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Michael Caine, el gentleman eterno

El veterano actor de 82 años, uno de los grandes de la escena británica, protagoniza ‘La juventud’, última película de Paolo Sorrentino

22/01/2016 - 

VALENCIA. Hoy se estrena en España La juventud (Youth, 2015), una película que pone demasiado en evidencia la deriva manierista del italiano Paolo Sorrentino, pero también supone una ocasión de oro para disfrutar (con permiso de Harvey Keitel, su compañero de reparto) de la sabiduría interpretativa de Michael Caine, un actor “de los de antes”, como dirían nuestros venerables abuelos, una de esas presencias que justifican por sí solas el visionado de un film. Y créanme, se lo dice alguien que ha sufrido El último cazador de brujas (The Last Witch Hunter, Breck Eisner, 2015), un engendro infumable que solo alzaba ligeramente el vuelo cuando hacía su aparición el maestro, reconocido el pasado diciembre con un galardón a toda su carrera en los Premios del Cine Europeo, donde también recogió el correspondiente a mejor actor, precisamente por La juventud

A sus 82 años, y con más de ciento cincuenta películas en su haber, Michael Caine no piensa en la retirada. De hecho, le podremos ver pronto en Going in Style, lo nuevo de Zach Braff, y en la secuela de Ahora me ves… (Now You See Me, Louis Leterrier, 2013), que ha dirigido Jon M. Chu. Y eso que han pasado más de seis décadas desde que debutara, con un papel sin acreditar en Salida al amanecer (Morning Departure, Roy Ward Baker, 1950). Entonces era apenas un adolescente, que todavía tenía muy reciente su infancia en Rotherhithe, un barrio londinense digno de Charles Dickens, donde nació en 1933 con el nombre de Maurice Joseph Micklewhite. Un cockney fruto del matrimonio entre un estibador y una asistenta, al que la blefaritis (enfermedad ocular crónica) le hincharía los párpados de forma permanente y el raquitismo le obligaría a llevar botas ortopédicas durante años.

Londres, años sesenta

Lo cuenta en Mi vida y yo (What’s it all about? en el original), autobiografía de 1992 puntualmente editada en España por Ediciones B, donde hace gala del humor  típicamente británico que se le supone y narra con elegancia y sin recurrir a paños calientes centenares de interesantes anécdotas relacionadas con la industria del cine, donde no logró destacar hasta pasados los treinta años, y con un nombre artístico diferente al que había escogido inicialmente. Porque su intención era llamarse Michael Scott, pero cuando intentó afiliarse al sindicato de actores le comunicaron que ya existía un compañero llamado así. Un paseo por Leicester Square solucionó el problema: En las marquesinas de los cines se anunciaba la nueva película protagonizada por Humphrey Bogart, uno de sus ídolos: El motín del Caine (The Caine Mutiny, Edward Dmytryk, 1954).

Una década más tarde, cuando su cara ya comenzaba a ser conocida entre los británicos gracias a Zulú (Zulu, Cy Endfield, 1964), llegaría el gran salto. Primero, gracias a Ipcress (The Ipcress File, Sidney J. Furie), una estupenda película de espionaje donde encarnaba al lacónico y expeditivo agente secreto Harry Palmer, creado por el escritor Len Deighton. Su éxito propiciaría la realización de una trilogía que a día de hoy sigue contándose entre lo mejor del género, y que completan Funeral en Berlín (Funeral in Berlin, Guy Hamilton, 1966) y Un cerebro de un billón de dólares (Billion Dollar Brain, Ken Russell, 1967). El personaje fue tan importante en su carrera, que un Caine ya maduro llegó a darle vida un par de veces más, en el telefilm El expreso de Pekín (Bullet to Beijing, George Mihalka, 1995), y en Medianoche en San Petersburgo (Midnight in Saint Petersburg, Doug Jackson, 1996).

