La libertad hoy es poder salir a la calle. No a por el pan o a tirar la basura. Salir y no saber cuándo entras. Sin embargo el faro que la simbolizaba, para muchos que andaban por las calles, siempre fue el mar. ‘Navegar es necesario. Vivir no es necesario’ dice Plutarco que afirmó Pompeyo. Y en nuestro tiempo lo popularizaron Pessoa y Caetano Veloso. Navegar antes que vivir. Toda una declaración de intenciones: primero la libertad, después la vida. El mar hoy, como la calle, está desierto. Está prohibida la navegación, si no es esencial. Y la romántica divisa latina no vale como salvoconducto. O sí. Porque el mar tiene sus propias reglas.
Una excepción son los gallegos. En los mares del mundo hay, pese a todo y como siempre, un puñado de gallegos, desde el Índico al Gran Sol. A muchos la pandemia les pilló embarcados en pesqueros de gran altura, no tienen forma de volver a casa y siguen navegando y faenando. El confinamiento es el habitual: unos cuantos metros de cubierta y un horizonte infinito. Muchos meses lejos. Al menos en un lugar seguro donde pasar la cuarentena. Hay quien podría pensar que la vida debe de ser tediosa en una nave de 30 metros de eslora junto a ocho o diez hombres más, un día tras otro. Aún amando el mar y el oficio. Tal vez.
También se da el caso contrario: marineros que embarcarían, porque es su forma de vida, pero no tienen manera de llegar a los puertos donde se les ofrece trabajo. En nuestras lonjas y pòsits, los pescadores son esenciales y llenan de género fresco los expositores de pescaderías y mercados, aunque algunas flotas han decidido quedarse en puerto ante la sorprendente caída de la demanda y, por tanto, de los precios.
El virus también pilló allende los mares a los dos barcos más emblemáticos de la Armada. El Hespérides navegó contra el reloj, enfrentándose a olas de 10 metros en el paso de Drake, entre Hornos y las Shetland del Sur, para encontrar un aeropuerto aún abierto desde donde enviar de regreso a los últimos 37 científicos españoles que quedaban en la Antártida.
En Ushuaia, la ciudad del bar Katowice de Gegants de gel, de Joan Benesiu, el Hespérides se encontró, popa con proa en el mismo muelle, con el Europa, en que navega la historiadora y arqueóloga subacuática María Intxaustegi, junto a otros 18 marinos de doce nacionalidades. Ante la pandemia, para ellos ‘el plan de ataque es tan sencillo que abruma: Ushuaia-Holanda, sin escalas y a pura vela como antaño, buscando los vientos portantes sin usar los motores. pues no sabemos si podremos repostar y debemos reservar el gasoil para potabilizar el agua y usar los generadores auxiliares’. Dos meses y pico de navegación atlántica hasta casa. ¿Cómo será nuestro mundo, cuando lleguen? De momento mucho mar, siempre incierto. ‘Estamos acostumbrados a sufrir los caprichos de la mar. Es por eso que esperamos lo mejor, pero nos preparamos para lo peor’. Así se explica Intxaustegi en su cuaderno de bitácora que publica en Nauta 360.
El buque escuela Juan Sebastián Elcano, por su parte, conmemoró el medio siglo de la circumnavegación de Magallanes y Elcano con el viaje que finalizó en Miami. En sus sollados se respiraba la misma perplejidad que en cualquier rincón de España. La visita a Florida quedó en una parada técnica de tres días sin bajar a tierra, por temor a los contagios. El 18 de marzo inició el regreso con llegada prevista el 18 de abril; un mes de confinamiento en el Atlántico de una tripulación de 250 marinos en un velero de 113 metros, bauprés incluido. Una situación habitual en el mar. Marcada, eso sí, como cualquier otra hoy en día, por la incertidumbre sobre el futuro; en este caso, sobre la vuelta al mundo de doce meses y medio que el Elcano iba a iniciar el 8 de agosto. Y sobre todo por el estado de familiares y amigos.
