Arrancapins tuvo su época dorada, pero como muchos otros barrios en Valencia, hoy se mantiene en una suerte de standby, a la espera de recuperar el carácter de tiempos mejores. Delimitada por algunas de las grandes vías, la hermana menos sofisticada de Ruzafa, la vecina menos combativa de Patraix esconde varias joyitas gastronómicas. Es además, el barrio donde me crié. Y ya saben que las calles que lo ven a uno crecer, dejan huella. Para bien o para mal.
Mi barrio no tenía edificios destacables (con la notable excepción de esa misteriosa finca roja que siempre me suscitó algo de temor), no contaba con ningún monumento a reseñar por los libros de historia y las zonas verdes donde las pandillas quedaban por las tardes escaseaban. Daba igual. Allí estaba mi colegio, el videoclub donde descubrí películas que hoy siguen formando parte de mi equipaje vital, los recreativos en los que cometí la estupidez de dar las primeras caladas a un cigarrillo, los portales que asistieron a los primeros besos, torpes y furtivos. Para mí, en aquella época Arrancapins no tenía nada que envidiarle al Soho, Belgravia o Le Marais. Allí vuelvo a menudo a comer y a cenar, porque a pesar de la nostalgia, quedan muchos bares y restaurantes (algunos nuevos, otros que siguen al pie del cañón desde hace más de 30 años) que vale la pena visitar de vez en cuando.
Uno de ellos es Rausell. Poco se puede añadir de esta casa de comidas que abrió sus puertas en 1948. Si ustedes son fieles lectores de esta guía, habrán visto la deliciosa conversación que mantuvieron Jesús Terrés y José Rausell hace unos meses. Posiblemente una de las mejores barras de Valencia. Aquí manda el producto, una materia prima excelente de la que se extrae lo mejor con sencillez y respeto. No hay trucos en Rausell. ¿Quién necesita fuegos artificiales frente a unas gambas rojas frescas pasadas por el punto exacto de plancha y acompañadas con una copa de vino? Rausell fue además pionero en ofrecer comida para llevar en Valencia. Yo vivía al lado y mi madre salía tarde de trabajar, así que un enorme porcentaje de la alimentación que recibí durante mi adolescencia vino de este local.
Cruzando la calle, en la misma Ángel Guimerá, otro grande. Easo Berri, un restaurante vasco donde Borja en sala y Esther en los fogones te sumergen en la maravillosa cocina del Norte. Brutales los chipirones en su tinta, riquísimos sus pimientos rellenos de bacalao, muy buenos sus pescados frescos y alucinante su cochinillo. Y una tarta de queso que todo el mundo debería probar al menos una vez en la vida para rozar la felicidad suprema.
A solo unos pasos de allí, en una pequeña calle se ubica La Taula de Paula, otro restaurante que ha resistido bien el paso del tiempo. Las brasas son su seña de identidad. Ahora ya es muy común verlos en muchos restaurantes, pero cuando pocos sitios tenían calçots, en La Taula de Paula, siempre en temporada, uno se podía uno dar un festín de este plato originario de Valls acompañado con su romescu. Los caracoles a la llauna y unas maravillosas alcachofas cocinadas con esmero al calor de las brasas son otros de los platos a destacar.
El restaurante Orson, en la calle Buen Orden es otro de los imprescindibles del barrio para comer bien sin que pique el bolsillo. Santi, uno de los artífices también de la Taula de Paula, lleva varias décadas al frente de este local que ofrece cocina de mercado y un estupendo menú diario. Desde hace un tiempo cuenta en su carta con especialidades peruanas. Orson me ha visto crecer, a mí y a mi familia. Es posiblemente el restaurante donde más tiempo he pasado. Tengo pendiente una visita para probar su ceviche, su causa y su pisco-sour, pero sospecho que no lo harán nada mal.
