La reflexión sobre la marca turística valenciana puede ser un buen inicio para empezar a repensar nuestra identidad de una forma constructiva
Decían Los Chikos del Maíz y Habeas Corpus en 2013 que el miedo iba a cambiar de bando. La suma de la profecía marxiana de la Historia repitiéndose como farsa a nuestra particular idiosincrasia ha provocado que lo que haya cambiado de bando en el País Valenciano sea el sainete. Al menos voluntariamente, puesto que hasta la fecha no nos consta que la meritoria “Operación Telefunken” optase a la Palma de Oro. Si antes fueron camisetas, primeras piedras y latas de refresco, ahora es el PP quien sorprende con dosis desbordantes de nuevas técnicas parlamentarias a cargo de Isabel Bonig y Jorge Bellver, tal y como vimos el pasado jueves a cuenta de la enésima revisión del debate identitario: desde acusar al Consell de ser apóstata de la paella hasta dibujar un bonito Fondo Sur de Reales Senyeras en la mejor tradición de los Yomus.
Como decía en el mismo debate Josep Nadal, el portavoz de Compromís, el debate identitario ha envejecido mal; suena a antiguo y poco conexo con la realidad. Es por eso que, como estrategia partidista para embarrar el terreno político, se ha articulado cierto consenso entre los integrantes del Pacte del Botànic y Ciudadanos con el único objeto de derogar una ley que cristalizaba una cierta noción muy limitada de la identidad valenciana. En positivo, hay pocos acuerdos de fondo. Y quizá sea bueno.
Ya advertía el sociólogo Josep Vicent Marquès -posiblemente el intelectual valenciano más lúcido del siglo XX- que el problema com la identidad valenciana era precisamente de saturación, lo que él denominaba hiper-ideologización: hay un exceso de significantes y significados flotando en el aire cuando se habla de valencianidad que acaba deviniendo en paralizante. El único consenso político amplio es, pues, que la identidad valenciana es un magma en construcción que no puede ser congelado en una ley, sino que debe desarrollarse en muchas acciones concretas a lo largo del tiempo y el espacio. No es un mal inicio, sabiendo de donde venimos.
Hay que remontarnos a 1982 para encontrar un contexto similar al actual. Un tiempo muerto entre un (auto)golpe de estado y un gobierno operativo, entre una UCD que no acababa de desintegrarse y un PSOE que no acababa de llegar; lo que Bertolt Brecht denominaba crisis y ahora la cultura pop describiría como que los zombis son capaces de morder. En aquel año la sociedad valenciana descubriría el valor de su Estatut consensuado en Benicàssim, reducido a papel higiénico por los dos grandes partidos en el Congreso y finalmente aprobada sin referéndum, mientras paralelamente se pactaban encima una Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómica, la llamada LOAPA que después el propio Tribunal Constitucional habría de tumbar parcialmente. Pero en ese entorno aún de bombas y crispación social, la Diputación de Valencia, con el concurso del Ayuntamiento de la ciudad y la Universitat preparaba su primera gran exposición cultural ambiciosa en términos de relato histórico.
“El País Valenciano revive su relación con el Renacimiento” titulaba 'El País' en aquel marzo de 1982, aún en pleno debate estatutario y los últimos estertores de la Transición. La Diputación montaba en la Nau y el Colegio del Patriarca dos exposiciones sobre la Toscana de los Medici, en la línea de un hermanamiento entre la Diputación de Valencia y el gobierno regional de la Toscana y a través de un proyecto del Consejo de Europa en el que también participaba la ciudad de Marsella. Valencia unía a los materiales florentinos sus propias colecciones renacentistas, amén de la arquitectura de sus edificios, además de la edición de un catálogo de cuatrocientas páginas y múltiples actos culturales a lo largo de dos meses para explorar la conexión de la ciudad y reino de las Germanias y los Borja con Italia y el contexto europeo; un bosquejo de cultura local, relato histórico, identidad y una tímida invitación al turismo cultural y urbano cuando sólo existía el sol y playa y la Malva-rosa no era precisamente el paraíso de los bañistas que es hoy. Y el Mediterráneo como eje.
