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el paciente cero valenciano

Kike Mateu: «Ahí dentro, cada golpecito se siente como un puñetazo»

Kike Mateu, un periodista de 44 años, fue el primer valenciano infectado por el coronavirus. Estuvo siete días sin saberlo, veinticuatro más ingresado en el Clínico y otros siete aislado en una habitación de su casa. Esta es su historia

| 17/04/2020 | 12 min, 55 seg

VALÈNCIA. «... Juntos hasta las cuatro para hablar de esto que tanto nos gusta llamado deporte». La voz de Kike Mateu daba así la bienvenida a sus oyentes, cultivados durante lustros en diferentes emisoras de radio de València. Últimamente sintonizaban Intereconomía para escuchar su programa, pero también para oírle cantar los goles del Valencia CF, su Valencia. El equipo al que sigue desde hace veinte años. Por eso, el 18 de febrero se subió a un avión de Ryanair y voló hasta Pisa. Allí, en el mismo aeropuerto, como es su costumbre, alquiló un coche, metió las llaves y se puso a hacer una de esas cosas cotidianas que le fascinan: conducir.

El periodista de 44 años cogió aquel Fiat 500 y pisó el acelerador durante dos horas y cuarto hasta Milán, donde el Valencia iba a jugar al día siguiente contra el Atalanta el partido de ida de los octavos de final de la Champions. Ahí siguió con sus hábitos, como evitar las grandes ciudades, donde es complicado aparcar, para hospedarse en algún lugar de las afueras, más tranquilo y más económico. «Esta vez me fui a un pueblecito que no sé ni cómo se llama, a veinte kilómetros de Milán», recuerda.

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A la mañana siguiente se desplazó hasta la ciudad lombarda y estacionó el Cinquecento cerca de San Siro, donde juega la Champions el Atalanta de Bérgamo. Después cogió el metro y se plantó en la Piazza del Duomo, junto a la imponente catedral gótica, donde se congregaron los 2.300 valencianistas desplazados, para hacer un par de conexiones en directo desde allí. Regresó al estadio que acogería esa noche el encuentro. «Ahí me infecté. No lo sé con certeza, pero a la ida y a la vuelta son los dos únicos momentos en los que me mezclé con italianos, ya que en el Duomo prácticamente todos eran valencianos».

Mateu reestructura aquel viaje en su mente desde la habitación donde está confinado en su casa, en el barrio de la Malvarrosa, durante el tramo final de su cuarentena tras haberse visto infectado por el SARS-Cov-2; el coronavirus que ha parado el mundo. Han pasado 38 días desde aquel vuelo a Pisa y ya está curado, pero antes, el día que descubrió que estaba enfermo, se convirtió en el paciente cero en la Comunitat Valenciana. 

Todo el país está encerrado y aburrido. Él no. Kike está encerrado, sin poder salir de una habitación, sin poder abrazar a su mujer, María José, ni a su hijo Iker que, el día de la entrevista, cumplía trece años. Pero el periodista está feliz. «Mi perspectiva es diferente. La gente pasa de llevar su vida, ir al trabajo, pasear y hacer lo que le da la gana, a encerrarse en casa. Pero yo vengo de estar 24 días en un hospital, así que estar en casa, comiendo comida normal, viendo, aunque de lejos, a mi mujer y a mi hijo, es como estar en Disneyland París».

Luego vino la febrícula, el malestar general, la tos seca... Una sintomatología que ahora cualquier español reconocería al instante

A su regreso de Milán, Mateu siguió su vida con normalidad. El coronavirus era algo que se escuchaba en las noticias y a lo que nadie prestaba demasiada atención. «Los tres primeros días transcurrieron sin problemas. El sábado, y eso es algo que sé ahora, noté algo raro narrando el partido; me faltaba el aire, algo que a mí no me suele pasar. Al día siguiente ya empecé a sentirme mal».

Se levantó y empezó a notar una especie de agujetas en el pecho y ciertos problemas para respirar. Luego vino la febrícula, el malestar general, la tos seca... Una sintomatología que ahora cualquier español reconocería al instante, pero que en ese momento era una incógnita para el locutor.

«El lunes aumentaron los síntomas y el martes, al ver que no mejoraba, decidí no ir a trabajar. Como vi que me encontraba cada vez peor, pensé: ‘‘¿De verdad voy a ser el único desgraciado que va a tener esta enfermedad?’’. Me dijeron que fuera al hospital. Primero me dirigí a La Salud, donde me tiré cuatro horas para que me informaran de que la privada no lo asumía y que tenía que irme al General. Como no voy nunca a un hospital, me confundí y me dirigí al Clínico. Y ya no salí de ahí...». A las cuatro de la madrugada, Kike Mateu se convertía en el paciente cero de la Comunitat. Lo ingresaron en una habitación —«creo que la 319», intenta recordar— y ya no se movió de allí en 24 días.

