No creo que haya motivos para estar orgulloso de una opción sexual. Ser homosexual, bisexual o heterosexual es un accidente menor de la personalidad. Es más importante tu bondad, tu inteligencia o tu coraje. Convertir la homosexualidad en una seña de identidad es empobrecedor
Mi primera invitación al amor homosexual fue en el otoño de 1986. Viajaba en el autobús que recorre todo Madrid y un hombre que guardaba un extraordinario parecido con el actor Luis Escobar intentó entablar conversación conmigo. Me preguntó cómo me llamaba y esas cosas que se dicen para romper el hielo. Cuando llevábamos unos minutos de charla comenzó a frotar su pierna con la mía. Eso me inquietó pues constituía una novedad extraña en mi vida. A continuación se insinuó aunque no recuerdo qué me dijo. Fue correcto y cortés. En ese momento me di cuenta de que la mejor manera de salir de ese jardín era inventarme una novia de nombre Josefina. Él se decepcionó y vio que no había nada que hacer con ese joven de melena rubia que le recordaría al Tadzio de la película de Visconti.
El hombre que se parecía a Luis Escobar (¿sería Luis Escobar?) me previno contra las mujeres y en particular contra todas las novias. Le hice el caso. La veteranía manda. Gracias a sus consejos me enorgullezco de haber sorteado toda clase de trampas, de envenenados cantos de sirenas, de relaciones formales para toda la vida, etc. Se bajó en Princesa y continué en dirección a la Ciudad Universitaria. Eran los años del sida, la enfermedad que se cebaba con los gais y los drogadictos. Tuvimos noticia de que existía cuando uno de los actores más viriles de Hollywood, Rock Hudson, confesó que le gustaban los hombres. Cuando le preguntaron su opinión sobre la homosexualidad contestó de la siguiente manera:
—La homosexualidad existe.
Toda reivindicación justa —y la de los derechos de los homosexuales y las lesbianas lo es— acaba cansando si se repite como una letanía fatigosa. Eso está pasando hoy
Sí; el sexo o el amor entre dos hombres, entre un hombre y una mujer o entre dos mujeres existe desde el principio de los tiempos. Discutir si eso es natural o natural, si es moral o inmoral, es una pérdida de energías. En una vida tan corta como esta, y a menudo tan hecha de días amargos y dolorosos, cada cual busca el cuerpo que mejor le acomoda. Como dijo Jorge Bergoglio, ¿quién soy yo para juzgar un gay?
En apariencia, España ha cambiado mucho en su trato con los homosexuales. De ser un país campeón en machismo, sólo superado por los iberoamericanos y árabes, pasó a convertirse en el adalid de los derechos de este colectivo. Hubo un político leonés que mandó aprobar una ley para el matrimonio gay. Desde entonces todos —unos más que otros— sacamos un amigo homosexual del armario. Y presumíamos de ello. Lo gay, lo queer, lo rosa pasó a estar de moda. A todo homosexual se le presumía un plus de sensibilidad y talento. Nadie osaba criticar semejante majadería. En algunas cadenas privadas de televisión ser gay era casi un requisito imprescindible para que te contrataran como presentador. Conocimos el lado glamuroso de la homosexualidad, el que representaban Jorge Javier y Boris, sin problemas de efectivo para llegar a fin de mes.
Se ha avanzado mucho pero no se ha conseguido la completa aceptación de los homosexuales en todos los ambientes. Muchos de ellos, sobre todo si son pobres y viven en pueblos pequeños, siguen estando marginados. Algunos de esos homosexuales ocultos esperan a que llegue junio para celebrar el Día del Orgullo Gay, que va camino de convertirse en un mes. El capitalismo, que todo lo asimila, lo explota con creces. Lo homosexual es un producto de rentabilidad asegurada. Las empresas observan esta singular romería con interés creciente. En concreto, los hoteles de València y Madrid rozan el lleno estos días. En lo que a mí concierne, nunca he asistido ni asistiré a este desfile cuya puesta en escena me parece un tanto forzada.
No creo que haya motivos para estar orgulloso de ser homosexual, por respetable que me parezcan las personas que así lo defienden. Ser homosexual, bisexual o heterosexual es un accidente menor de la personalidad. La orientación sexual de cada hombre o mujer es un asunto nimio si se compara con su bondad, su inteligencia o su coraje, o con la ausencia de estas virtudes. Convertir la homosexualidad en una seña de identidad es empobrecedor. Además, ¿hasta qué punto esto no nos viene dado? Si fuera así, no tendríamos capacidad de elección. Enorgullecerse de ser gay sería lo mismo que sacar pecho por ser pecoso o pelirrojo, un incidente de la naturaleza. ¿Somos nosotros los que construimos nuestra identidad sexual? Tengo mis dudas pero no dedicaré ni un minuto a resolverlas. Me aburre. Lo que sí creo es que el sexo puede conjugarse con los verbos ser o estar según los momentos de la vida.
Toda reivindicación justa —y la de los derechos de los homosexuales y lesbianas lo es— acaba cansando si se repite como una letanía fatigosa. Esto está pasando hoy. Todos los días tenemos a los líderes del colectivo gay con la matraca de sus derechos, siempre prestos a la caza de un homófobo en cualquier esquina de la ciudad. No vendría mal que se serenaran. Me recuerdan a ese amigo con ínfulas de heterosexual invencible que cada lunes presumía en el bar de sus conquistas del fin de semana. Al final, hastiados de esa virilidad trasnochada, dejamos de hablarle, por pesado.
En la vida las cosas se deben vivir con naturalidad y sin aspavientos, incluida la sexualidad. Aquel señor que se parecía a Luis Escobar, tan elegante y tan educado, al que hoy rindo un cariñoso y delicado homenaje, me dará la razón desde el paraíso, un lugar en el que nunca faltarán efebos griegos para mimarte.