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Cultura

La última sesión de Piti

José Antonio Hurtado, Piti, se jubila tras más de tres décadas al frente de la programación de La Filmoteca Valenciana. Empezó prácticamente con el inicio de la actividad de la sala del edificio Rialto y, por eso, su testimonio sirve para entender las etapas por las que ha ido pasando la mirada sobre la historia del cine, el interés del público y el trato de las Administraciones a una de las instituciones culturales más queridas de la ciudad

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Aunque cuando se piensa en el cine, lo primero que viene a la cabeza es la pompa; en realidad, es algo más parecido a un iceberg: salir de una sesión con el cuerpo y el alma cambiado depende de muchas personas invisibles que hacen su trabajo de manera humilde y generosa. La programación es uno de esos oficios, y La Filmoteca Valenciana tiene un equipo que la gestiona con esa humildad y generosidad desbordante que siempre la ha mantenido como una referencia estatal. Al frente de este está, hasta finales de mes, José Antonio Hurtado, más conocido como Piti [este artículo se va a tomar la licencia periodística de nombrarle por el apodo en vez de citarle fríamente por su apellido].

Durante sus más de treinta años de trabajo, la programación de La Filmoteca ha tenido un pulso reconocible, que miraba las películas desbordando lo puramente canónico, aunque sin despreciarlo; y con el convencimiento de que un cine público tiene que entender que las realidades culturales se construyen colectivamente.

Piti se jubila. Dice que lo hace porque necesita «comprar» su tiempo y tenerlo para hacer otras cosas. Lo hace tranquilo por el legado que deja en el departamento y, sobre todo, orgulloso del trabajo hecho. Su trayectoria no solo revela que lo que abandona no es un simple puesto, sino más bien una manera de vivir entre imágenes, archivos y público; también es un testimonio vivo de cómo ha cambiado el cine, sus modas, y el papel de las filmotecas y los vaivenes institucionales que han sufrido.

Y es que La Filmoteca de València, a pesar de su juventud (nació a finales de los ochenta), tiene historias que contar. Desde su creación siendo un proyecto casi militante, a consolidarse como una institución central en España, pasando por el impacto de los recortes en cultura tras la crisis de 2008. Tres décadas en las que han cambiado la tecnología, los públicos, las políticas culturales y también las formas de ver cine. La historia de Piti es, inevitablemente, la historia del cine reciente.

València era un gran cineclub

La cinefilia de Hurtado no nace en instituciones ni en festivales. Eso aún estaba por construir en València. Su interés por la programación y la gestión cultural echa raíces en la red de cineclubs que atravesaba València en los años setenta y primeros ochenta, organizados de manera amateur, pero que llenó de sesiones de cine parroquias, asociaciones estudiantiles, colegios mayores y pequeñas salas donde se proyectaban películas que no llegaban al circuito comercial. «Yo nací como cinéfilo en el mundo de los cineclubs», recuerda. Su primera experiencia fue en el instituto Lluís Vives, donde llevaba el cineclub mientras cursaba el Bachillerato. Más tarde, ya en la Facultad de Geografía e Historia, repitió la experiencia en el cineclub de la facultad.

Era un circuito heterogéneo, a veces improvisado, pero que inundó la ciudad durante aquellas décadas y fue determinante para acceder a un tipo de cine cuando España aún vivía en el franquismo. Los cineclubs fueron decisivos para una generación que buscaba formarse fuera de la oferta comercial: «El cineclubismo era la cantera autodidacta para crear afición, cinefilia e incluso crítica». Allí vio desde El espíritu de la colmena hasta westerns de Ford que, cuenta, provocaron incluso protestas entre los alumnos del instituto —«Me llamaron fascista por poner un western», ríe recordando—.

Esa etapa coincidió con una València muy activa culturalmente. Los institutos culturales extranjeros, como el Goethe o el Institut Français, ofrecían películas en versión original en un momento en que eso era excepcional. Y la Universitat de València empezaba a articular aulas culturales que necesitaban gente con entusiasmo y criterio. Hurtado entró en el Aula de Cine de la mano de Pilar Pedraza y Juan López Gandia, una experiencia que fue prolongándose hasta que llegó La Filmoteca.

Piti no se considera tan crítico como historiador. Le interesa sobre todo, aún a día de hoy, la comparación formal y el análisis de los géneros. Y eso ha acabado marcando la forma en que ha programado durante décadas.

Una Filmoteca con todo por hacer

Cuando Hurtado se incorporó a La Filmoteca, el proyecto estaba todavía en pañales. Ricardo Muñoz Suay, figura clave de la cultura cinematográfica valenciana, había definido la estructura básica de la institución: archivo, restauración, programación y publicaciones, sin renunciar a la ambición de ser una referencia, integrándose casi desde el primer momento en la Federación Internacional de Archivos Fílmicos (FIAF). «Muñoz Suay es la figura clave de todo», afirma Piti sin matices. No solo fundó La Filmoteca, sino que tuvo la lucidez de darle una arquitectura moderna en un momento en que apenas existían modelos en España.