El diagnóstico no desató el pánico. Ya había algo de información sobre la Covid-19 y en esos momentos no existía una gran alarma. Al contrario. Eran los días en los que se propagó por toda España aquello de «esto es menos que una gripe». Y él no era una excepción. Era imposible pensar que no saldría del Clínico en casi un mes. «Aunque aparentemente soy muy histriónico, soy muy cerebral, muy racional. Y si el 85% de los casos tienen síntomas leves, yo no iba a tener ningún problema. En realidad, lo único que se me pasó por la cabeza en ese momento fue: ‘‘¿Pero tú eres gilipollas?’’.‘‘¿Se puede tener más mala suerte?’’».

A las cuatro y media de la madrugada estaba ya instalado en su habitación. Llevaba lo justo, pues no esperaba acabar el día confinado en un hospital. No pudo dormir. Durante las siguientes cuatro horas se dedicó a rastrear su recorrido durante esos siete días que transcurrieron entre San Siro y el Clínico. Hora a hora. Persona a persona. Que si Eduardo Esteve (Onda Cero) le había hecho una foto en el estadio. Con quién se había sentado en el avión de vuelta. A quién abrazó al llegar a casa. Un paso tras otro hasta reconstruir ese puzle. «Les mandé un wasap a todos», apunta.

Una treintena de personas recibieron ese mensaje. Se enteraban de que Kike se había contagiado en Italia, pero también de que ellos podían ser el siguiente eslabón en esa incipiente cadena de propagación del virus. «La suerte es que soy muy hogareño y voy del trabajo a casa y de casa al trabajo. Aun así me alejé de la familia y al final solo contagié a cuatro compañeros del curro». Cuatro compañeros de Radio Intereconomía, en el mismo edificio, en el polígono Vara de Quart, en el que también está, en la planta de arriba, la redacción de Las Provincias, donde ha habido algunos casos más.

No se martirizó por haber transmitido la enfermedad, pero sí que sintió la responsabilidad del acto involuntario. «No me asusté porque cuando todo esto empezó y solo había un paciente, yo, aquello era muy fácil de controlar. Así que solo me siento responsable de las personas del círculo reducido de infectados de la radio y el periódico. Porque estando en el hospital comencé a ver cómo se desbordaba en Madrid, en el País Vasco, en Logroño... Y eso, evidentemente, ya no tenía nada que ver conmigo».

El paciente viral

Los días siguientes, él y los cuatro profesionales a quienes había contagiado se mantuvieron informados, compartieron sus síntomas, sus miedos, su aburrimiento. Y con el discurrir del tiempo descubrieron y constataron que pasaron de ser los ‘pringados’ con coronavirus a los privilegiados que se lo detectaron con el sistema sanitario en su plenitud. Cuando aún había camas libres y médicos y enfermeros descansados.

Kike Mateu cuenta esto desde su casa, donde puede oír las conversaciones entre su mujer y su hijo; donde puede hacerle un encargo a María José; donde puede abrir la puerta y hacer el gesto de mandarle un beso a Iker que vuela por el pasillo hasta caer en la mejilla del niño. Solo faltan unas horas para completar la ecuación: siete días desde Milán hasta el Clínico + 24 días ingresado + siete días recluido en una habitación de su casa. ¿Resultado? Un paciente curado y feliz.

«Es muy importante el talante, estar sonriente y de buen humor. Y ahí estás tú solo, así que es muy importante la fortaleza mental»

Tras la confirmación del positivo vinieron 24 días recluido en una habitación de hospital que solo se abría para que entrara un médico, una enfermera o la persona que limpiaba y desinfectaba aquel espacio a diario. Hubo días mejores y hubo días peores. Subidas y bajadas. Un duro golpe fue el primer positivo después de ser ingresado. Lo peor, el positivo después del primer negativo. ¿Lo ves? Pues ya no lo ves. «Eso fue un palo porque, ahí dentro, cada golpecito se siente como un puñetazo. Pero, en general, me mantuve emocionalmente estable. Es muy importante el talante, estar sonriente y de buen humor. Y ahí estás tú solo, así que es muy importante la fortaleza mental».

Kike Mateu era el paciente cero pero también era un periodista viviendo la enfermedad desde un lugar privilegiado. Y eso no se desperdicia. Así que tomó la decisión de comunicar lo que le pasaba, cómo se sentía, cómo evolucionaba... «Decidí, no sé si acertadamente o no, que tenía la responsabilidad de hacer algo. Y la mejor forma de ayudar a la gente era mandar un mensaje riguroso».

