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Prestar o no prestar tus libros, esa es la cuestión

Títulos que dejaste a esa persona con la que ya no te hablas, volúmenes que cediste temporalmente a alguien cuyo nombre no recuerdas (y que nunca regresaron a tus manos), sudores fríos ante la posibilidad de que te devuelvan un ejemplar con alguna página rota y muchos otros traumas lectores

29/07/2024 - 

VALÈNCIA. Un martes cualquiera te acuerdas de ese libro fascinante que ahora mismo querrías consultar. No hay nada más importante en el mundo en este preciso instante. Revisas y revisas tus estantes, tus altillos. Miras bajo la cama. Llamas a tu madre. Y nada, no aparece. Entonces te invaden las dudas: ¿cuánto lleva ese volumen desaparecido? ¿A quién se lo prestaste? Y, lo que es más importante, ¿por qué ese despiadado raptor no te lo ha devuelto todavía? Otra variable: hace años le dejaste tu ejemplar de Los detectives salvajes a una persona con la que has perdido el contacto. Esas páginas nunca volvieron a ti. La obra de Bolaño cambió de editorial. Una tercera posibilidad: tienes secuestrados cuatro libros que te prestó un amigo hace meses (o incluso años) y todavía no te los has leído. Títulos que te lanzan miradas de reproche desde la estantería. Deberías devolverlos cuanto antes para no seguir ensanchando el bochorno. Y lo sabes. Porque dejar libros o recibirlos en préstamo no es tan sencillo como parece.

“Prestar un libro es, o me gustaría que fuera, invitar a la conversación. Que alguien lea algo que le dejas porque piensas que va a gustarle lleva implícita la idea de que la lectura se va a comentar. A veces se resuelve con una o dos frases, pero otras se acaba hablando, a través del libro compartido, de la vida”, reflexiona la periodista y lectora prolífica Marta Rojo. Pero, añade, que te presten un libro tiene algo de responsabilidad, “implica hacer dos lecturas a la vez: por una parte, el texto en sí; por otra, una pregunta que es bonita y rara: qué hay de esa persona en ese libro y qué es lo que quiere compartir contigo”. Eso sí, también recalca que una invitación a la conversación no es “una imposición, no es un ‘tienes que leer’. Lo prestas y esperas, no preguntas cada semana ‘por dónde vas’, ‘qué te ha parecido’, ‘con qué te quedas’. Las lecturas obligatorias tipo segundo de bachiller deberían acabarse en segundo de bachiller”

También en el campo semántico de la charla y la curiosidad compartida se sitúa Andrea Moliner, librera en La Primera, escritora y crítica literaria: “prestar libros es una alegría porque supone la prolongación de algo que me apasiona. Pretendo que la otra persona sienta lo mismo que yo o, al menos, que conecte con la novela que tanto he recomendado. También es una forma de iniciar nuevos debates y nuevas inquietudes con tu pareja, grupo de amigas, familia….”.

En el lado contrario tenemos a Gonçal López-Pampló, profesor de Filología Catalana en la Universitat de València, quien asegura no ser aficionado “ni a prestar libros ni a que me los presten. No quiero tener obras ajenas durante mucho tiempo, me pone nervioso y llega un punto en que deseo devolverlos tan pronto como sea posible. Incluso me da miedo perderlos. También me desagrada que tarden mucho en devolverme los volúmenes que he dejado. Prefiero otra clase de préstamo: el de la red de bibliotecas públicas”.

Foto: MARGA FERRER

En esto, el escritor y periodista Eduardo Almiñana es irreductible: “no me gusta que me presten libros, no me siento cómodo con ellos”. En cambio, sí disfruta siendo el que ofrece sus ejemplares a los demás: “no me duele prestar un libro. Si es de los que más aprecio, me supone un pequeño esfuerzo y, a la vez, me resulta gratificante si la persona a la que le llega lo disfruta al menos tanto como yo”.

