En 2019, las prioridades del mundo se estaban orientando nítidamente hacia el que es, con mucho, el principal problema de nuestro planeta: el cambio climático y sus perniciosas consecuencias para el ecosistema y, más concretamente, para nuestras vidas. El debate sobre la necesidad de adoptar medidas drásticas estaba firmemente asentado en los medios de comunicación y los discursos de los políticos; las cumbres y asambleas sobre el clima eran seguidas con interés; y el activismo ecologista encontró nuevos bríos, encarnado en la figura de la adolescente Greta Thunberg, que fue galardonada con el título de "personaje del año" para la revista Time.
Luego llegó la pandemia y las prioridades cambiaron. Algo muy curioso, porque la pandemia posiblemente sea una consecuencia más del deterioro acelerado del medio ambiente que estamos provocando los humanos, obligando a otras especies a convivir con nosotros o desaparecer (y generalmente, primero una cosa, languidecer en una "convivencia" con los depredadores humanos, y después la otra, desaparecer). Pero ciertamente la atención del mundo se apartó del cambio climático y de cualquier otra cosa que no fuera superar la crisis del covid.
Pues bien: una vez superada -en parte, y fundamentalmente en Occidente, que como es inevitable es desde donde hablamos- la pandemia, al menos sus efectos más graves sobre la salud de las personas, nos hemos metido de lleno en otra crisis que no está provocada por el deterioro del clima, pero sí va a tener enormes consecuencias de toda índole, la mayoría negativas, sobre el medio ambiente: la invasión rusa de Ucrania. Esta guerra ya está provocando una crisis energética que en unos meses puede verse acompañada por otra crisis alimentaria mucho más grave, puesto que Rusia y Ucrania son dos de los principales exportadores de cereales del mundo (y Rusia el principal fabricante de fertilizantes).
Frente a la agresión rusa, la Unión Europea (y otros países occidentales, liderados por Estados Unidos) ha acordado una serie de sanciones sobre los activos financieros y las exportaciones rusas, que por ahora no afectan al meollo de la cuestión: los combustibles fósiles. Pero al menos sí que han tenido un efecto en principio positivo: ante la evidencia de que Rusia no es un socio fiable y de que en el futuro más inmediato -como mínimo- va a ser una potencia hostil, en la Unión Europea comienzan a plantearse que quizás convendría reducir la dependencia de los combustibles fósiles.
Una pena, pues, como sin duda recordarán, en la estrategia de la UE el gas natural está marcado como fuente energética verde (¿qué puede haber más verde que quemar millones de toneladas de combustible para emanar gases a la atmósfera?). Hombre, pues si comparamos con el petróleo o el carbón, sí, el gas natural es menos contaminante. Pero no se preocupen: en breve aumentaremos nuestra dependencia energética del carbón, por mucho que esto no haya forma de denominarlo "verde" (aunque con la UE quién sabe), por la sencilla razón de que sí que contamos con carbón en la Unión Europea. Una vuelta al siglo XIX, con su humo negro y su neblina gris, antes de alcanzar el esplendoroso futuro verde del XXII.
La guerra en Ucrania va a tener otra consecuencia perniciosa a medio y largo plazo: el incremento del presupuesto militar en casi todos los países de nuestro entorno (y en España, donde habrá que ver si continúa el artificio contable de contar como I+D la inversión militar para que parezca que los Presupuestos gastan menos en Defensa y, sobre todo, gastan más en I+D que la ridícula cantidad real) y la carrera armamentística de bloques opuestos en que nos vamos a embarcar si la situación no da un giro inesperado. Esta carrera detraerá recursos que se necesitan para muchas otras políticas, entre ellas la reconversión energética y las políticas proteccionistas del medio ambiente, mientras proliferan, por el contrario, políticas cortoplacistas que den por consumado el cambio climático o lo consideren un engaño; tanto da el argumento, si el resultado es ignorar este factor en la ecuación del gasto.
En uno y otro sentido, tal vez se tienda a operar para sobrevivir en el mundo actual, no en el del futuro próximo, aunque dicho futuro pase a ser más y más aterrador, porque además un escenario más explícito de bloques enfrentados incrementará la desconfianza mutua y convertirá en imposible la adopción de medidas de lucha contra el cambio climático que tengan alcance global.
Mientras tanto, los efectos del calentamiento global y del deterioro climático se hacen evidentes para más y más gente: suben las temperaturas, proliferan los incendios cada vez más graves e incontrolables, se acelera el deshielo de los polos y del permafrost de la tundra, se agotan los combustibles fósiles sin que se vean alternativas a corto plazo (y sin que se dejen de utilizar como principal fuente energética), nos encontramos catástrofes climáticas como la muerte de especies marinas a gran escala, la desaparición de insectos esenciales para el ciclo de polinización como las abejas o la reducción al mínimo de las especies animales de gran tamaño. Un escenario en el que, además, siguen apareciendo enfermedades de procedencia animal que dan el salto a la especie humana, como la recientemente aparecida -y de nombre adecuadamente distópico- viruela del mono, preludio del maravilloso Mundial de Qatar que nos hemos dado para este invierno de 2022, prodigio del ecologismo sostenible edificado sobre miles de muertos, miles de millones de frigorías de aire acondicionado en los estadios y, quién sabe, tal vez millones de dólares en comisiones a los genios de la FIFA que otorgaron el Mundial invernal a Qatar (el anterior, en los días de vino y rosas prepandemia, se lo dieron a Rusia, otro modelo a seguir).
Todo este contexto es en el que vivimos. Un ecosistema frágil que cada vez sufre más, y cuyas consecuencias, si se desequilibra al paso actual, serán particularmente graves en lugares templados como España y la Comunidad Valenciana, donde el riesgo de desertificación es evidente. Sin embargo, la clase dirigente sigue sin tener la protección del medio ambiente como una de sus prioridades. Digamos, para ser optimistas, que no están entre sus veinte asuntos prioritarios. Las prioridades son otras. Cosas como el engendro, también distópico, de la ampliación del puerto de Valencia, aplaudido por el poder económico y la mayoría del poder político con desvergonzados argumentos ecologistas que vienen a decir, en esencia, que aquí lo que hay que hacer es mover más contenedores para seguir subiendo en los rankings (de contenedores y de contaminación, que viene aparejada), hasta disfrutar de un desierto plagado de grúas y polución: un sueño del desarrollo sostenible. A ver si le dan el premio de Hombre del Año 2023 de la revista Time a Aurelio Martínez, en premio a sus desvelos (el de 2021 se lo dieron a Elon Musk y el de 2022 tiene pinta de que lo compartirán Zelensky y Putin).