Carios y José Luis están deseando que llegue el mediodía. A esa hora entra la brisa térmica, el viento de Garbí que suaviza la mañana en el puerto. Antes el calor es insoportable y sube incluso del mar, cada día más caliente. Ellos trabajan rodeados de agua en los tres viveros de ostras que César Gómez, un pionero en València y en España, tiene en la zona conocida como el Pico del Loro, en un extremo del puerto, sorprendentemente en calma esta mañana. Carlos, José Luis y otro compañero que está de baja forman la terna de trabajadores que cuidan de las ostras que se crian adheridas a una cuerda que cuelga de las bateas.
Un carguero pasa por detrás. El Panamá, un buque de MSC. Un gigante que remueve las aguas y que, en contra de lo que piensa la gente, beneficia a las ostras porque el movimiento del agua les favorece. Del pantalán a los viveros se desplazan en una pequeña barca de madera que funciona a motor. César, cuestión de jerarquía, se hace con el timón. El patrón se protege del sol con unas gafas de Hugo Boss. Lleva unos pantalones cortos que muestran un sol tatuado en las rodilla y la cicatriz de un cirujano que le fastidió la vida con una mala operación en la pierna. «Llegué a sufrir unos dolores terribles. Ahora, al menos, puedo caminar», dice. Pero necesita ayuda para subir y bajar.
Sus empleados, solícitos, le echan un brazo para que se coja y un hombro para que se apoye. Ellos no se caen. Especialmente Carlos, el más veterano, un chico del barrio marinero que viste una camiseta de fútbol del Marítimo-Cabañal y se maneja como un mono en la selva. Sube y baja con agilidad, y se desplaza por las tablas de las bateas sin perder el equilibrio. Es su medio desde hace muchos años.
César Gómez tiene 59 años, tres hijas y tres viveros en València. A los trece años ya trabajaba. A los dieciocho se compró su primer coche. A los veintitrés se casó y a los veinticuatro ya era padre. El acuicultor nació en el barrio de Marchalenes. Su padre era murciano y su madre, aragonesa. «Se conocieron un 28 de diciembre, como le gustaba recordar a mi madre con frecuencia, en el Centro Aragonés y yo ya nací aquí. A los trece años empecé a trabajar. Me llevaron a estudiar a La Salle, pero como era mal estudiante mi padre me castigó en verano a ir a Mercavalencia. Mi familia tenía pescaderías y mi padre decidió ser mayorista de pescados y compraba en el puerto y lo vendía en Mercavalencia. Después de verano, me quedé. Fui al colegio a decir que no quería volver y el director me dijo que si quería ser pescadero, el diploma que me iban a dar solo me iba a valer para envolver el pescado. No me arrepiento de haber dejado los estudios, solo de no haber tenido un poco más de cultura, pero al final, dando vueltas por el mundo, aprendes».

- Eduardo Manzana
Su nueva vida no era sencilla. A las doce y media de la noche, cada noche, estaba en Mercavalencia descargando el camión. «Luego vendía allí, cargaba el camión para las pescaderías y hubo una temporada que iba al colegio. Claro, al final lo dejé. Luego seguí como mayorista hasta hace veintidós años. Entonces compramos una empresa con mis jefes, dejé de trabajar con mi familia por cosas que pasan y empecé en una compañía muy importante. Vi la oportunidad de comprar un vivero para las clóchinas en el Delta de l’Ebre, pero al final no compramos uno sino trece. Y no hacían clóchinas sino todo ostras. Ahí nos liamos con eso, hicimos Ostras de València y una sociedad con un francés para tener unas ostras muy especiales en Tarragona que se llaman Ostras del Sol y son únicas. Compramos una empresa en Asturias que no salió muy bien y lo dejamos. Y, por último, hace cuatro años nos metimos en hostelería con Ostra Bar y el Rincón de María, en Puçol».