La periodista y gestora cultural Mara Landa define dejar tus tomos en manos ajenas como “intentar viajar con otra persona. Es llevarte a alguien a un lugar que acabas de visitar para poder vivirlo y comentarlo juntos. Pero supone también una gran tensión... Sería un problema ser amiga de alguien que no devuelve o cuida los libros que le prestan”. En este sentido, Landa solo cede fragmentos de su biblioteca a personas “muy cercanas. Primero por el miedo a que no me lo devuelvan y, segundo, porque si hay algo peor que no devolver un libro es que no se lo lean. Cuando alguien te presta un libro es un ‘por favor, necesito que ames esta parte de mí’ y que te ignoren... eso es criminal”.

Foto: KIKE TABERNER

“Sé dónde están todos los que no están en mi casa”

Frente al pánico de haber perdido para siempre ciertos títulos, solo queda preguntar qué métodos podemos utilizar para, al menos, poder rastrear el paradero de estos títulos que pernoctan en casas ajenas. En el caso de Rojo, su fórmula de vigilancia se basa solo en su memoria “y a veces en el rencor. Sé dónde están todos los que no están en mi casa”. Almiñana no cree tanto en su propia retentiva y emplea una lista en su móvil, “y a veces también en la nevera”. Por su parte, el motor que mueve a Landa aquí es, básicamente, la misantropía: “la absoluta desconfianza en el ser humano me hace recordar quién tiene cada título”. Quien sí tiene sistematizado su universo libresco es López-Pampló: “en mi familia tenemos una base de datos en la que fichamos muchos títulos de nuestra biblioteca colectiva, repartida en tres domicilios, y anotamos allí si un libro está en préstamo”.

Como hemos visto, hay humanos que prestan gajos de sus estantes sin demasiado sobresalto y otros a los que les invade la ansiedad por separación solo con imaginar que sus tomos se alejan del estante. Pero todos tienen algo en común: siempre hay ciertos títulos de los que no se desprenderían temporalmente jamás de los jamases. En concreto, encontramos tres grandes categorías: la de tomos con una carga sentimental especial más allá de la edición concreta; la de esos títulos difíciles de conseguir y que, precisamente por ello, han alcanzado en el imaginario íntimo de sus dueños un estatus de tesoro de papel, y la de aquellos libros con dedicatorias de los autores.

En esta último apartado se encuentra el ejemplar que Moliner no va a dejarte: una edición de Paraíso inhabitado, de Ana María Matute, firmado por la autora meses antes fallecer: “yo era pequeña, fui con mi madre a comprar el libro e hicimos la cola juntas para que me lo dedicará. Lo guardo como una reliquia prácticamente– explica–. Tampoco prestaría algunas ediciones antiguas o de editoriales especiales que son difíciles de encontrar y que por casualidad he conseguido en mercadillos o librerías de segunda mano”. En la misma línea, Rojo no permitiría que pusieras tus sucias manos en ciertos ejemplares “importantes en mi infancia, como los cuentos de Datrebil, o algunos que es una maravilla tener en casa porque son joyas y cuestan de encontrar, como los Cuadernos de todo, de Carmen Martín Gaite”.

Foto: MARGA FERRER

López-Pampló prestaría cualquier libro excepto aquellos títulos académicos que tiene “subrayados y anotados con un sistema que no quiero perder, pues es el fruto de mi trabajo. Y otra excepción muy concreta: durante mi adolescencia me gustaba tener cómics dedicados por sus autores; esos ejemplares no los prestaría. Los libros dedicados se deben quedar en el espacio personal que cada cual tiene para las cosas bonitas, por así decirlo”. Para Landa, en la categoría de no negociables entran aquellos volúmenes que le han regalado “o que vienen de algún lugar especial. Y eso incluye los autorregalos. Jamás prestaría la edición en la que leí Orgullo y prejuicio o mi  subrayadísimo La insoportable levedad del ser”.

