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tribuna libre / OPINIÓN

Otra vez 'El origen del mundo'. Cancelación, censura y procrastinación

26/03/2022 - 

Cuando Courbet pintó, allá por 1866, El origen del mundo, su cuadro escandalizó a la buena sociedad, tan escandalizable siempre, pero su intención era más bien desafiar el academicismo de los delicados desnudos de temática mitológica que, por entonces, eran el máximo aceptable en este campo. Ya en plena segunda mitad del siglo XX, cuando el Estado Francés acabó heredando el cuadro, aún le costó casi medio siglo atreverse a exhibirlo en el Quai d’Orsay. Pero a un usuario de Facebook le costó en 2018 tres años y una sentencia judicial que la plataforma le aceptara esta imagen en su perfil. El algoritmo censor de Facebook no entiende mucho de arte… ni de nada, por supuesto, y no le importa mucho hacer el ridículo repetidamente. Instagram, la red social perteneciente a la misma matriz empresarial que Facebook, acaba de mostrar que su algoritmo y sistema de censura no es mucho más listo. Y Twitter más de lo mismo. Acaban de decretar que la publicación en la que la profesora Ana Valero da a conocer su reciente libro sobre la pornografía y la libertad de expresión "infringe las Normas comunitarias sobre desnudos y actividad sexual". Pero no debido a la temática del libro, sino a causa de su portada, que incluye una fotografía inspirada en la obra de Courbet. 

Esto tiene toda la pinta de ser un simple caso de censura, de la de toda la vida. Claro que hoy no se censura en nombre de la moral o el buen gusto, sino de un modo más sutil y posmoderno. Se censura en previsión de que algunos individuos o colectivos de la 'comunidad' (entiéndase aquí a los usuarios de Instagram), con especial sensibilidad, pudieran sentirse ofendidos. El argumento es perfecto, además, para enlazar con la sensibilidad contemporánea hacia las minorías y el deseo de inclusión.

Es el tipo de argumento con que suelen empezar también las campañas de 'cancelación', esas que pueden convertir cualquier desliz de un famoso en un calvario de desaprobación, en un linchamiento digital, verdaderamente dañino en esta 'economía de la Atención' en que vivimos o, mejor, vive el mundo de la creación.

Sin embargo, no creo que estemos aún en este caso ante una campaña de ese tipo, sino ante otro episodio de rancio conservadurismo moral, disfrazado de falsa sensibilidad multicultural. Es el reino de los ofendibles, portadores de un presunto "derecho a no ser ofendido". Ni existe ese derecho, ni puede haber un tribunal que juzgue continuamente la corrección y el respeto necesario en el debate público, como no sea la propia educación democrática de públicos y actores. Lo que quizá sí que exista es el derecho a que la gente no se ofenda tanto.

Los criterios de definición de la obscenidad tienen siempre un lado ridículo, porque atienden a la sensibilidad más conservadora y espantable del espectro social. Entendámonos, Facebook retira una foto de la Sirenita de Copenhague porque algunos usuarios/as tirando a fundamentalistas de algún credo suben su protesta a la plataforma. Este es un mecanismo perverso, muy acorde con los tiempos populistas que vivimos, porque suele justificarse en el respeto a la sensibilidad de ese pequeño y aguerrido grupo de usuarios, que enarbolan su derecho irrestricto a no ser molestados. Pero ¿no habíamos quedado, con el TEDH, en que la libertad de expresión protegía, sobre todo, a las expresiones "que ofenden, hieren o molestan"?

Facebook/Instagram censura la foto de un padre que se ducha con su hija para bajarle la fiebre, porque algún grupo de usuarios muy sensibilizados con la pederastia vio fantasmas en esa bella imagen de la paternidad, y ese grupo, al parecer, merecía protección. Las personas que se escandalizan por la lactancia en público consiguen estigmatizar esas imágenes de crianza mamífera y la transmiten a los administradores de estas plataformas. Los creyentes de Mahoma o de Cristo recurren contra ofensas icónicas o lo que, en su delicada hipersensibilidad, perciben como tales. Y a todos ellos debe satisfacer la gran plataforma, aunque sea a costa de molestarnos a los demás con sus idioteces censoras. Las propias "normas comunitarias" de Instagram o Facebook incitan a los usuarios a denunciar las cosas que les incomoden. Es la democratización de la censura, tan nefasta para la libertad como, pongamos por caso, la democratización de la vigilancia policial mediante patrullas ciudadanas.

Pero la censura de un pezón, como en el cartel de la última película de Almodóvar, de una madre amamantando a su bebé (Christine Rushing), del sexo y el vientre de una mujer, como en el caso que nos ocupa del libro de Ana Valero, sin embargo, tiene connotaciones particulares. Por su reiteración casi obsesiva llega a parecerse mucho a los temores religiosos frente al cuerpo, en particular, el femenino. Ya se preguntaba Rigoberta porqué dan tanto miedo las tetas. En realidad, ya sea Meta (la matriz de Instagram y Facebook), la Santa Madre Iglesia o los imanes del Islam, lo que hacen es ceñirse a una lectura exclusivamente sexual de los cuerpos. Cosas de la obsesión religiosa y trascendente. Les resulta imposible descargar de potencia sexual cualquier imagen corporal (mucho más las tetas que los torsos masculinos, todo hay que decirlo). Diría que en ambos casos se trata de la misma clase de miedo: los hombres de nuestro patriarcado ancestral pueden entrar en erupción si se les provoca con cuerpos, melenas o pieles visibles y no hay modo de saber a dónde nos llevaría eso, porque el patriarcado no entrena a los hombres en la contención, ni siquiera en la negociación de sus deseos. Así que mejor les evitamos la ocasión y con ella el peligro. Es mucho más barato que educar a los chicos en una nueva masculinidad, menos bárbara. Así que la censura funciona como una pura procrastinación, una forma de posponer eternamente la educación en la libertad.

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