La vi en los ABC a primera sesión de tarde. Nunca me había sentido tan voyeur. Estética de anuncio, de videoclip: luces de neón, reflejos, colores saturados y una puesta en escena impecable. The end. Me escondí en el baño y esperé a que empezara la segunda sesión. La banda sonora era un engranaje perfecto: sincronía de imagen, ritmo y emoción. Y de igual forma me colé también en la tercera, pero para no levantar sospechas cambié de cubículo retretero. Descubrí el poder de la insinuación, la atmósfera y los pequeños gestos. ¡Hasta dónde se puede llegar con un cubito de hielo, un poco de miel o unas cuántas fresas!
Hoy, la película estaría considerada como problemática. Normaliza conductas abusivas y manipuladoras, algo que en los ochenta se entendía por transgresión. Lo más parecido que he vivido a aquellas nueve semanas fue una noche en las Torres de Serranos: me colé con mi chica pasada la medianoche. Allá arriba, senyera al viento y la ciudad a nuestros pies, echamos un polvo rápido. Pasamos un frío de cojones.
Principios de otoño, zona Paseo de Gracia en Barcelona. Haciendo tiempo hasta la hora de zampar. Tenía cita con Gallardo, creador de Makoki, para encargar la ilustración de la Volta a Peu Bancaixa del siguiente año. Callejeando me llamó la atención un reloj de sobremesa con autómatas, antiguo. Estirando unos cordeles se accionaba un mecanismo donde unos jóvenes se besaban en un banco, mientras de fondo la figura de la muerte bailaba entre los árboles... una alegoría, y ¡una puta virguería! Mientras lo manipulaba con cuidado pregunte el precio al dependiente que me cuenta, no sé qué leches, sobre un tal Bontems, un fabricante de relojes que en 1880 bla bla bla. «Tres millones de pesetas» es lo poco que entendí.
Eli McGraw, nombre de la protagonista de 9 semanas y media, en plena pausa del rodaje del anuncio de Freixenet decidió descansar del set. Paseaba sola por las calles de Gracia. Pañuelo, gafas de sol y gabán para esconder su intimidad. Asomada al escaparate de una tienda de antigüedades, vio a un joven que con curiosidad porculeaba sobre un reloj muy atractivo. Entró en la tienda, saludó con timidez sin decir palabra, y acabó en el grupo.
–Nice piece –dije con descaro en mi inglés macarrónico.
–Sí –respondió ella en castellano. Me entendió, pensé yo. Contacto visual, sonrisa bucal.
–Do you fancy a drink? –dije sin saber lo que decía ni por qué.
A tomar viento el reloj.
Nos sentamos en una terraza. Sabía quién era. I know who you are. Mi inglés era limitado, pero le hice gracia y conseguimos entendernos. Todo gestos y naturalidad. Me contó que a Miky le canta el aliento mogollón. Ella pidió un bíter, yo una cola, boquerones y unas bravas pa acompañar, que por cierto picaban mogollón. Me dijo, o eso entendí, que ella el hot también lo notaba al salir, y también el ajo y, sobre todo, la menta. Era un superpoder, ¡por eso sufría cuando se cepillaba los dientes! Yo flipao. Se sintió bien y libre, sin cámaras ni pesaos.
Le dije que si yo fuera director, el anuncio tendría muchos gatos y cero glamour. Creo que me contestó: And that would sell bubbles? I have no zorra idea —contesté.
Aquello duró una hora. Para mí, un recuerdo surrealista. Charlar con una HollyStar una mañana soleada sin presión sin séquito ni expectativas. Kim tuvo que regresar al set. Quedé mirando cómo se alejaba, esperando que se girara. Robé el plato de las bravas, de recuerdo.
Nunca lo había contado, nadie me habría creído.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 130 (octubre 2025) de la revista Plaza