Hablando de subrayados, para aquellos que recubren sus tomos con anotaciones o frases destacadas, prestar un libro implica también desvelar una pequeña parte de su corazoncito lector. Una exhibición que, en algunos casos, puede provocar cierto pudor. Así le ocurre a Marta Rojo: “marco mucho los libros: escribo en los márgenes, subrayo, relaciono otras lecturas o comento cosas, y a veces eso me parece algo bastante personal”. Por las mismas laderas se desliza Mara Landa: “mostrarle a alguien ‘mira, esto me ha tocado el alma’ es de una intimidad que solo podría compartir con muy pocas personas”. Y aquí Moliner introduce otra derivada, la de la lectora ‘voyeur’: “me maravilla descubrir las anotaciones de otros en piezas de segunda mano. Me gusta imaginar por qué esas personas destacaron ciertas partes y quiénes eran”.

Foto: ESTRELLA JOVER

Víctimas y verdugos 

Llegados a este punto, es hora de poner cara y ojos a ese miedo abstracto de prestar un libro y perderlo para siempre o recuperarlo, pero descubrir que se encuentra moribundo por el mal trato recibido en estanterías ajenas. Andrea Moliner ha sobrevivido a ambos traumas: “hace años presté, no recuerdo a quién, una edición preciosa e ilustrada de La cámara sangrienta de Angela Carter (Sexto Piso)... y ese libro jamás volvió. Como sé que no lo voy a recuperar, es posible que me lo vuelva a comprar. También presté Otra vuelta de tuerca, de Henry James, para hacer un trabajo universitario y me lo devolvieron en un estado lamentable”.

Rojo nos abre sus entrañas con un pequeño drama familiar: “mi padre se llevó una vez uno de mis libros de viaje y en la maleta se mojó y salió hecho una lechuga. Me enfadé mucho y se pasó la noche secándolo con el secador en el baño hasta que se hinchó como un suflé. Pero ahora soy incapaz de recordar cuál era, así que no sería tan importante. Menudo cabreo para que luego se te olvide el título”.

En el otro lado del tablero, Almiñana y su ausencia de traumas en cuanto a despojarse voluntariamente de libros se refiere: “cuando presto títulos muchas veces es porque no me importa que no vuelvan. En cierta manera me gusta más regalarlos que prestarlos. Me hace feliz ver que un libro hace ‘match’ con alguien. Cuando esto ocurre, por ejemplo, durante una conversación en mi casa, me resulta emocionante regalarle ese libro a la persona si no lo ha leído. No me importa tanto si la persona es conocida, poco conocida o incluso si la acabo de conocer”.

Foto: EVA MÁÑEZ

Y ahora, fuera caretas. Hemos hablado de traiciones y olvidos, de obras que nunca volvieron o lo hicieron requiriendo cuidados intensivos. Pero uno no siempre es el héroe de la película. Toca abordar esas ocasiones en las que te conviertes en villano. Aquí Landa es implacable: “puede ser que me demore un poco leyendo, pero jamás se me olvida que me han prestado un libro”. Almiñana proclama también su inocencia y, de hecho, asegura que tiene un lugar concreto en su domicilio donde depositar los libros que debe devolver “para que no se me olvide”. En el caso de López-Pampló, la auténtica villana es la geografía: “algún libro se ha quedado en mi biblioteca cuando no era mío. Recuerdo especialmente algunos tomos que me prestó un amigo que se fue a vivir lejos y con el que con el tiempo perdí el contacto. Al final no se los devolví, pero culpo a la distancia”.

Acabamos con una confesión (y un llamamiento público) de Andrea Moliner: “he descubierto que tengo varias obras que no sé a quién pertenecen. La mayoría son relacionadas con la carrera así que, si alguien lee estas líneas que sepa que tengo libros suyos y que se ponga en contacto conmigo”.

¿Logrará Culturplaza reunir a esos ejemplares con sus legítimos propietarios? ¿Empezará a resquebrajarse el limbo de los libros prestados que nunca regresaron a su hogar? ¿Comenzará una nueva era en la que nadie sufra por dejar un libro y no saber cómo y cuándo volverá a la estantería a la que pertenece? ¿Te acordarás por fin de devolverle esa novela a tu antiguo compañero de trabajo o de reclamarle que te devuelva el ensayo que tiene secuestrado desde 2018?

Foto: MARGA FERRER

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