Suay y, posteriormente, Joan Álvarez consiguieron situarla a nivel internacional: València se convirtió en un referente dentro del circuito de archivos y filmotecas. Hurtado considera aquella etapa —los noventa y los primeros dos mil— como su periodo de esplendor.

De aquella época, uno de los aspectos que más añora son los proyectos interdisciplinarios e interinstitucionales que trajeron a València a algunos de los cineastas vivos más importantes del momento a través de exposiciones, seminarios o ciclos comisariados con museos. En los noventa, esos proyectos fueron habituales. El ejemplo paradigmático es la visita de David Lynch, con un ciclo en La Filmoteca y una exposición en la Sala Parpalló: «Trajimos por primera vez su obra pictórica a Europa. Cuando se lo propusimos, estaba encantado, no tenía opción de negarse». Algo similar ocurrió con Wim Wenders, cuya obra fotográfica también se expuso paralelamente a su retrospectiva.

En aquellos años también se programaron retrospectivas acompañadas de visitas memorables: Elia Kazan, Theo Angelopoulos, Tomás Gutiérrez Alea o todos los directores del Nuevo Cine Español, que desfilaron para volver a pensar sus películas, ya sin la sombra de la censura.

Y de nuevo, todo por hacer

La crisis económica de 2008 fracturó esa estabilidad y la capacidad de la institución de mantener la apuesta cultural. No solo pasó en La Filmoteca, sino que fracturó toda aquella red de la València cinéfila, de salas de barrio, de revistas prestigiosas y de festivales de referencia. En el caso de Piti, él vivió que La Filmoteca (entendida como el IVAC, del que ya dependía tanto la programación como el archivo y la promoción del sector privado) fuera absorbida por CulturArts, un ente que fusionó las áreas de audiovisual, artes escénicas y música, y perdiera la autonomía que había conquistado con tanto esfuerzo.

«Supuso la pérdida de la identidad de La Filmoteca y el principio de otros muchos problemas», resume. Un ERE redujo personal, también se disminuyeron sesiones, desaparecieron programas de publicaciones y se volvió más difícil mantener actividades complementarias como exposiciones o seminarios. Pero Hurtado reivindica que, pese a todo, la programación siguió sosteniéndose: «A pesar de tener menos recursos, siempre hemos mantenido el nivel, la coherencia y el rigor dentro de la programación».

No solo habla en plural, sino que siempre que saca pecho por La Filmoteca en la conversación es para no sonar soberbio y recordar que todo logro ha sido una cosa de equipo. «Quiero hacer una reivindicación del trabajo en equipo con Áurea (Ortiz), con Nuria (Castellote) y con Rebeca (Crespo)», resalta hasta en tres ocasiones durante la charla.

Historiador, mediador y equilibrista

Hurtado tiene una idea muy precisa del oficio: «La programación de una filmoteca debe difundir la historia del cine de la manera más coherente, diversa y amplia posible». Esto implica cubrir el cine mudo y las últimas tendencias contemporáneas, los cines nacionales y las cinematografías periféricas, las retrospectivas exhaustivas y los ciclos conceptuales. A Piti le interesan especialmente los diálogos entre películas: las relaciones formales, los ecos entre obras, el cine que se piensa a sí mismo. No es casual que su ciclo de despedida se titule El cine delante del espejo, con el que repasa algunos de los títulos que han reflexionado sobre el propio mundo de las películas.

  • Piti con Manuel Gutiérrez Aragón y José Luis Borau. 

Su posición nunca ha sido la del programador que impone su gusto: «Un programador no debe ser sectario ni sesgado». Y, aunque tiene sus preferencias —la teoría del canon, el cine que reflexiona sobre sí mismo—, también matiza que su mirada siempre ha sido abierta; y, al mismo tiempo, ha sido consciente del público: «Podemos tener un gusto muy concreto, pero una filmoteca no puede ir siempre a la contra. No quiero ser estrictamente minoritario, porque como empleado público trabajo para el ciudadano».

El equilibrio es delicado. Hurtado sabe que programar no garantiza públicos, y que las modas afectan incluso a los cineastas considerados intocables. Fassbinder, icono absoluto en los noventa, al que La Filmoteca le ha dedicado tres veces en su historia un ciclo, hoy tiene una repercusión mucho menor entre las nuevas generaciones. Lo mismo ocurre con el cine español de los sesenta y setenta, que fue uno de los primeros pilares de La Filmoteca en su nacimiento y que, entonces, estaba lastrado por el rechazo de una generación que no quería saber nada que tuviera que ver con la España franquista, por mucho que fuera para mirarla críticamente, censura mediante. Ese lastre todavía se arrastra.

