dar comidas o a vender buñuelos por Internet, me cargo toda la esencia histórica de Fabián. Aquí se viene a desayunar o a merendar, a pasar una tarde de Fallas, porque es una costumbre. Llegas, te pides tu buñuelo y te lo comes caliente", defiende.
Así como hay clientes que no entienden el dolor por el que atraviesa la hostelería, los de toda la vida están teniendo gestos de cariño con la familia. "Hay una mujer que siempre me hace encargos grandes, ayer fueron 80 empanadillas. Ahora ya no vienen las comisiones falleras ni grupos grandes, así que no veas cómo se nota", valora. La solidaridad ha sobrevivido al virus; incluso podríamos decir que se ha sobrepuesto. Mientras esperamos a que se deshaga la fila en la calle, para que Kike Taberner pueda disparar la última foto del artículo, la noche se nos echa encima "A ver si cambiamos ya al horario de verano", comenta uno de los que esperan. Pues sí, pero oye, ¿será por paciencia? Este año la hemos entrenado a conciencia. La temperatura es buena, y Alicia nos ha servido una taza de chocolate con tres buñuelos, que es la cantidad perfecta para merendar. Por un momento hay un tenue -misterioso- halo de esperanza.
Por un momento, hasta diríamos que habrá Fallas en 2022.