Muy cerca de Orson, uno de mis últimos descubrimientos, Aceite en la mesa, un pequeño local frente al Mercado de Abastos donde tomarse una buena ensaladilla o unas patatas bravas. Si a uno le apetece experimentar con algo nuevo y exótico, puede probar la carne de canguro, aunque yo no creo que repita. Hay que pedir su caviar de Ontiyent. Poco que envidiar a la hueva de esturión. Los dueños son encantadores. Rodeando desde allí el antiguo mercado desde donde se abasteció de alimentos a los habitantes de la ciudad durante 35 años, se llega a la esquina de Heroe Romeu y Alberic donde está Spacca Napoli, una pizzería con horno de leña que elabora buenas pizzas napolitanas. La carta es escueta, cuatro o cinco entrantes, menos de una decena de tipos de pizzas y algunos postres para elegir. Utilizan ingredientes que no estamos acostumbrados a ver en las pizzas de por aquí, como grelos o friarelli y la cuenta no suele superar los 15 euros por persona. Uno de los pocos sitios que estaban animados durante este mes de agosto en el que la ciudad se transformaba en un páramo a medida que avanzaba el mes.
Otro de los secretos mejor guardados de la zona es Tapas Pambori, un pequeño local donde Pilar eleva a la máxima potencia la esencia del fuego lento y la cocina casera. Sentarse en una de sus seis mesas es recuperar aquellos platos que cocinaban nuestras madres o abuelas en los que todo se hacía sin prisas y con dosis extras de cariño. A pesar de haberse criado entre cazuelas (sus padres Pilar y Pepet regentaban un bar delos de toda la vida en la misma calle), Pilar no aprendió a cocinar hasta hace algunos años. Un día se metió en la cocina para tratar de descifrar los ingredientes de algunos de los guisos de su madre, cuya memoria se había desdibujado hacía tiempo y consiguió rescatar muchos de esos platos, además de comprobar que no se le daba nada mal moverse entre fogones. Aquí no hay carta. Pilar acude cada día al Mercado Central a buscar los mejores productos de temporada y cocina para su clientela como si fueran su familia. Las gambas al ajillo, al estilo Pepet, con una servilleta cubriéndolas, son una de sus especialidades, pero el sepionet con habitas o los guisos de pescado también los borda. Pilar es además una de esas personas con una simpatía desbordante.
Al girar la calle, encontramos el Mey-Mey, uno de los restaurantes chinos más longevos y con más calidad de la ciudad. Aquí venía con mis padres y mi hermano siempre que queríamos celebrar algo. Sus mesas redondas con esos aros en medio para pasarse los platos de un comensal a otro me parecían el colmo de la sofisticación. Ahora todas las ciudades del mundo están plagadas de restaurantes chinos (por desgracia, la mayoría bastante infames), pero hace 30 años, entrar en el Mey-Mey era más exótico que irte a vivir con una tribu amazónica desconocida. Elaboran auténtica cocina cantonesa y además en el local no hay dragones, farolillos ni paredes rojas. La estética es oriental, pero sin estridencias.
Y un último apunte, el Horno de Vicente Raimundo, en Ángel Guimerá. No había nada el mundo que no pudieran curar sus pequeñas caracolas de chocolate con toneladas de azúcar glass por encima o sus merengues tamaño XXL. Llamaban la atención su surtido de empanadillas y su amplia oferta de panes, que elaboraban de forma artesanal mucho antes de que se impusiese la moda actual del pan de calidad. En fallas hacen unos buñuelos de calabaza increíbles. Frente al aluvión de panaderías que han surgido en los últimos años ocultas bajo el falso sello de natural y ecológico, reconforta pensar que en Raimundo los hornos todavía se encienden mientras todos dormimos.
Por último, en Arrancapins también hay marcha. Olvidémonos de la zona de Juan Llorens y vayámonos hacia el lado opuesto, en la calle Salas Quiroga, Fata Morgana es otro de esos sitios históricos que continúa en pie guerra. Para tomar una copa, una cerveza escuchando buena música o un café en su terraza. Suele estar muy animado la mayoría de veces. El Cracovia es otro bar de copas que se ha hecho un hueco en poco tiempo. Se puede tomar allí la última antes de cruzar la calle y pasarse por el George Best, el último garito de rock de la ciudad en abrir sus puertas. El mejor sitio para terminar una gran noche después de una buena cena: musicón, conciertos y ambientazo.
Así es Arrancapins, tradicional y ecléctico a la vez; obrero con ínfulas de burgués, un pelín hortera en algunas de sus calles; algo demodé pero con muchos sitios interesantes; con poca personalidad, pero precisamente por eso puede adaptarse a todo y ser un día una cosa y otro, otra, según lo que uno busque.