El Carmen cada vez es menos Carmen. Bueno, el Carmen o lo que sea, que en València le llamamos el Carmen a todo el casco antiguo. Pero aún quedan pequeño rincones, recuerdos de tiempos pasados, negocios de abolengo. Uno de ellos, fundado en 1908, está muy escondido. Gaspar está en un callejón, en la calle del Moro Zeit, y encima tiene delante, formando una pantalla, unas obras con unas vallas. Por suerte para esta luthería, la clientela no entra porque pase por delante sino porque les conocen desde hace tiempo.
Gaspar es el apellido de la familia que se lo ha ido pasando de mano en mano desde hace 116 años. El fundador fue Salvador Gaspar García (1874-1942), que abrió la tienda de guitarras en la calle Alta. Luego vino Agustín Gaspar, su hijo, y tiempo después, Vicente Gaspar, el nieto. Este último, que aún vive, tuvo dos hijos, pero ninguno de los dos tenía intención de seguir dándole cuerda a la saga de guitarreros. Vicente veía que aquello se acababa, pero no contaba con un golpe de suerte.
Su golpe de suerte, quién lo iba a decir en un negocio tan clásico como el suyo, iba a ser la modernidad. Que un chico de un pueblo de la gran provincia de Buenos Aires y una chica de València se iban a conocer por internet. Que el joven iba a venir a España a conocerla, se enamoró, le encantó la ciudad, congenió con la familia de ella, y se quedó. Y el final de esta historia, y ya se cierra el círculo, es que este argentino llamado Nazareno Gadán le cogió el gusto a las guitarras y acabó heredando el negocio.
Naza es feliz en este curioso inmueble que hay en el número 2 de Moro Zeit. La parte de arriba, la que da al callejón, es un comercio al uso, con su trastienda y poco más. Pero al fondo baja una escalera que uno espera que lleve a un austero almacén sin más y cuando bajas descubres que, al final, aparece un espacio enorme que era donde estaba un antiguo estudio de grabación donde ahora este argentino de 46 años repara o fabrica las guitarras. Una decisión que dejó en calma a su suegro, a Vicente, que vio que la luthería al menos seguiría en marcha una generación más.
Naza es de Rojas, el mismo lugar donde nació el escritor Ernesto Sábato, un pueblo donde los abuelos criaron al niño mientras los padres trabajaban en la capital. Sus abuelos eran Raúl y Babi, hija y nieta de irlandeses a quien llamaban así, Babi, como una adaptación del ‘baby’, en inglés, que usaban sus padres. A Naza le desborda el cariño al recordar a sus abuelos. A Raúl, uno de esos hombres austeros y parco en palabras que solo abría la boca para decir cosas verdaderamente relevantes, y a Babi, más extrovertida, una mujer echada para adelante que aún vive y que ha viajado más de 15 veces a València para ver a su nieto querido, a la mujer de este y a su bisnieto. “Mi abuelo era un hombre serio. Jamás me levantó la voz, pero si empezaba a hablarte de usted es que habías hecho algo mal. Mi abuela cuidó de mí y durante mucho tiempo, hasta la pandemia, venía a verme todos los años. Se hizo íntima de mi suegra. Iban juntas por las mañanas a comprar al mercado de Mossén Sorell y ahora me hace gracia que hay personas mayores que me paran por la calle y me preguntan por Babi”.
Este argentino de mediana edad se ganaba la vida como técnico de sonido en Argentina. Naza trabajaba para la productora del periodista Eduardo de la Puente, Cuatro Cabezas, los padres del célebre Caiga Quien Caiga (CQC). En 2003, cuando el joven empleado de 24 años les dijo que se iba tres meses a València, su jefe le comentó que le guardaba el puesto ese tiempo y que si no volvía a verle es que le habían ido bien las cosas por España. No volvió a verle. “Me acogieron tan bien que me quedé. València me pareció fascinante. Me enamoré de la ciudad y de la familia de mi novia. Fijate que yo llegué un 11 de marzo. Flipé, obvio. Esto era el paraíso. Tenía 24 años y me encontré una ciudad que estaba de fiesta las 24 horas del día. Luego, ahora que soy más mayor y más hater, en marzo me piro. Ya lo vi todo. Pero antes no entendía a la gente que se iba”.
Naza se buscó la vida como técnico de sonido. Por las noches trabajaba en la sala de El Loco Mateo, en Arrancapins, por la mañana descansaba y por las tardes iba al taller de su suegro, que aún estaba en la calle Doctor Sanchis Bergón, y pasaba el rato aprendiendo el oficio. Poco a poco fue conociendo los secretos de la guitarra española y con el tiempo, casi sin quererlo, se convirtió en luthier. “Mi suegro es un guitarrero clásico, pero tiene una mente muy abierta y me dejó experimentar con guitarras eléctricas. Se quedó fascinado y nos metimos los dos como dos científicos locos. Como yo estaba relacionado con el mundillo musical, se empezó a correr la voz y la gente empezó a traerme sus guitarras eléctricas. Al final encontré que tenía mucho trabajo”.
