La Consentida edita el tercer poemario de la hispanoperuana, un volumen que contiene oscuras visiones brillantes y un número de versos inolvidables fuera de lo que es común
VALÈNCIA. Los ojos en blanco, incorporada en la cama, como una vampira maternal. Atrás está la selva y ante todo ello un marco, de un cuadro o una ventana. Alrededor, la negrura. Persignación: nos adentramos en un libro de poesía y arranca con el Nuevo Testamento. La entrada en el año, aterrizaje de emergencia o espectacular siniestro, está siendo cuanto menos complicada. Dos mil veinticinco pide lecturas que nos saquen por la puerta de atrás de la realidad, donde nos esperará un vehículo y una mujer con el cuello demasiado largo que amamanta a un niño desproporcionado. No hay quien aguante tanta geopolítica, a tanto geoestratega, tantos intereses geopolíticos en este final de primer cuarto tan prosaico y letal. El caso es que el cuerpo pide poesía en un fútil arrebato de resistencia autoparódica. Reírse de uno mismo es sano en este mundo del Comediante.
La poeta María Elena Blay Chávez, nacida española y peruana, opta por ello para empezar su poemario —el tercero— Manierismo y la herida, y lo hace asegurando performar la Palabra, dar besos de Judas, lavarse las manos ante las injusticias sociales como Poncio Pilato, “y solo me rasgo las vestiduras / ante los atropellos estéticos / recordando el gesto de Caifás, soy Suma Sacerdotisa de la tontería”. Qué definición más excelente. Hay que conocerse, entenderse y tomarse no demasiado en serio (ni en un sentido ni en el contrario). Mirarse en el espejo y ver un Vertumno: aceptar que todo cambia y que nada permanece, y seguir adelante con un aspecto intermedio entre lo grotesco y lo solemne, señalando, como la autora, la afectada piedad de Abel y el tremendo daño de su sacrificio, accidental además, que cargó a su hermano con tan mala prensa, con la marca y con la insoportable condescendencia de toda una civilización.
Factos poéticos de Blay: “Todas las culturas creyeron en el miedo al reflejo invertido / No soportas mirar a una persona que deseas / por lo mismo que no soportas mirarte al revés. / Se te aparecería el diablo”. En el poema Hesperia aparecerán de nuevo los frutos (y las serpientes). No solo es objeto de escarnio el ser humano en primera persona, también la especie al completo sale malparada en su comparación con las proezas biológicas de muchos otros seres vivos. La conclusión es que mentimos, que nuestro poder es lamentable. Nuestra vista parece una broma en comparación con los del camarón mantis y su visión triple en cada ojo.
Con todo y con eso seguimos perpetuando la especie, nacen los hijos, cambian los ombligos, se dan los abandonos y lo que conllevan. Más mitología: “Yo soy el Minotauro / cada cierto tiempo / me sacrifican tiernos mancebos / para aplacar mi ira. / Estoy en un laberinto que construyeron / los presagios de soledad / y la incapacidad de comunicación / de los seres humanos”. Luego, dos pesadillas, un gato negro hierático y una familia siniestra de ojos rojos, una construcción en abismo que revela la angustiosa verdad, y finalmente, tras un largo poema-declaración de título Lo que no se nombra es el título, llega la noche y por último la herida. A estas alturas ya podemos decir que hemos leído un magnífico libro de poesía y que la realidad, durante un tiempo, se ha vuelto un poco mejor, lo que nos coloca en esa línea de dolientes que lloran al difunto conde de Orgaz tras la máscara del propio autor, que nos mira a los ojos con cierta socarronería desde el lienzo y desde un lugar a cuatrocientos y pico años de distancia, porque de algún modo se lo veía venir, y mientras no se degraden los pigmentos ahí seguirá, como nosotros, que dejamos aquí por escrito lo que somos en este instante.
¿Y dónde está mi Hölderlin? —se pregunta la autora. “Si estamos hechos el uno para el otro. / Yo que también me hacía llamar Diotima en mi tierna juventud. / Antes de que nos viéramos / afines en lo insondable / se conocieron nuestras almas. / Anoche soñé con Hölderlin. / Lo perdía de vista en el ascensor. / Él iba en silla de ruedas y yo sólo estaba vendada / pero las enfermeras también me veían malherida. / Nadie quería que estuviéramos juntos ni siquiera en la desgracia / Las caras de los otros enfermos / la pesadilla de la historia. / Al borde de la esquizofrenia, no hay que jugar con esto. / Sin embargo, siempre visualicé una despedida así, / como tras la mirilla de la puerta. / Supongo que ahora sólo me quedan dos años / Y Hölderlin afirmando con el dedo en alto / que los dioses ya nos lo tenían asignado, / pero es el mismo crimen una y otra vez”. Una y otra y otra vez. El mismo crimen, la misma piedra. Seguimos debatiendo si el tiempo existe: existe el cambio, seguro.
¿La repetición es cambio? ¿Un péndulo libre de fricción en movimiento perpetuo indicaría la existencia del tiempo? La poesía existe. Pero, ¿y María Elena Blay? ¿Y Hölderlin? ¿Existen Teresa Juan, Ximo Rochera y Mireia Pérez? Este texto se termina de escribir en una nueva jornada, pronto por la mañana, tanto que aún se alcanza a ver la ropa de cama cubriendo a las dos figuras en la portada: la selva despierta o cambia de turno, los sonidos adquieren texturas diurnas. A este lado hierve una cafetera y al otro, en el libro, las formas bajo la sábana se individualizan. ¿Eran realmente dos allá abajo, o eran una arcilla familiar que solo colapsa la función de onda cuando la leemos? Se distinguen unos puños, unas manos, unas cabezas, unas espaldas, unos brazos, unas piernas. Se abre el telón y ambas, ahora sí, se manifiestan totalmente reconocibles, una, la de menor tamaño, apura el sueño. La otra, incorporada y taciturna, mira al infinito con ojos espectrales. Comienza la responsabilidad. Comienza un nuevo día. Un nuevo crimen.
La nueva obra de Maria Aucejo recorre la AP-7 como símbolo de un mito original: un viaje a la modernidad de la España de los 70s a través de iconos arquitectónicos a medio camino