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crítica de cine

'Retrato de una mujer en llamas': la mirada y el deseo

18/10/2019 - 

VALÈNCIA. El cuerpo, el deseo y la identidad femenina han sido tres de los ejes fundamentales sobre los que ha girado la todavía corta pero interesantísima trayectoria de Céline Sciamma.  Debutó en 2007 con Lírios de agua, demostró su delicadeza y meticulosidad a la hora de plasmar la historia de una niña que siente que ha nacido en el cuerpo equivocado en Tomboy (2011) y explotó su talento en Girlhood, drama callejero adolescente ambientado en los suburbios parisinos marcado por la rebeldía.

Ahora, vuelve a poner en práctica muchas de las herramientas que han ido definiéndola como autora en una película que gira en torno al amor prohibido, la represión femenina y el poder de la mirada dentro de la creación artística. 

Para ello viaja al siglo XVIII y lo hace utilizando la figura de una mujer pintora, Marianne (Noémie Merlant) que se traslada a una mansión destartalada en medio de una isla recóndita de la Bretaña francesa con una misión, hacer el retrato de la joven Heloïse (Adèle Haene) que se niega a contraer matrimonio con un desconocido por deseo de su madre. Su recelo es tan grande que Marianne no podrá contarle sus propósitos, así que se verá obligada a dibujarla a escondidas, intentando registrar cada detalle de su rostro durante las pocas horas al día que salen juntas a pasear. Se fija en sus facciones, las aprende, y en ese cruce de mutua observación, también de comprensión, surge el misterio del enamoramiento.

Retrato de una mujer en llamas es una película sobre el poder liberador de la mirada, el único espacio del cuerpo a través del que pueden atreverse las protagonistas a explorar los límites e ir más allá de lo corpóreo. Cada uno de los personajes femeninos simboliza así un tipo de represión, ya sea de carácter sexual o social. Marianne tiene una profesión, es una mujer emancipada dentro de un mundo de hombres (aunque no pueda firmar los cuadros con su nombre y tenga que utilizar el de su padre), mientras que Heloïse se encuentra encerrada, aprisionada en una cárcel tanto física como mental. Para cada una de ellas observar y ser observada se convertirá en un ejercicio casi catártico y redentor.

La directora se nutre de los ojos de sus protagonistas para ir componiendo el relato. Un relato de silenciosa elocuencia en el que no se necesitan las palabras, profundamente sensorial y con un sustrato poético que explota en determinadas escenas (la hoguera frente al mar, el vestido ardiente) que adquieren un carácter simbólico de una enorme fuerza expresiva.

Sciamma construye la historia a través de una narración muy visual y sensitiva. El tiempo pasa y las miradas se prolongan durante minutos. Todo se detiene y tan solo escuchamos el ruido lejano de las olas, el crepitar del fuego, el soplo del viento entre los árboles, sumergiéndonos en un espacio íntimo y privado, completamente alejado del mundanal ruido, como si solo existieran la una para la otra mientras todo lo demás se detiene. Puede que Sciamma se deleite demasiado con el propio mecanismo que ha creado, pero está dispuesto a llevarlo a cabo hasta sus últimas consecuencias, aunque en ocasiones se vuelva demasiado reiterativo y ensimismado.

A través de la técnica del retrato que se pone en práctica en la película, la directora intenta acceder al alma de sus personajes. ¿Cómo se puede captar la esencia de alguien a través de una imagen, llegar a su interior y plasmar sus anhelos y sus frustraciones? He aquí el delicado material con el que trabaja Sciamma que a su vez se convierte en escudriñadora de sus criaturas a través de la cámara.

La directora también aprovecha para reivindicar a las mujeres silenciadas en el entorno profesional a través del personaje de Marianne. Para ello se inspiró en pintoras de la época como Elisabeth Vigée Le Brun, anteriores, como es el caso de Artemisa Gentileschi o posteriores, como Angelica Kauffmann. Pero además de la historia de amor, conmueve la pulsión de sororidad presente en la película, sobre todo a través de la relación que establecen las protagonistas con la criada Sophie (Luàna Bajrami), a la que acompañarán a practicarse un aborto registrando esa escena a través de un dibujo que de alguna forma intenta simbolizar todo lo que el mundo masculino dentro del arte no sido capaz de visibilizar.

Sciamma también utiliza el mito de Eurídice y Orfeo, quizás porque en él la mirada resulta fundamental. La impaciencia por contemplar el rostro de la mujer amada antes de salir del inframundo fue la responsable de separar a Orfeo de Eurídice para siempre. Pero al menos la vio por última vez. También Marianne verá por última vez a Heloïse, desde lejos, y la cámara se mantendrá en su rostro durante minutos, revelando la dimensión de ese amor secreto en un plano para el recuerdo (como también resulta memorable la coda anterior que precede a esta escena), en el que estalla la emoción que había estado contenida en la mayor parte del filme.

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