VALENCIA. El miércoles se reunieron (nos reunimos) entre 150 y 200 personas en el Sporting Club de Ruzafa para hablar de ‘marca Valencia’. El que fuera centro de entrenamiento para boxeadores en los intensos años 30 de la ciudad, en el siglo XX, reconvertido ahora en incansable asociación cultural, hizo las veces de cuadrilátero para que los convocados –por València Vibrant en colaboración con ComunitAD- hicieran colisionar sus ideas en torno a qué supone poseer dicha marca, cuál es su estado de salud, quién la destruye, quién la construye y cómo revertirla de su estado de coma inducido actual.
Algunos de los miembros de ComunitAD (Empreses de Comunicació Publicitària de la Comunitat Valenciana) fueron iniciando y apareciendo a lo largo de los diferentes paneles de exposición, abiertos a que el público ocupara sin previo aviso su silla, como así sucedió. Esta asociación, en contacto con algunas de las grandes y las más efervescentes empresas del entorno (aunque casi todas con clientes nacionales y/o internacionales que sostienen estructuralmente sus negocios), se muestran desde el pasado verano especialmente inquietas por aportar conocimiento técnico y criterio a la malograda ‘marca Valencia’.
Esa marca, multimarca si el foco se amplía al distrito autonómico (Comunitat Valenciana, Turismo Valencia, València Terra i Mar, Costa Blanca, Costa del Sol, Castellón Mediterráneo, Benidorm…), no es a ojos del mercado nacional una marca ganadora. No es una marca a la que asociarse de facto para invertir. No es una marca que transmita valores de profesionalidad, competitividad, confianza, innovación, creatividad, diseño o mediterraneidad. No lo es pese a que, por las decenas de argumentos y ‘pequeñas grandes verdades’, la malograda ‘marca Valencia’ debiera ser precisamente una etiqueta ganadora, atractiva para la inversión y garante de valores presentes como los de profesionalidad, competitividad, confianza, innovación, creatividad, diseño o mediterraneidad.
Este acting a cuatro rounds mostró a las claras algunas inquietudes comunes como la falta de autoestima de la ciudad, el autodesconocimiento propiciado por “una sociedad civil que ha estado dormida al menos 20 años (Emiliano García, Casa Montaña)” o la frustrante esperanza de que las instituciones sean las que lleven la voz cantante en el asunto y no se conviertan en la principal arma de destrucción de la marca. Frente a ello, el empresario hotelero Santiago Máñez (Caro Hotel) lanzó un alegato entre divertido y airado para generar la autoconciencia de que cada actividad, individual o empresarial, acaba generando ‘marca Valencia’. Una actividad, sobre todo la personal y la que se refiere al espacio público, sobre la que la diseñadora gráfica Marisa Gallén también quiso ser crítica, revelando la versión del mobiliario urbano –y la actitud urbana- que no ayuda a la estética de la ciudad y sobre la que es tan difícil encontrar un espacio de razón.
Casi ninguna de las voces quiso regodearse en el peso que ha supuesto para la marca el frustrado viaje hacia convertirse en una región icono de grandes eventos (V Encuentro Mundial de las Familias -14 millones en urinarios, mochilas y publicidad; polo de infección de Gürtel-, America’s Cup -420 millones de euros de deuda pública a día de hoy, otros costes a parte-, Fórmula 1 -209 millones de coste directo para las arcas públicas-, Open 500 de Tenis –que quiso ser 1000, acabó siendo 250 y debe dos años de compromisos de aportación pública a sus gestores-, el efímero paso de la Global Champion Tour de Hípica o el Open de Golf de Castellón -concebido también para aprovechar el efecto de un aeropuerto del que aún tardaría en despegar el primer avión-, entre otros), una región de icónicos contenedores más conocidos en el espacio nacional por sus sobrecostes (Ciudad de las Artes y las Ciencias, presupuestada en 300 millones de euros y con una factura final de 1.300, todavía pendiente de saldar), por pasarse una década en los tribunales (Terra Mítica, visto para sentencia) o por despilfarrar una ayuda pública europea multimillonaria (Ciudad de la Luz) a la que, por transgredir la competencia económica en el marco comunitario, no se le puede dar el uso esperado. El asunto de la gestión pública, de las grandes inversiones –y, por tanto, los grandes impactos en prensa, lejos de haberse detenido con los cambios de gobierno, siguen siendo el pan nuestro de cada día.
