En los años ochenta, una banda de rock femenino cantaba “Me gusta ser una zorra”; un rockero asturiano gritaba “Heil Hitler, no me gustan los jipis” y un grupo de punkis gallegos llenaban sus conciertos con temas como “Ayatollah, no me toques la pirola”. Las Vulpes, Jorge Martínez, líder de Los Ilegales, y Siniestro Total tendrían hoy problemas con sus letras: en el primer caso porque no se concibe que en una sociedad igualitaria y democrática a una mujer le guste ser una zorra; en el segundo por apología del nazismo y en el tercero por riesgo a que los músicos de Siniestro Total compartiesen el destino de los dibujantes de la revista satírica Charlie Hebdo. Con algunas cosas no se puede bromear (libertad, sí, pero siempre dentro de un orden).
En aquella nuestra primavera de Praga, que duró las dos primeras legislaturas de Felipe González, la libertad de expresión funcionaba. Entonces, iba de la mano del humor, hoy en progresiva retirada; de la ironía, figura literaria que cada vez menos gente entiende, y de la ausencia de muchos tabúes. Además, en aquella sociedad había menos intolerancia y victimismo.
La España de los ochenta, la que yo conocí, el país de la movida, de las primeras películas de Almodóvar, las chaquetas con hombreras y el maquillaje de los nuevos románticos, aquel país gozosamente financiado con el dinero francés y alemán, se gustaba a sí mismo. Había optimismo —en gran parte infundado— y mucha confianza. Se admitían hasta los matices y los grises en los análisis, y el defecto español de dividir a la humanidad en amigos y enemigos se había suavizado durante la Transición. Era, en suma, un país en el que se podía hablar y escribir con relativa libertad, sin temor a que un guardia viniese a imponerte una multa por emplear un lenguaje inapropiado.
En esto como en tantas otras cosas, España ha dado marcha atrás. Hoy, en nombre de corrección política (otro invento nefasto de los yanquis), los nuevos puritanos, en gran parte vinculados a los partidos de izquierda, aplican políticas y aprueban leyes que facilitan la censura y la autocensura en los ciudadanos y los creadores. Eso se aprecia en los comportamientos más cotidianos, por ejemplo, en el trato entre hombres y mujeres, que se ha convertido, en muchos casos, en un asunto artificial y engorroso. ¿Le cedo el paso a mi compañera de trabajo en el ascensor o me acusará de micromachista o de algo peor?
El moralismo de una minoría hecho ley
El propósito de los nuevos puritanos es el mismo del nacionalcatolicismo en el franquismo: convertir en ley obligatoria para todos lo que es el punto de vista moral de una minoría. Si los obispos herederos de la Cruzada se escudaban en la preservación de las buenas costumbres, los nuevos inquisidores enarbolan la defensa de la igualdad entre los hombres y las mujeres y el respeto a los derechos de los cientos de minorías que conviene mimar y proteger.
La llegada del zascandil Zapatero al poder supuso una vuelta de tuerca a la corrección política. Se nos dijo cómo teníamos que hablar, escribir y actuar. Había que decir ‘miembros’ y ‘miembras’, el ‘alumnado’ en lugar de los ‘alumnos’ y, por supuesto, no se podían mencionar palabras como ‘mariconada’, ‘negro’ y ‘moro’, todas ellas con larga historia en el diccionario de la RAE.
No se conforman con decirnos cómo debemos comportarnos sino que además quieren destruir la lengua castellana para satisfacer a una minoría de feministas histéricas
Pero, como no les era suficiente con decirnos cómo debíamos hablar y comportarnos, se reescribió la historia contemporánea de España en episodios trágicos como la última guerra civil para hacernos creer que era un cuento para niños en los que había unos señores muy pero que muy malos (los franquistas) y unos caballeros encantadores y bondadosos (los republicanos). Y ganaron los malos con la ayuda de papá Hitler. La vida, como la historia, es un asunto más complejo.
La política de ingeniería social de Zapatero —el peor gobernante español de los últimos doscientos años si exceptuamos, tal vez, a Fernando VII— puso las bases de un totalitarismo suave, tremendamente sugestivo por su buen rollo y hecho de emoticonos con sonrisas siniestras. Años después, cuando Pedro Sánchez ha accedido al Gobierno por la puerta trasera, las cosas van a empeorar. Al parecer, el trabajo sucio se lo ha encargado a la vicepresidenta Carmen Calvo que, como no podía ser de otra manera, procede de las filas del zapaterismo.
¡Qué culpa tiene la Constitución!
Algunos esperábamos de un Gobierno socialista que derogase la reforma laboral, pero nos equivocamos. ¡Ingenuos! La prioridad era otra: imponer una agenda política, entre intervencionista y folclórica, que invade la intimidad de los españoles. ¡Hasta quieren abrir de piernas a la pobre Constitución para penetrarla con el lenguaje inclusivo! No se conforman con decirnos cómo debemos vivir la sexualidad, ni con perseguir a los conductores con vehículos diésel, ni con impedirnos asistir a espectáculos como los toros, que ahora quieren destruir la lengua castellana, el patrimonio más preciado de este país. Y todo para contentar a un puñado de fanáticas feministas.
Esto lo quieren llevar a cabo quienes siempre están hablando del respeto a los derechos. ¿Se han mirado en el espejo? ¿Qué concepto tienen de la libertad personal? ¿Esto no es autoritarismo? ¿Saben que sus propuestas, de salir adelante, nos harían menos libres y más vulnerables? Nos libramos de la moralina de los curitas y ahora hemos de padecer a esta caterva de últimos inquisidores que quieren medir el significado de nuestras palabras y el largo de las faldas. Extraña democracia la nuestra.