Eso fue después de que, contra su voluntad, se filtrara —qué le van a contar a un periodista— su nombre en la prensa. Así que, ya que se sabía, tocaba dar un paso al frente. «Exponerte públicamente te puede convertir en un mono de feria, aunque a mí me ha llegado que he sido justo lo contrario. He recibido miles, pero miles ¿eh?, de mensajes de agradecimiento por lo que he hecho. Fui el primero en hablar, en dar un mensaje claro, desde la experiencia, y no como hablaban los tertulianos en la televisión. Y eso le llegó a la gente».

Y tanto que le llegó. Sus tuits comenzaron a hacerse virales. Grabó un vídeo y, después, por la noche, encendió la tele, se encontró a Pedro Piqueras entrevistando al ministro de Sanidad en Telecinco y Salvador Illa estaba comentando y elogiando su vídeo. «No me lo podía creer. ¿Pero qué está pasando?».

El periodista conocido por salir en El Chiringuito se convirtió en el paciente famoso por hablar del coronavirus. Y entonces comenzó a sonar el teléfono, que ya no ha vuelto a parar. Cada día colgaba un tuit explicando cómo estaba y cada día era entrevistado por Susanna Griso o Ana Rosa Quintana. «Eso me mantuvo mentalmente ocupado, me vino bien».

Cuando se aburría, se ponía una serie o una película. Y poco a poco fue acostumbrándose a que entraran los profesionales del hospital pertrechados con gafas de buceador, doble guante, mascarilla... «Iban vestidos para enfrentarse a un tío que tenía el coronavirus. Al principio veías el miedo en sus ojos, pero luego ya se acostumbraron y se acabaron convirtiendo en mi pequeña familia del Clínico. Son lo mejor que me llevo. Esos 24 días me permitieron descubrir que un hospital es como una pequeña ciudad con sus códigos, pero también con mucha generosidad, templanza, cariño... Es impresionante. Me los llevo conmigo para siempre y cuando pase todo esto lo primero que haré será ir a conocerles sin mascarilla y darles las gracias personalmente uno a uno».

«He descubierto que un hospital es como una pequeña ciudad con sus códigos, pero también con mucha generosidad, templanza, cariño...»

El 22 de marzo entró el médico en su habitación. Kike reaccionaba como los animales en medio de la sabana cada vez que percibía movimiento detrás de la puerta. Llegaban novedades. Ese día le vio una sonrisa antes de comunicarle que traía buenas noticias. Las mejores. «Me emocioné mucho», rememora. Recogió sus trastos, los limpió con hidroalcohol y cuando, al fin, después de 24 días, era libre, algo le retenía. «Debe ser algo parecido al síndrome de Estocolmo pero una parte de mí no se quería ir. Quizá porque sabía que en ese momento se iba a acabar una historia muy importante de mi vida».

La noticia llegó a las once de la mañana y a las 13:30 estaba en la calle buscando su coche. El vehículo estaba, pero la ciudad era otra. Después de aparcar, avisó a su mujer de que iba a subir. Cuando salió del ascensor, se encontró la puerta de su casa abierta. «Entré y cuando vi a mi mujer y mi hijo, rompí a llorar».

Ese día saboreó un humeante arroz caldoso y de postre se zampó unas natillas, con galleta María, como a él le gustan. El paciente cero, el más lento en recuperarse de los compañeros de la radio y el periódico, regresó con seis kilos menos pero con el alma llena por la infinidad de mensajes de agradecimiento que le colmaron.

Ahora quiere retomar su vida, abrazar a su familia y que vuelva a rodar el balón cuanto antes para recuperar su empleo y la felicidad que le proporciona narrar un gol. «No es mi trabajo, es mi vida». El día del Valencia-Betis, el primero que no narraba en años, se quedó bloqueado cuando marcó Parejo y se dio cuenta que no sabía qué hacer. Claro, llevaba veinte años gritándole a un micrófono cuando había un gol. «Entonces me puse a llorar y creo que solo he llorado cuando Vicente marcó el gol que le dio la Liga al Valencia CF o en las finales de la Champions».

Kike se define como «un periodista del pueblo» y, más allá de las llamadas y wasaps de dirigentes y futbolistas, le traspasan el alma los mensajes de los aficionados, de sus oyentes. Y, en especial, uno que le partió como un rayo que cae sobre un tronco seco: «No te preocupes, que pronto estarás hablando de esto que tanto nos gusta llamado deporte».  

* Este artículo se publicó originalmente en el número 66 de la revista Plaza

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