VALÈNCIA. La realidad transgénero ha pasado de convertirse en un asunto subsidiario y periférico, condenado a la marginalidad a la que se había sometido tradicionalmente al colectivo, a formar parte del debate social, en la mayoría de los casos, de lo más encarnizado. Quizás por esa razón, cada vez son más las ficciones que la abordan desde una perspectiva seria y sin sensacionalismo, sin prejuicios y adentrándose de verdad en la cuestión, es decir abordando el proceso, las dificultades, las inseguridades de aquellas personas que emprenden el tránsito.
Así, si Almodóvar en sus películas fue pionero a la hora de introducir y normalizar en sus películas a las mujeres trans en nuestro país, ahora recogen el testigo otros jóvenes creadores como Javier Calvo y Javier Ambrossi en la serie Veneno, en torno a la icónica Cristina Ortiz y, ahora, Adrián Silvestre da un paso más allá al hibridar la ficción con la experiencia personal de Raphaëlle Pérez, francesa afincada en Barcelona, en Mi vacío y yo. Lo hace a través de un dispositivo que se encuentra a medio camino entre el documental y el relato autobiográfico y que supone una ampliación, en clave narrativa de su anterior obra Sedimentos, conformando un díptico fundamental.
Si en Sedimentos el director seguía a un grupo de mujeres trans que viajaban juntas y compartían su pasado para hablar sobre la integración dentro de una sociedad intolerante, el descubrimiento de la propia identidad y los traumas acumulados, en Mi vacío y yo se centra en un único personaje y lo sigue durante su transformación.
Cuando conocemos a Raphi se encuentra en un momento de incertidumbre, de dolor casi existencial, ya que no se siente cómoda con su cuerpo. Será diagnosticada con disforia de género, y ahí comenzará su cambio, al principio con muchas dudas, con muchas preguntas, algo que Silvestre utiliza de forma muy didáctica a través de sus visitas al médico y de las reuniones a las que asistirá para informarse sobre cuáles son los pros y los contras del proceso en el que se encuentra inmersa, incluida, de forma explícita, la cirugía genital.
Desde la primera escena, el sexo ocupará una parte fundamental de la película. El sexo como fobia por no encontrarse a gusto con su cuerpo, el sexo como parte de la propia aceptación. Raphi se encontrará con diversos amantes, algunos la utilizarán como objeto sexual, será vejada, también insultada, hasta que encuentre una zona de confort. El rechazo que siente se convertirá en parte intrínseca de su vida. Busca ser aceptada, no ser cosificada por su condición, por eso la mirada del otro se convertirá en una de las cuestiones reflexivas fundamentales a lo largo de la película. También por eso, su perfil en las redes sociales irá variando en consonancia con su estado de ánimo, que nos lleva de la curiosidad y la esperanza a la derrota hasta alcanzar la seguridad que le faltaba.
Adrián Silvestre, en colaboración directa con Raphi, muestra su realidad de forma cruda, extremadamente sincera, sin tabúes, sin censura, pero sin recurrir en ningún momento al morbo, de forma que la protagonista desnuda su alma frente a la pantalla en un acto de generosidad y honestidad incuestionable. Hay una intimidad descarnada en este retrato sobre la identidad, hay heridas, pero también lucha. Hay sacrificio, coraje y respeto hacia la libertad individual y la lucha colectiva.