Pero si Harry Palmer fue decisivo en la trayectoria de Michael Caine, Alfie (Lewis Gilbert, 1966) le catapultó a la fama. El personaje libertino, socarrón y promiscuo, típicamente cockney, que se dirige constantemente a cámara para interpelar de manera directa al espectador, se ganó el corazón del público y le valió una nominación al Oscar. “Ganarlo supondría recibir más guiones sin manchas de café de otros actores”, dijo entonces. No lo consiguió, pero Hollywood empezaba a tomar buena nota de sus méritos, mientras él disfrutaba de una época dorada en la capital inglesa: Los locos años del Swinging London, la era pop en todo su esplendor. “Allá donde fueras encontrabas a alguien que iba a hacer algo grande… si no en el mundo del espectáculo, en cualquier otra cosa, y si no ahora, muy pronto. La energía era como un gigantesco tren expreso de talento sin paradas ni estaciones”, relata en su autobiografía.

Ossie Clark diseñaba vestidos para que las chicas pudieran llevarlos sin sujetador; Mary Quant no solo había inventado la minifalda, sino que también había creado una exitosa línea de maquillaje; y un amigo mío, otro cockney que dirigía una pequeña peluquería y solía cortarme el pelo, había introducido un nuevo tipo de peinado. Todos le llamábamos Vid, aunque su nombre completo era Vidal Sassoon. Nuestro pintor favorito era un joven norteño de Bradford, muy tímido, que se llamaba David Hockney”, añade Caine, que durante aquellos años compartió piso con otro actor, Terence Stamp. Su hermano, Chris Stamp, acababa de empezar como manager de un nuevo grupo, The Who. Al mismo tiempo, David Bailey se convertía en el fotógrafo de moda y Jean Shrimpton imponía un nuevo tipo de mujer. No hace falta ser mod para desear haber vivir en Londres a mediados de los sesenta. Por cierto, también andaban por allí unos chicos que se hacían llamar The Beatles. Uno de ellos, Paul McCartney, salía por entonces con la actriz Jane Asher, y no estaba muy conforme con la cantidad de piel que su novia mostraba en Alfie, hasta el punto de acudir al rodaje para supervisar su vestuario. Por supuesto, el grupo al completo (y también los Rolling Stones) estuvo en el estreno de la película. Sí, aquello era un no parar.

Caine reflexiona de este modo en Mi vida y yo: “Los años sesenta han sido malinterpretados: No deberían juzgarse por los niveles de talento, destreza, maestría o inteligencia, ni por las grandes obras o los artistas que las produjeron. La razón de su notoriedad es mucho más simple que eso. Por primera vez en la historia británica, los jóvenes de clase obrera se levantaron por sí mismos diciendo: ‘Aquí estamos, esta es nuestra sociedad y no nos vamos a marchar. Únete a nosotros, aléjate, quiérenos, ódianos… Haz lo que gustes. Ya no nos interesa tu opinión’. Creamos nuestro propio código moral, que quizá no fuera el ideal, pero era honesto, sobre todo comparado con la hipocresía del resto de la sociedad británica”. Y él estaba en el epicentro de aquella revolución, como actor de éxito y futuro icono sixty al que años después, en 1984, Madness dedicarían un maravilloso homenaje en forma de canción. 

Cuestión de clase

La extensa filmografía de Caine es la mejor prueba de su versatilidad interpretativa. Poco después de alcanzar la gloria como irredento seductor, se ponía en la piel de otro de sus personajes memorables: El duro gangster de Asesino implacable (Get Carter, Mike Hodges, 1971). Una película violenta y de corte realista que fue vapuleada por la crítica en el momento de su estreno y hoy es un clásico de culto. Su fracaso, de todos modos, no afectó al actor, que dos años después recibía su segunda nominación al Óscar por su papel en la magistral La huella (Sleuth, Joseph L. Mankiewicz, 1972), donde compartió protagonismo con un Lawrence Olivier tan pagado de sí mismo que, antes del rodaje, le mandó una carta donde decía: “Se me ocurre que quizá te preguntes cómo dirigirte a mí cuando nos encontremos. Creo que sería una gran idea que me llamaras Larry”. Curiosamente, Caine interpretaría el papel de Olivier en el remake que Kenneth Branagh dirigió en 2007.