Pero lo que más le fascina son las sorpresas: ciclos que funcionan sin explicación lógica y otros que fracasan pese a su aparente atractivo. «Si tuviéramos la varita mágica, sabríamos cómo va a funcionar cada película de antemano», ríe. Aunque hay algunas garantías de éxitos: los grandes clásicos que llenan una y otra vez la Sala Berlanga del Edificio Rialto: «La gente quiere ver esa película que ya conoce, pero que a lo mejor no ha visto nunca en pantalla grande». También hay alguna sorpresa negativa, como ha pasado con la retrospectiva de Nanni Moretti, y que ha tenido una acogida muy irregular, algo que Piti no se esperaba.

La parte técnica también ha marcado un antes y un después en La Filmoteca. La crisis de 2008 estuvo acompañada, en las salas de cine, por un cambio radical: el paso del celuloide a la copia digital. Abarató costes, facilitó la logística, simplificó envíos, pero también implica otra pérdida: «Proyectar en 35 milímetros es una experiencia insuperable». Hoy, casi no circulan copias asequibles y asumibles en buen estado, salvo en casos muy excepcionales como el ciclo de Kiyoshi Kurosawa, que se proyectará a principios de 2026 íntegramente en 35 mm. El cine analógico también necesita de un proyeccionista y un cuidado artesanal que, con menos recursos, las filmotecas tienen más difícil sostener.

Públicos que llegan, se van y vuelven

Si algo ha enseñado el tiempo es que La Filmoteca es un organismo vivo. Pero aun así viene la pregunta: ¿Quién es el público de La Filmoteca? Piti distingue cuatro: el fiel y mayor, los parroquianos; el universitario, que está viendo nacer su cinefilia; el puntual, que acude a los grandes títulos, y el ocasional, que casi se ha perdido por ahí.

Durante años, La Filmoteca se perdió al público joven, absorbido por las nuevas formas de acceso al cine. Ahora «estamos recuperando parte de ese público joven», señala. La irrupción de la piratería primero y las plataformas después tuvieron un impacto claro, pero pasaba algo que resume a la perfección qué es una filmoteca: durante un tiempo, algunos espectadores utilizaban el folleto de la programación como guía de visionado; luego iban a su casa, se bajaban las películas y las veían allí en vez de en el Rialto. «Nunca dejamos de ser prescriptores, de ser un referente: orientamos».

La sala, en todo caso, sigue siendo irremplazable para él. No solo por la pantalla o el sonido, sino por la dimensión ritual. «El cine está planteado para verse en la sala de cine», insiste. Y si La Filmoteca tiene una responsabilidad es defender esa experiencia.

La despedida: legado y continuidad

Las relaciones son complicadas y el amor no está reñido con el desgaste. Piti se jubila algo antes de lo que le tocaba. «Estoy un pelín quemado. La burocracia ha vuelto difícil lo que antes hacíamos de manera cotidiana», reconoce. No es un cansancio del cine, sino de la lógica administrativa que invade todo. Aunque insiste en que no quiere dar un portazo al marcharse, sino que lo hace por voluntad propia, con la sensación de haber completado un ciclo y con el deseo de dedicarse a otras cosas: ya tiene dos libros en mente, aumentará su colaboración con la revista Caimán Cuadernos de cine, viajará y seguirá yendo a los festivales, aunque de otra forma. En definitiva, seguir viendo películas como el espectador apasionado que nunca ha dejado de ser.

«No voy a romper amarras con La Filmoteca», dice. Ahora, seguirá sentado en la sala, probablemente con la misma curiosidad que tenía cuando entró por primera vez en un cineclub en los años setenta. Y reivindica algo más profundo: La Filmoteca como un espacio capaz de transformar la vida de las personas.

Por eso, cuando ve que la entrevista termina, empieza la lista de reivindicaciones. Otra vez, primero, su equipo, del que previsiblemente saldrá la persona que le suceda. Segundo, el corazón oculto de toda filmoteca: el archivo —«mi trabajo es más visible, pero lo más importante está en el archivo, lo invisible»—. Y también las publicaciones —«uno de los pilares que hizo de La Filmoteca una referencia desde sus inicios»—, y la dimensión sociocultural de ciertos ciclos (derechos humanos, migración, racismo...) que considera esenciales.

Su última reflexión es también una declaración de amor al oficio: «Me considero un absoluto privilegiado por haber trabajado treinta y seis años en La Filmoteca». Lo dice sin nostalgia, pero con plena conciencia de lo que significa haber dedicado su vida a sostener un lugar donde el público se conoce, reconoce y amplía su mirada del mundo a través de sus películas. Tres décadas después, su mayor legado quizá sea ese: haber entendido la programación como un acto de cuidado, comunidad, memoria y sentido.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 132 (diciembre 2025) de la revista Plaza

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