VALÈNCIA.-Ando optimista pues me invade la sensación de que cada vez tengo menos días buenos y, los que tengo, cada vez son menos buenos. ¿A qué viene esta contradicción? Pues fácil: los amigos han dejado de serme útiles. El mejor de todos los que tengo es tan aburrido que hace llorar a las cebollas. Lo observo y su infelicidad me es insoportable. ¡¡¡Y por qué tengo yo que lidiar mi vida así de esta manera!!! No lo sé aún, pero no pienso compartir más tiempo y alegría con quienes roban mi dinamismo.
Esta actitud, que puede parecer negativa, forma parte de mi actual estado superenergético. Me he hecho jungiano practicante y busco el equilibrio por medio de la soledad. Y esto es adictivo, pues así de entrada y a lo bestia me ha llevado a la felicidad disfrutando del fracaso. Donde otros son desgraciados yo soy inmensamente dichoso. Me he acostumbrado a que mi zona de confort esté donde las cosas no vienen bien dadas. Pero me siento descansado, aprendiendo de los errores ajenos y de momento no entra entre mis planes el abandonar este lugar. Puedo afirmar categóricamente que soy resignadamente bienaventurado.
Uno de los termómetros para medir la felicidad, además de los recuerdos (¡¡¡quién pudiera olvidar con más facilidad!!!) y las experiencias (aunque soy más de acumular), son las compañías. Y sí, estás mal si las tienes en abundancia, pues seguramente anden estructuradas por envidiosos, enemigos e interesados.
Solo he tenido compañía cuando psicológicamente me he sentido enfermo o cuando he necesitado rellenar algún que otro hueco, mental, me refiero
Me cansa el concepto de pareja pues tengo la extraña sensación de que hay que ir justificando actos o dichos para que no puedan sentirse excedentes de pensamiento, palabra, obra u omisión. Solo he tenido compañía cuando psicológicamente me he sentido enfermo o cuando he necesitado rellenar algún que otro hueco, mental, me refiero. Poco más he podido hacer; soy un cobarde. Porque cuando estoy fuerte, todo mi amor es insuficiente para rellenar lo que necesitan mis hijos. Para el resto, insisto, soy o servible o invisible.
Me chinchan los familiares, con los que tengo contacto por intereses de esos que ya estaban ahí cuando nos conocimos. Pocas veces nos vemos en el campo de batalla, pues hay que ser tontainas para discutir porque por encima de todo, nos queremos.
Me cargan los amigos de los que ya te lo sabes todo. De los que son tantos años que pocas son las sorpresas. De esos que ya andan acomodados en sus blabladurías de futfolleras, putorros o drogolíticos, funcionarios de la amistad, porque sabes de lo que no van a callar antes incluso de que lleguen a tu encuentro. De este tipo de amistad hay que tener mucho ojo, pues a poco que te descuides su recuerdo te fagocitará el resto de tu vida. Me molestan los que quieren que sea su amigo, pues si nunca han mejorado la categoría de su relación para conmigo es posiblemente porque no he querido. Dos no son amigos si uno de ellos no quiere serlo.
Y por fin he solucionado mi relación con las mascotas. Esos animales de compañía que hace ya tiempo que no sirven más que para listar un catálogo de incomodidad hogareña. Para nuestra vergüenza social se ha tenido que crear un apartado de Bienestar Animal. Si en mi mundo la compañía humana hoy en día es innecesaria, ¿de qué sirve compartir espacio con animales vivos de otra especie? Por fin he encontrado el trinomio perfecto entre mi perro, el aspirador robótico y el taxidermista. Ahora somos más felices que nunca.
Lo único bueno en las relaciones es lo mismo que en las religiones, que nada es verdad.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 57 de la revista Plaza