Otros buques de la Armada también navegan estos días, mucho más cerca: el Galicia (que ya fue hospital flotante en 2003, amarrado en el puerto iraquí de Um Qasar) refuerza la capacidad sanitaria en Melilla. Cuatro naves más están listas para hacer lo mismo, si es necesario. Quien está lejos de casa y lo estará aún por cuatro meses es el Audaz, en misión contra la piratería en el Golfo de Guinea.
Pese al descenso drástico del tráfico (y de las incidencias), Salvamento Marítimo sigue donde siempre, vigilando nuestras costas y velando por las tripulaciones con todos sus recursos movilizados: 73 embarcaciones, entre ellas las rápidas salvamares, catorce aeronaves y 1600 profesionales. Los que están destinados en navíos donde se puede hacer vida a bordo estarán dos meses sin salir para minimizar riesgos y evitar a toda costa bajas médicas, ya que la asistencia a mercantes y pesqueros es estratégica.
Otro tipo de ángel de la guardia en el Mediterráneo son los buques de rescate de migrantes. La tripulación del Open Arms, confinada a bordo en el puerto de Burriana y con los motores en muy mal estado, vio partir hace unos días al Alan Kurdi, que marchó a vigilar las aguas del Mediterráneo central, aunque el virus parece haber reducido el tránsito de desplazados que escapan por mar de la guerra y la pobreza. Los otros dos rescatadores han pasado la cuarentena en Sicilia, tras sus últimas misiones: el Ocean Viking (sucesor del Aquarius) en Pozzallo y el Sea Watch 3 en Mesina.
Fernando Miñana nos contaba hace dos semanas cómo era la vida de Connie y Julio a bordo del Smile, un velero de once metros atracado en la Marina de València. Ellos y muchos otros que decidieron en algún momento un cambio de vida, viven en sus barcos, navegan siempre que pueden y son quizá a quienes menos afecta el confinamiento. Están acostumbrados a vivir en pocos metros, durante navegaciones largas, por semanas o meses. Suelen ser, además, personas solitarias, con escaso interés por las multitudes. Algunos trabajan en tierra, viven en puerto y siempre que pueden se escapan mar adentro. Otros viven en y del mar. En primavera y verano hacen dinero embarcados en yates, transportando embarcaciones de puerto a puerto o usando su propia casa flotante para organizar viajes con pequeños grupos. Así llenan el granero para el invierno. Este año lo tendrán crudo, pero son gente de mar, curtida y acostumbrada a la adversidad, alejada en su mayoría del estereotipo glamuroso que muchos tienen en mente. El mar, como el virus, iguala a las personas más de lo que cabría imaginar.
Están todos ellos y luego está la particular cuarentena del valenciano Rafael Lambiés, un navegante acostumbrado a largas travesías en solitario por el Mediterráneo, que ha decidido pasar el confinamiento con el ancla de su velero Brisa, de 10 metros, echada frente a s'Espalmador, con comida, agua, lectura y placas solares para resistir un mes. Llegó antes del cierre de puertos. Y decidió quedarse. En la isla formenterera cambia de fondeo, si es necesario, cuando rola el viento. Los quehaceres diarios le tienen más ocupado de lo que quisiera. ‘Casi no me da tiempo ni de leer’ declaró a la Ser hace unos días. Era obvio que alguien desafiaría al mundo y seguiría al pie de la letra los versos de Pessoa. Seguro que alrededor del orbe hay muchos otros como Lambiés que pasarán la pandemia (y cualquier otra calamidad) en su medio natural, el mar.
Suenan con fuerza las campanas de Santa Maria del Mar, mientras acabo de escribir, entre el silencio matizado por una lluvia amable. Cierro los ojos como si fuese un marinero del siglo XIX llegando al puerto del Grau, feliz de haber salvado con éxito la travesía y de escuchar ese repique familiar y atávico que reconforta el corazón más atribulado. Dios es un tipo con barba, dicen algunos creyentes. Otros sostienen que es justo esta esperanza, la alegría sencilla e íntima de un retorno, de unas campanadas cerca de un puerto.