Fue una línea que siguió explorándose a lo largo de los años 80. El gobierno municipal valentino de Pérez Casado eligió, tras un proceso participativo “València, la mar de bé” como lema de la ciudad, uniendo relación con el mar y estilo de vida. La Mostra de Cinema de la Mediterrània, otra gran apuesta del gobierno municipal y del concejal Vicent Garcés, apuntaría en la misma dirección de crear puentes culturales con Italia, los Balcanes y los países árabes y del Magreb. Ya en aquel tiempo los concejales de AP y UV que después encuadrados en el PP habían de acabar con la Mostra convirtiéndola en festival de cine de acción llamaban despectivamente a los invitados “els moros de Garcés”. Desde luego, apuntaban maneras a cuál había de ser la política cultural de la derecha valenciana, directamente proporcional a su grado de alfabetización, es decir: cero.
En una escena internacional en la que muchos centro y norte-europeos descubrían literalmente el Mediterráneo cada año, éste estaba asociado a valores positivos: buen clima, un cierto grado de exotismo controlado por la pertenencia -presente o futura- a la UE y ciudades compactas y seguras con un cierto grado de vida cultural. La “marca España” por contra, se asociaba a ciudades de la Meseta, toros y un exotismo de diferente grado. La marca Valencia -ya sea ciudad, reino, país o comunidad -de vecinos- se asociaba, para la mayoría de europeos, más con una ciudad del interior de España que con un destino mediterráneo. Al menos estas eran las conclusiones del Libro Blanco del Turismo valenciano que el entonces conseller Andrés García-Reche impulsó en 1990 y que habrían de conducir a la presentación en sociedad de la famosa Mediterrània como marca turística, que aunque desapareciese como marca nos legaría la palmera tricolor de Mariscal como símbolo patrio más o menos -este sí- consensual, aunque fuese exclusivamente en términos de márqueting.
Es sabido lo que se llevó por delante aquel esfuerzo bienintencionado de construir identidad y autoestima asociando el País Valenciano a términos y valores positivos. Su principal enemigo, para variar, la perspectiva gallinácea de la patronal turística, en particular la de la provincia de Alicante con Benidorm como epicentro, entonces liderados por un prometedor alcalde aupado por un tránsfuga llamado Eduardo Zaplana. Mediterrània desapareció para que Costa Blanca pudiese sobrevivir sin competencia; y no hubo que esperar al PP: acabó con ella el PSPV-PSOE que entonces pensaba más en las elecciones de 1993, la LRAU de 1994 y la lluvia de millones en inversión inmobiliaria que habían de venir tras el Tratado de Maastricht y el avance hacia la unión monetaria. Llegamos a 2016 aún con tres marcas provinciales, dos de ellas con claro hedor a propaganda franquista -Costa Blanca y Costa de Azahar- y una tercera -hasta ahora, València Terra i Mar-, que se ha molestado en fingir que tiene interés por el turismo de interior y la cohesión territorial, aunque siempre ligado a los intereses de la institución y su indisimulada red clientelar.
Dos décadas después, no es de extrañar que el Consell, con Francesc Colomer al frente de la Agencia Valenciana de Turismo y figuras como Puig, Soler o Garcia Reche en el gobierno haya pensado en arreglar el desbarajuste de la promoción y política turística como primer paso en su esfuerzo de coordinación inter-administrativa con las Diputaciones provinciales. Aunque los días de vino y rosas en FITUR parecen haber pasado a mejor vida para la administración autonómica, las Diputaciones -especialmente las gobernadas por el PP y en concreto la de Alicante- no tienen ningún interés por mostrar una renovación ni tan siquiera estética y mucho menos de coordinarse para -como dijo en campaña el presidente Puig- coser el territorio valenciano, sea por interés partidista, por mentalidad provinciana o por ambas cosas. El Consell tiene la herramienta legislativa para obligarles a obedecer (la famosa Ley 2/1983 de coordinación), la competencia y la voluntad política, y es saludable que lo haga.
Pero además hay elementos que nos hacen pensar que la sociedad valenciana ha cambiado y es más difícil un resultado como el de Mediterrània en 1993 si realmente el Consell se atreve a arriesgar con una marca paraguas propia, si no directamente a recuperar aquella valiéndose de los informes. Fundamentalmente, tres décadas de modelo inmobiliario-financiero a todo gas no pasan en balde. Si a finales de los 80 aún podíamos encontrar un contraste entre la fachada litoral turística y un hinterland industrial y agrario, los años de Unión Monetaria y las sucesivas crisis -los 90 y la de 2008- nos han dejado una economía totalmente terciarizada en la que el turismo y la “turistificación” de los espacios han avanzado notablemente hacia el interior del país. Las casas, hoteles y productos de desarrollo rural, los distritos vinícolas, ferias, la recuperación del la elaboración tradicional del aceite, la pasa y otros procesos agrícolas, el senderismo y deportes de aventura o la restauración de patrimonio hacen ya que pocas comarcas valencianas escapen al influjo turístico.
