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Promesas y realidades

  • Una asistente a un mitin se tapa la cara con publicidad electoral. Foto: KIKE TABERNER
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Cada vez que se acercan nuevas elecciones, o estamos en plena campaña electoral, escuchamos lo mismo: promesas que nunca anotamos para comprobar después si realmente se han cumplido o, en su defecto, propuestas y/o proposiciones liberadas de responsabilidades objetivas, políticas y, por tanto, realmente tangibles.

Vivimos un modelo político anticuado o sin revisar. Tanto, que no ha cambiado en forma, fondo o discurso desde las primeras democráticas que recuerdo, salvo en imagen y comunicación. Permanecemos anclados en un mismo modelo, aunque cambien caras, tecnología y los espacios se achiquen con la irrupción de supuestos nuevos/reinventados partidos que harán lo mismo: ofrecernos promesas. Después, el sistema tan concéntrico, elíptico y convexo, dirá si son posibles. Pero eso será mucho después. Al comienzo de una nueva campaña y con permiso de los tribunales.

Deberíamos efectuar un ejercicio de exigencia y reflexión. Y más que escuchar lo que nos prometen, reclamaría que nos explicasen cómo lo van a hacer y a costa de qué, tanto desde el punto de vista económico como estructural y real.

Leo en programas y escucho promesas de nuevos museos -como si ya no tuviéramos bastantes pero algunos muy aburridos u olvidados-, nuevos organismos e institutos de todo tipo, nuevos servicios, nuevos instrumentos de gestión, nuevas empresas públicas para lo que haga falta, destrucción de lo hecho, reconversión de lo existente… y más, más, más…Hasta una vez nos prometieron una Ciudad de la Alegría, una especie de Sodoma y Gomorra. Veraz y zaplanera. Es como algunos: se los llevaban, no sabían de nada pero porque, simplemente, y al estilo Aute, “pasaba por aquí”.

A cada uno de nosotros se nos puede imaginar una ocurrencia y por proponer, propongamos. Total, todo es público. No sale de los bolsillos de los que proponen, sino de todos nosotros. Ellos pagan con lo que nos cobran en sueldos, asesores, prebendas e impuestos. Sin embargo, no oigo qué sustituirán o suprimirán, como reorganizarán o el coste de lo que nos prometen y ahorraríamos en los que se suprimieran. Por no oír, aún no he escuchado a ninguno de nuestros eurodiputados o futuros hablar de una batalla política unitaria contra el hundimiento del sector citrícola por culpa de la institución que han representado o de la que aspiran formar parte.  

Parece que poco hemos cambiado. Sólo hay que mirar el paisaje y al paisanaje. Vivimos anclados en una estructura política, orgánica y funcionarial de los años ochenta. Con tres instituciones superiores de gestión política -diputaciones, ayuntamientos y Generalitat- cuyas competencias y atribuciones apenas han cambiado. Existen muchas duplicidades para resultados y funciones idénticas. No ha existido, que recuerde, reestructuración alguna de competencias entre ellos mientras el volumen de funcionarios con nuevos organismos, estructuras de poder, consellerias y otras agencias de colocación se multiplican según el diputado, concejal o conseller que crezca. Hasta nos mandan correo electoral. Para ser directos. Unas elecciones nos cuestan en torno a los 175 millones de euros de los que 48 se van al voto por correo, el buzoneo y la propaganda. Y eso que vivimos en un mundo digital y el papel ya no lo queremos. Acaba en la basura, pero nos hablan de ecosistema, ahorro y medio ambiente.

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