VALÈNCIA. El coronavirus ha irrumpido en nuestras vidas como un meteorito. Ha cambiado profundamente los hábitos de toda la población, recluyéndonos en nuestras casas y obligándonos a adoptar todo tipo de medidas profilácticas y de distanciamiento social. Deteriorará, inevitablemente, la situación económica a nivel mundial, con millones de puestos de trabajo en juego en España, así como la prosperidad, o al menos la garantía de unas mínimas condiciones de vida, de la gran mayoría de la población. Ha puesto en riesgo la vida de miles de personas, y más aún merced al colapso del sistema sanitario. Y, en el momento de escribir estas líneas, a la espera (o, más bien, esperanza, que como es sabido es lo último que se pierde) de que aparezca algún tratamiento milagroso o de que el aumento de las temperaturas reduzca significativamente el impacto de la enfermedad Covid-19, todo indica que la cosa va para largo.
La pandemia está poniendo a prueba las estructuras de nuestra sociedad, a todos los niveles. También, y particularmente, al institucional. En España, pocos salieron bien librados del primer embate del coronavirus. Los gobiernos, a todos los niveles, lo trataron como una inoportuna molestia que no debía suponer cambio alguno en nuestras costumbres y forma de vida, sobre todo si los políticos percibían dichos cambios como medidas impopulares que podrían costarles votos. Véase el caso arquetípico de las instituciones valencianas con las Fallas.