Una noche, después de una cena, Vicente cogió a su yerno y le hizo una pregunta muy directa: “Naza, ¿qué vas a hacer?”. Al hombre aún le quedaban cinco años para jubilarse, pero si el marido de su hija iba a quedarse con el negocio, había que preparar la transición. A partir de ese año, Vicente estaba a su lado, pero hacía que los clientes, los proveedores y todo el mundo se dirigieran a Naza. Y así se hizo el cambio.
Al principio aún convivieron plácidamente con Dani, que mantenía activo el estudio de grabación, y los dos negocios eran como vasos comunicantes. Si a alguien se le rompía una cuerda subía al taller, y si un músico oía bullicio abajo, iba y curioseaba libremente. “Ni mi cuñado, Alfredo, ni mi mujer querían seguir con el negocio. Aunque Pili es mi 50% y me echa una mano muy grande. Ella viene por la mañana a trabajar aquí su proyecto, que se llama De tal palo (material de madera hecho para niños), y por la tarde se encarga del niño”. En 2008, Naza ya era el dueño de Gaspar. ¿Quién se lo iba a decir cinco años antes, cuando aún tenía su vida montada en Argentina?
Ayudó mucho que nunca se sintiera como un inmigrante. Se integró y se sintió querido desde el primer día. Aunque aún le queda algo del ADN del argentino, como el fervor por el asado y el mate. No tanto por el fútbol, de la albiceleste. “Yo no soy ningún fanático. Disfruté mucho del Mundial que ganó Argentina, pero no me volví loco. El que se volvió loco fue mi hijo, Luca, que solo tenía cuatro años. Él es valenciano, pero no se quitaba la camiseta y pegaba gritos como un loco. Ahora presume de Argentina y dice que es argentino. A él, más que el Valencia o un club, le llama la atención cuando juega una selección, ya sea Argentina o España. Yo, si se enfrentan las dos, tengo el corazón partido y no se pasa bien”.
Luca se llama así por Luca Prodan (1953-1987), el cantante de Sumo, una banda argentina de punk de los 80. Eso también le quedó de sus años allá, la música argentina. “El año pasado vino Divididos a Alicante y fui de los primeros en sacarme la entrada. También escucho mucho a Las Pelotas”. Su hijo de seis años ha heredado la fascinación por el rock. Es un purista. Ahora, cuenta su padre, está enganchado a Brian Setzer.
También le vuelven loco los coches. Las paredes de todo el sótano están llenas de coches coloreados por Luca y en casa tiene decenas de Hot Wheels -coches en miniatura-. El sótano huele a madera. Allí trabaja Naza. Se pone algo de música, saca la lima o el punzón, y le caen las horas manoseando una guitarra. Aún conserva la cristalera de la pecera donde se ponía el técnico de sonido. Tiene encanto el sitio.
Suena el móvil de Naza. Es un tango de Astor Piazzolla. Al final va a resultar más argentino de lo que cree. Naza cuenta que allá abajo grabaron grupos como Doctor Divago o La Habitación Roja. Algunos clientes del estudio se convirtieron en clientes suyos. En su agenda están los números de artistas locales como Borja Penalba o Scorcia, pero también de fuera, como Jaime Urrutia (Gabinete Caligari) o María del Mar Bonet, que un día se presentó en su tienda y le soltó: “¿Tú eres Naza? Me han hablado muchísimo de ti. Ya tenía ganas de conocerte”. Y Naza, que sabía de la mallorquina porque sus abuelos la escuchaban muy a menudo, se quedó de piedra.
Naza sale a la entrada a despedirse. La verdad es que se ha quedado medio aislado. Es imposible que alguien pase por la puerta. Por la barricada de las obras y porque el negocio de al lado, Unicornia, está cerrado y tiene un cartel que está a punto de caerse. Encima hay puesto otro cartel de ‘Se alquila’ medio roto. Pero le sobra el trabajo. Sobre todo reparando guitarras eléctricas. Luego, a ratos, fabrica también dos o tres guitarras al año. Bajo pedido y en constante comunicación con el cliente para que se involucre en su fabricación. A veces recibe una llamada un sábado por la noche. A un músico que estaba en València se le ha roto algo de la guitarra y al día siguiente siguen de gira. Y Naza, que al final se ha convertido en un apasionado como su suegro, se levanta, sube la persiana del taller y se tira media noche arreglando el instrumento. Naza se siente como el tatuaje que le pidió al dibujante Don Rogelio que le hiciera en el antebrazo. “Al final no soy más que esto, un juglar afinando una guitarra…”.