Seguramente es la resaca de los tiempos de la burbuja inmobiliaria, que por primera vez extendió las garras de la construcción y las macro-urbanizaciones más allá de la primera y segunda línea de costa; los tiempos del golf, la Florida europea e imaginarse esquiar en agosto entre Orpesa y Cabanes. Todo el territorio tenía ya valor -aunque fuera para destruirlo, eso al gusto- y los conflictos identitarios e ideológicos quedaron sepultados por el sueño americano de como abrirse al mercado y venderse al mejor postor. De eso hablaba el difunto Rafael Chirbes en Crematorio; aunque el sueño terminó también lo hicieron los posicionamientos identitarios tradicionales para las nuevas generaciones. A los damnificados por la crisis o simplemente hijos de la precariedad no les dicen nada tan grandes debates con significantes identitarios de un país entre agrario e industrial que no es ya el suyo en absoluto. Hay un consenso social es el desastre del PP de la década pasada; pero también que todo el territorio es un conjunto susceptible de “interés turístico”. Y eso, más allá de consideraciones morales, ofrece interesantes perspectivas.
Ningún planteamiento de nuevo modelo productivo puede obviar la centralidad de la construcción de marca en el territorio; más aún en el contexto de distribución económica-territorial que representa la zona euro y el papel por el momento central de la atracción de inversiones. La cuestión es si somos capaces de que este proceso de construcción de marca sea algo más que un ejercicio de márqueting y se convierta en un proceso ciudadano útil. Como decían Marrades y Molins en la reciente presentación de su Nova guia de València, necesitamos relatos nuevos, que construyan identidad entre los residentes y sean capaces de sumar y atraer a nuevos perfiles más allá del turista episódico y vacacional -y también de la segunda residencia del jubilado- para invertir y gastar, pero también vivir, trabajar y aportar. Parafraseando a Molins y Marrades, un país, como una ciudad, que merece más que un simple polvo, pero que para ello debe descubrir su propia autenticidad.
Para descubrir quiénes somos, escuchar a la cultura, saber leer entre líneas, puede sernos bastante útil. La música, el audiovisual, la literatura y las artes plásticas de nuestros jóvenes creadores en los últimos años nos hablan de una particular obsesión -seguramente por ausencia- con la geografía, la huida forzada, el retorno y la construcción de un espacio entre imaginario y soñado por contraste al real. Basta con repasar nombres de discos de creadores valencianos para comprobarlo. Entre ellos destaca el nombre de Miquel Àngel Landete -Sénior con su Cor Brutal- que en su reciente València-Califòrnia resume sus propias influencias y viajes de ida y vuelta con la música y la cultura gringa, el folk y el country. Dos territorios alargados con un importante peso específico en su estado -de algo más del 10% de la población total-; conocidos por su buen clima y sus costas, destino turístico y universitario; dicotomía mal resuelta entre la costa y el interior; tejido industrial en crisis a pesar de algunos pocos sectores innovadores y cuentas públicas al borde de la quiebra. Cierta tradición progresista que no les impide encadenar gobiernos conservadores y un importante reto con la gestión de las desigualdades. La diferencia, más allá de eslógans -y, claro está, muchos aspectos más- es que California sabe quién es. Y Valencia aún ha de descubrirlo.
Dice Sénior en uno de sus más conocidos himnos, una canción de amor-odio a su València “estan deixant-te sense orgull tractant d’europeitzar-te”. Quizá ahora que afrontamos un nuevo debate identitario -pero sobre aspectos más prácticos que los que le gustarían al PP- podamos hacerlo con más orgullo y amor propio, guardando las esencias en la nevera y recordando no grandes hazañas pasadas sino tiempos contemporáneos en los que nos hermanábamos con la Florencia de los Medici y no con la Nápoles de la Camorra. Sin estridencias ni sobreactuaciones nos va mejor. Dejo acabar a Sénior “vull tornar a fer-te l’amor, amb sàndalies i sense tacons”. Pues eso.