Recibiría dos nominaciones más, por Educando a Rita (Educating Rita, Lewis Gilbert, 1983) y por El americano impasible (The Quiet American, Phillip Noyce, 2002), pero nunca lo obtuvo como actor principal. Sí tiene, en cambio, dos estatuillas como secundario. La primera la ganó por Hannah y sus hermanas (Hannah and Her Sisters, Woody Allen, 1986), pero no pudo acudir a la gala para recogerla, ya que se encontraba rodando Tiburón, la venganza (Jaws: The Revenge, Joseph Sargent, 1987), coincidiendo con una época en que sus gastos se dispararon a causa de la construcción de su nueva casa. “Estaba al borde de un ataque de nervios cuando me ofrecieron un papel secundario en el cuarto episodio de la serie Tiburón, estupendamente bien pagado, y lo acepté. Jamás he visto aquella película, pero por lo que me contaron era terrible. Sin embargo, sí he visto la casa que se edificó gracias a ella. La película ya ha sido olvidada, pero la casa sigue estando aquí. Así que si ven ustedes la dichosa película y no les gusta –lo que es casi seguro–, cuando se pregunten por qué la hice, conocerán la respuesta”. 

A cambio, y dada su admiración por Allen, había trabajado con el director neoyorquino rebajando su caché a la mitad. El otro Oscar lo recibiría por Las normas de la casa de la sidra (The Cider House Rules, Lasse Hallström, 1999), aunque es muy probable que le recordemos mejor por títulos míticos como El hombre que pudo reinar (The Man Who Would Be King, John Huston, 1975), junto a su gran amigo Sean Connery. En todo caso, nunca se ha caracterizado por hacer ascos a un personaje. Lo explica, de nuevo, en sus jugosas memorias: “Yo, por supuesto, no tengo los remilgos de las grandes estrellas masculinas de Hollywood, que rechazan determinados papeles por miedo a perder la simpatía de sus admiradores. No puedo imaginarme a Robert Redford, a Paul Newman o a Clint Eastwood haciendo de travesti asesino como hice yo en Vestida para matar (Dressed to Kill, Brian de Palma, 1980), o de homosexual declarado como en La trampa de la muerte (Deathtrap, Sidney Lumet, 1982). La principal ventaja para un actor extranjero en Hollywood es que puede representar a los personajes imperfectos que rechazan las estrellas norteamericanas”.

El libro es pródigo en curiosidades, que van desde sus intentos (numerosos y fallidos) por conquistar a Brigitte Bardot, hasta su incómodo encuentro con Alfred Hitchcock para protagonizar Frenesí (Frenzy, 1972): “Mi representante rechazó el papel, porque yo no tuve agallas para hacerlo personalmente, y a pesar de que veía a Hitchcock con mucha frecuencia por la ciudad y en el restaurante Chasen, donde él solía cenar cada viernes, nunca volvió a dirigirme la palabra”. Muhammad Ali, Margaret Thatcher o Sylvester Stallone (rodaron juntos Evasión o victoria, de nuevo con John Huston) son otras celebridades que desfilan por las casi quinientas páginas de un texto que es un fiel reflejo de la personalidad de su autor, un tipo que se siente un privilegiado y sabe transmitirlo con modestia y sentido del humor. Como dijo la periodista Maruja Torres, “hay dos clases de actores a la hora de escribir su historia: los que lo hacen para alimentar su ego y aquellos que escriben para su placer y el de los demás. Caine es de estos últimos”.

El único problema de Mi vida y yo es que termina en 1993, y desde entonces han pasado más de dos décadas en las que no ha cesado de ofrecer interpretaciones de gran nivel, ya fuera como padre de Austin Powers en la paródica Miembro de oro (Austin Powers in Goldmember, Jay Roach, 2002) o como Alfred, el aplicado mayordomo de Bruce Wayne en Batman Begins (2005) y El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012), ambas de Christopher Nolan, con quien también ha trabajado en Origen (Inception, 2010) e Interstellar (2014). Material más que suficiente para que se anime y nos regale una segunda entrega de memorias. A ver si alguien pone en marcha un change.org y conseguimos convencerle.

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