Únicamente dos voces, en ánimo de una autocrítica necesaria para reconducir el rumbo del barco, lanzaron mensajes en distintas direcciones: de un lado, Paco Alós, responsable de RSC de Caixa Popular, habló de “la Valencia que nos han querido vender” para más tarde “desaparecer”; una suerte de castillos en el aire que para la empresaria Sophie Von Schöburg supuso la llegada de profesionales a la ciudad, como es su propio caso, por lo que llama a encontrar un equilibrio desde la experiencia de manejar marcas internacionales que por el vericueto de los grandes eventos conocieron –precisamente- los citados valores de profesionalidad, competitividad o creatividad. Este último, por cierto, señalado como un mito por Paco Tormo, miembro de la empresa de joyería con base tecnológica Singularu, que cuestionó si esa capacidad de idear no está más vinculada a un ratio de densidad de población.
Precisamente el diseño y la cultura fueron dos de los arietes llamados a empoderarse de una renovación para la ‘marca Valencia’; un mantra, más bien, si se tiene en cuenta que la Administración siempre los ha puesto al frente de la causa de “crear valor añadido”, e incluso ha protagonizado etapas como dos décadas de trabajo desde el IMPIVA o la ya citada Ciudad de la Luz. Eso sí, no por el contenido, sino al pairo del titular con rédito electoral en el término más inmediato.
Se habló poco del valor de los barrios, esos contenedores culturales que sin forroaje de trencadís y capaces de iluminar las caras de –otro valor en manos de las universidades y casi en exclusiva de ellas- la segunda ciudad Erasmus de Europa. Se habló mucho de la explosión de festivales urbanos, nacidos como respuesta a una opresión del espacio público, del escenario público y de unas industrias creativas incapaces de generar los titulares deseados ya comentados; salía 'a cuenta' pagar el peaje de atrofiar presupuestariamente festivales como el VEO o Dansa València sin una estrategia de sostenibilidad o en la siembra de talento -que se generó- a la que hubiera salido 'a cuenta' haber mimado y no tener ahora entre la diáspora y el averno de ser creador independiente a la espera de un cambio de modelo.
Porque no es menos cierto que Valencia cuenta con una singularidad decisiva, que en las dos horas y pico en las que unas 30 voces dieron su impresión acerca del presente y futuro de la 'marca Valencia' no cabía insertar. Esa peculiaridad es la de ser, históricamente, un lugar en el que la creación está desproporcionada con la demanda. Las Fallas (les Falles) que se pusieron de ejemplo para no pocas actitudes de la ciudad y sus vecinos, son ejemplo de ese exceso de creación, de esa necesidad de mostrar y de hacerlo a partir de un karma estético, pero que sobradamente descompensan oferta y demanda.
Es posible, como también se dejó entrever, que el turismo esté llamado a rescatar una parte de esa demanda. Algunos de los hoteles de la ciudad aseguran que 2015 ha sido el mejor año en décadas, por lo que, low cost o no, Valencia acoge a una masa de visitantes -todavía sostenible- llamada a ser demanda de esos arietes de la nueva marca. Eso sí, difícil generarla, difícil aprovecharse de su potencialidad sin dos premisas muy básicas: la primera, orden; es decir, la común unión de una agenda anual de actividad en la que actividades, espacios y artistas entiendan sus ciclos, encuentren su lugar, no se contraprogramen en exceso por disciplinas -como sucede- y esta información sea híperaccesible a vecinos y turistas; la segunda de las premisas es criterio; es decir, que los festivales urbanos, que los diseñadores y que cualquier creador per se, no está llamado a transmitir 'marca Valencia', sino a aportar su granito de arena y a prosperar a partir de ese punto de partida.
Este último es el gran reto en el foro interno de la ciudad, el de comprender las distintas velocidades y ambiciones de aquellos que conforman una ciudad que por tantos motivos (clima, espacios verdes, futuro de movibilidad sostenible, capacidad de concentrar industria en la propia ciudad, población joven, precio de acceso a la vivienda, precio de la vida...) sigue teniendo crédito para salir adelante pese a la falta de estrategia conjunta de la ciudad. Un reto para dividir ambiciones y aceptar que no toda propuesta cultural nace o evoluciona con un impacto en la ciudad, en la sociedad, en el Estado o fuera de el, de la misma forma. Y es necesario señalar y potenciar a quiénes alcanzan sus hitos propuestos o devaluaremos las ideas generadoras y desaprovecharemos -nuevamente- los escasos recursos.
En la generación de orden y criterio la Administración está llamada a ejercer el papel más adecuado, aunque a tenor de lo escuchado por todos los que tomaron la voz en el encuentro, no se le espera. Ejerzan o no el papel, vehiculen o no estos brotes de inquietud por la ciudad, allí estuvieron representantes del Ayuntamiento de Valencia y de algunos de los partidos políticos con representación en la cámara local.