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València tiene ‘un Fisac’ pero aparentemente no lo tiene mucho. En comparación con su derruida Pagoda, en Madrid, la supervivencia del edificio Moroder apenas acapara atención. Tampoco protección
VALÈNCIA. El mayor elogio que puede recibir un arquitecto es que una de sus obras siga estando presente a pesar de que ni tan siquiera ella exista. Es lo que ocurre con la Pagoda, en Madrid, obra de Migue Fisac, levantada a mediados de los sesenta. Su exotismo, ese planteamiento tan ligero y refrescante, imposible de alcanzar para cualquier señoro encorsetado en el dogma español del momento, ha sobrevivido a su propio cemento. También a sus cimientos, tan resistentes que, ni habiendo saltado por los aires, pudieron derribarse: allí siguen, sobre un plano invisible.
Sede de los laboratorios Jorba, el caballero manchego que era Fisac decidió colapsar el inmovilismo del estilo edificatorio de la época haciendo lo que mejor se le daba: agitar la modernidad en su coctelera para obtener una solución propia. Aquellos 45 grados con los que giró cada planta respecto a la planta precedente, venía a situar en un marco nuevo la realidad española. En el futuro, hasta los edificios parecerían estar moviéndose.
Por la misma época, en circunstancias similares a pesar de lo específico de la Plaza de Tetuán y su contexto, Fisac abordó en València su propia obra. Lo hizo, como refleja la arquitectura y divulgadora Merxe Navarro, en pleno idilio con la cultura japonesa, que cultivaba y se asomaba a sus planteamientos. Se llamaría Edificio Moroder, dando continuidad a los propietarios del palacio precedente de la nueva construcción: la familia Moroder.
‘El Moroder’ vive, aunque lo hace discretamente; la Pagoda no existe, aunque copa admiración constante. El escaso eco que, seis décadas después, tiene Fisac en València merecerá algunas razones.
Si, con la torre madrileña, Fisac buscaba sacarse de encima la ranciedad constructiva que le acosaba, como en un parto por fórceps, su intervención en la plaza Tetuán estaba llamada a tener el efecto de un electroshock. En ese entorno, cogollo de la burguesía valenciana, su ideario irrumpía con un lenguaje que nada tenía que ver con los casones colindantes.
Su adscripción al movimiento moderno le vale el reconocimiento de Docomomo, la organización que inventaría el patrimonio al respecto. Al reconocerlo ensalzan la visión “anticonformista” e “investigadora” de Fisac: frente a un entorno histórico, nada que ver con la ubicación de la Pagoda -hacia al aeropuerto, en la A2-, en lugar de querer que su edificio se impusiera, que aprovechara cada porción de espacio, decidió todo lo contrario: sería la ciudad la que se colaría en su construcción, a través de zonas verdes y una “edificación retirada”.
Fisac solía destacar la generosidad del promotor que, en lugar de darle carpetazo cuando le propuso ajardinar el espacio de contorno, “renunciando a los ingresos que le hubiera proporcionado una mayor ocupación de su parcela”, decidió ceder. Ceder para ganar en calidad, en integración, en respeto urbano. Da la impresión de que esa ausencia de tacañería no ha sido premiada. Bien al contrario, como el Moroder decidió no gritar, sino susurrar, València pareció no escuchar el mensaje.
La arquitectura prefabricada, rasgo diferencial del arquitecto, copa la fachada, de volumetría descompuesta. El jardín delantero conecta el ritmo urbano con la necesidad doméstica, un efecto bisagra tan sutil como su sistema de iluminación, articulado a partir de un sistema de correderas de lama. Como lo define el arquitecto David Calvo, “es una etapa intermedia a modo de filtro entre el bullicio ensordecedor de la ciudad y la intimidad interior de las viviendas”.
Es el único Fisac de València porque su otra obra, que convivía en hermandad con el Moroder, el Instituto Benlliure, fue demolido en 1998. Justo un año antes que la caída de la Pagoda, sobre la cual titulaba así El País: ‘Los arquitectos comparan el derribo con la quema de un ‘miró’. La venta del edificio por parte de los laboratorios Jorba provocó que los nuevos propietarios hicieran tabula rasa. Fisac, que fuera supernumerario y ‘apóstol’ de Escrivá de Balaguer, pero que se alejó radicalmente de sus postulados, denunció la mano del Opus Dei como un intento de desprestigiar su legado.
‘El Moroder’ goza de buena salud pero, como sucede con unos cuantos ejemplares de su estilo, apenas cuenta con ninguna protección. Como si València tuviera ‘un Fisac’ -y además uno clave para entender el intento del cambio urbano en los estertores franquistas - pero lo tuviera en el trastero.
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