Nuestro día a día se parece mucho a esas caídas en las que con el equilibrio perdido, la cabeza y el torso se adelantan más de la cuenta y nos precipitamos hacia adelante durante un tiempo que es menor o mayor, más patético o menos en función de nuestra pericia, hasta que finalmente no logramos mantener más esa diagonal imposible y acabamos cayendo de bruces con los brazos por delante tras una triste carrera a ninguna parte: con el desayuno deslizándose garganta abajo nos lanzamos a la jornada, que nos ve venir y nos reserva pronto una zancadilla, y ya a partir de ahí todo es una carrera de obstáculos que vamos salvando hasta el desenlace inevitable de caer exhaustos en el sofá o en la cama. Como en la película, el mañana nunca es suficiente y nos vemos obligados a no hacer caso a la experiencia, y cuando vuelve a sonar el despertador, nos montamos en la bala -como en el libro- y tratamos de cabalgarla, aun a sabiendas de que no estamos hechos para la velocidad de los proyectiles sino en todo caso para la de las cañas cuando las mueve un viento suave, que ya es. A semejante velocidad enfermamos y nos descomponemos, pero al parecer no queda otra: todo el mundo está corriendo y a quien se queda descolgado del pelotón le pasa como a esas langostas que cruzan de orilla a orilla del mar en un enjambre en el que todas saltan sobre los lomos de todas durante kilómetros, y las que se quedan sin nadie sobre quien saltar caen al agua y se convierten en alimento para los peces.
El correr es uno de los signos de los tiempos. Tanto es así que los artículos para corredores ocupan estanterías kilométricas en las grandes superficies que venden productos deportivos. Hay carriles específicos para correr en los parques, moda para correr en las tiendas y libros como De qué hablo cuando hablo de correr. Los emprendedores corren, y los mejores entre ellos corren mucho más: corren ironmans. A los mejores de los mejores eso no les satisface, y corren ultramans. Si no eres de emprender no hay problema: hay muchísimas carreras populares. La cuestión es no detenerse, entrenar, empujar los límites tal y como se suele decir en las charlas tedexianas. Nunca antes se habían realizado tantas pruebas de esfuerzo. La cardiología no da abasto. Tampoco los psicólogos ni los psiquiatras, porque tanta velocidad y tanta exigencia han allanado el terreno a un mal que si bien no es exclusivo de esta era, sí ha encontrado en ella el espacio y el tiempo perfecto para multiplicarse a sus anchas. La ansiedad, igual que la depresión, las alergias y la obesidad, nos representa tanto como representaron la desnutrición o la peste durante centenios a las poblaciones humanas. La ansiedad es una de las primeras causas de baja laboral, y si bien sus síntomas se empiezan a reconocer con mayor facilidad pese a la tendencia de muchos a confundirla con el nerviosismo igual que le ocurría a la depresión con la tristeza, sus causas no son sencillas de identificar, porque como narra la escritora londinense Olivia Sudjic en Expuesta. Un ensayo sobre la epidemia de la ansiedad [Alpha Decay, traducción de Javier Guerrero], esta puede irrumpir en nuestras vidas también cuando la vida nos sonríe ofreciéndonos la posibilidad de publicar una novela y darnos a conocer, que es aparentemente algo positivo para quien se dedica a escribir.
Sin embargo en Sudjic esta circunstancia detonó una grave crisis de ansiedad que la llevó a sentirse terriblemente vulnerable ante la opinión pública, a ver peligro en todas partes, a sufrir oleadas de terror, náuseas, desconfianza, asfixia y a mantenerla en un estado de hiperalerta catastrófico: “Encontrar reacciones al libro en la red, incapaz de ver a los potenciales lectores como ellos podrían verme, empezó a causarme un cosquilleo en la piel, como si me treparan hormigas, inspeccionándome desde atalayas y de un modo magnificado en el que yo no podía verme [...] Mi teléfono (que, como escritora nómada de café, es mi única oficina) empezó a provocar sensaciones similares. No tuiteo, he dejado Facebook y he cerrado mi sitio web de autora al que me obligó el contrato. He alterado mi configuración de privacidad y he sopesado borrar mi cuenta pública de Instagram. Cuando estuve a punto de hacerlo, comprendí que había establecido un pacto faustiano. Me preocupaba tener todavía menos control. Temía perder la voz”. La velocidad, y la exposición. Hemos renunciado a la intimidad a cambio de enormes ventajas que nadie puede negar, pero también sacrificando a un número creciente de personas que no son capaces de vivir con normalidad en un entorno siempre vigilante y dispuesto a valorar lo que se le ponga por delante, en demasiadas ocasiones haciendo gala de una frivolidad, una ignorancia y una crueldad criminal. En el caso de Sudjic, como en el de tantos otros, no fue la crítica negativa sino la amenaza de esa sobreexposición a un otro inmenso e imposible de abarcar que sin embargo puede aplastarnos con su peso amorfo e indolente porque sí, porque estábamos ahí en lugar de en otra parte.
“Pienso en esto cuando estoy en la noria de mi insomnio y decido, para atenuar la vigilancia y finalmente quedarme dormida, que sería mejor no escribir más, sobre todo si escribir significa publicar [...] me siento sumamente tentada, tanto en un estado de ánimo racional como en uno ansioso, a resistirme del mayor número de formas posible a participar en internet. Pero creo que eso sería simplista. Tanto en términos prácticos como en lo relacionado con la ansiedad: los desencadenantes que existen en la red o en la edición existen en la vida real y en otros lugares. Evitarlo es lo que conduce a la gente ansiosa a no salir nunca de casa, ni siquiera de una habitación”. La experiencia de Sudjic en Expuesta tiene que ver mucho también con esa a final de su título, esa a que conlleva una serie de juicios misóginos que desprecian la literatura escrita por mujeres encasillándola en esa aberración que es la etiqueta de literatura femenina, cuando tal cosa no existe: solo existe la literatura.