Piketty advierte desde el principio de su último libro, ‘Una breve historia de la igualdad’, que no podemos dejarnos seducir sólo por la épica de lo revolucionario, descuidando la importancia de alcanzar consensos y edificar instituciones capaces de sostener y consolidar los avances. El economista más influyente del momento (o, al menos uno de ellos) sintetiza en esto un debate, el de la relación de la izquierda con el poder, que está en el origen de sus sucesivas divisiones históricas. Cismas más profundos que el de Rigoberta/Tanxungueiras, aunque este también tenga interés en términos de cultura política.
Y, es cierto, que muchos de los movimientos políticos más transgresores y avanzados a su tiempo han perdido la oportunidad de establecer cambios duraderos e históricos por no ser capaces de construir un día después compartido y estable. Revoluciones cuya huella ha tardado décadas o incluso siglos en desplegar todos sus frutos, si es que estos están colmatados. Desde la propia Revolución Francesa, el Cartismo británico o muchos de los movimientos de protesta surgidos al calor de la crisis financiera de 2008, cada uno en su tiempo e importancia relativa.
Pero si la advertencia del francés es importante en este momento es, a mi parecer, por su lectura de vuelta. La de no descuidar la emoción por haber alcanzado un consenso.
En la actualidad, ese consenso institucional que conforman las respuestas a la crisis de la COVID y el manual político imperante con el que afrontar la década, los Objetivos de Desarrollo Sostenible, es una reivindicación de lo colectivo para enfrentar los grandes retos. Es un camino que deja atrás la retórica hiperindividualista imperante desde los años 90. Y por el camino deja, también, sus sucesivas evoluciones, como fueron las ‘reformas’ austericidas, solamente defendidas ya por un pequeño grupo de hooligans. Sí. Como caricaturizaría la derecha populista; este nuevo consenso es ‘progre’.
Y, que no se me malinterprete, más allá de la importancia de hacer cumplir los compromisos y ser autoexigentes, haber conseguido que las instituciones se marquen entre sus objetivos el fin de la pobreza, la reducción de las desigualdades o la acción por el clima es un éxito. Sólo hay que comparar la agenda 2030 que guía los fondos europeos para salir de esta crisis con las medidas recomendadas (impuestas, realmente) por la Troika. Pero junto al éxito existe el riesgo.
No el de no alcanzar un contrato social duradero que puede dibujarse en esta, aunque frágil, hegemonía de las ideas. No el de no ser capaces de ejercer desde las instituciones esas políticas. Si no el contrario. El peligro de representar el poder es regalar esa épica contestataria a las fuerzas más conservadoras y regresivas.
Lo sabe bien la internacional del odio que se reunió, en su formato europeo, en Madrid este fin de semana. Sus continuos ataques a lo que han denominado globalismo o sus referencias histriónicas a magnates como Bill Gates buscan que lo que significa luchar contra lo establecido cambie de bando. Tratan de identificar el cambio con una conspiración establecida por gente muy distinta a ti y, por tanto, peligrosa. Quieren que conservador pase a significar revolucionario, puesto que lo ‘progre’ es lo promovido por las instituciones. Algo que retrata muy bien el cómico Ignatius Farray, cuando grita nos han robado el punk.
Qué explica si no que el otro día en el pleno del Ayuntamiento de València un representante de Vox alegara que no les importaba quedarse solos en la defensa de su enésima locura, porque si hubieran vivido en otro momento histórico ellos habrían ardido en la hoguera. Es la búsqueda del rédito de ser rebelde.
Lo cierto es que, más que probablemente, ellos hubieran sido los portadores de la antorcha hacía la pira de esas brujas (que habría que reivindicar como heroínas en nuestra historia) o de quienes defendían la evidencia científica frente al dogma. Aún así, por histriónico que nos parezca verlos desfilar con el disfraz de ‘Peaky Blinder’ español o directamente salidos de ‘Los santos inocentes’ para las elecciones en Castilla y León, no nos tomemos a broma el riesgo que supone ese marco político.
Buscan el rédito de hacerse pasar por los perseguidos por el sistema. Pero el sistema siempre fue una caricatura, una simplificación del verdadero enemigo del progreso; la injusticia. No puede ser menos emocionante luchar por la igualdad entre hombres y mujeres, porque exista un ministerio de igualdad. No puede ser menos épico frenar el cambio climático, porque se esté involucrando lo público (con todo su margen de mejora) en la sostenibilidad. O en lo más cercano recuperar las plazas para las personas no puede ser menos rebelde que clamar por seguir pasar con el coche por delante de la Lonja. No se trata de luchar contra lo que se establezca si es positivo, sino de establecer un mundo cada día mejor. No es ir contra el poder, sino alcanzarlo para que construya lo que habríamos exigido si no lo tuviéramos.
Larga vida al consenso ‘progre’, porque ha ganado la batalla de las ideas. Pero también larga vida al ‘punk’ progre, tan necesario para que la mayoría siga dando la batalla.