César hace más cosas, pero no las cuenta. A él lo que le gusta es recordar que es un pionero de las ostras en València. De su cultivo, algo obvio, como de su consumo. Porque en València, como en muchas otras ciudades españoles, que esto no es Francia, no existía una tradición de comer ostras. Se consideraba un lujo y hasta algo esnob. Una tendencia que este criador cambió con paciencia y mucho empeño.
La idea de montar este negocio en el Puerto de Valencia surgió una noche de gin-tonics hace catorce años. Después de unos tragos, eufóricos, alguien lanzó una pregunta: «¿Por qué no hacemos ostras en València?». César se quedó dudando y dijo que nunca lo había hecho nadie. Otro insistió: «Si están buenas las clóchinas, ¿por qué no van a estar buenas las ostras?». Después de la última copa, César se fue a dormir, pero su pareja, más ordenada y concienzuda, se puso a hacer indagaciones. Días después hablaron con algunos cocineros para ver que les parecía la idea, así que un día tiraron veinte cuerdas de ostras. «Un año después las sacamos, las abrimos y las probamos allí mismo. Estaban fantásticas. Las depuramos, las envasamos y las repartimos».

- Eduardo Manzana
Su sabor les convenció. Las ostras estaban buenísimas y, si les gustaban a ellos, les tenían que gustar a todo el mundo. Las primeras siete mil se convirtieron en una inversión. Las metieron en unas cajas de madera y se las mandaron como regalo de Navidad a críticos gastronómicos, hosteleros y hasta a la por entonces alcaldesa de València, Rita Barberá. «Todos nos dijeron que estaban muy buenas y querían saber de dónde eran. Cuando les dijimos que eran del puerto, no se lo creyeron. En el puerto no hay ostras, decían. Y yo les contesté: si no nos ponéis muchos problemas, puede haberlas».
César Gómez le compró un vivero a Pepe el taxista, un hombre —hoy muy mayor— que tenía un criadero de clóchinas y conducía un taxi, por cien mil euros. La batea fue trasladada a la Chitá —el antiguo rompeolas del puerto, cuyo nombre viene de gitar-se, acostarse en valenciano, porque los pescadores que se quedaban de noche no podían salir hasta el día siguiente porque las Golondrinas solo realizaban trayectos diurnos—, y lo sembramos de ostras. En la Chitá estaban históricamente los viveros de las clóchinas».
El primer año vendieron siete mil ostras. «A la gente le parecía muy interesante este producto, especialmente a los grandes chefs, que apoyan mucho todo lo local». Su primer cliente fue Civera. César llevaba muchos años trabajando como mayorista para esta marisquería. «El tío Juan me tenía mucho cariño, y yo a él, aunque nos hacíamos hecho muchas putadas. Nos conocíamos porque yo era mayorista de pescado. Pero de eso hace casi cuarenta años». Cuando el criador le ofreció las ostras, el dueño pidió un poco de tiempo para probarlas. Días después le mandó un SMS diciéndome que ese producto le gustaba y le interesaba, y una propuesta: «¿Cuándo nos vemos?».
La presentación de las ostras las hicieron en Civera el 29 de febrero de 2012. «Pusimos una alfombra roja e hicimos una cosa muy chula. Canal 9 cortó el informativo de la noche para darlo en directo. Vino mucha gente de la gastronomía. Fue muy bonito. Como lo hicimos un 29 de febrero con toda la mala leche del mundo, a partir de ahí celebramos los aniversarios ese día, cada cuatro años».
-- Eduardo Manzana
La empresa empezó a vender ostras por toda València. Del Pico del Loro a los mejores restaurantes de la ciudad. Ahora trece años después de la aquella inauguración, de aquel festejo en Civera, César Gómez ya tiene tres viveros: el San Mateo, hecho con el casco de un barco, el Edahi y el Ostras 3. De aquellas siete mil ostras primerizas, la producción se ha disparado hasta las 450.000 anuales. Una venta a la que hay que sumarle todo lo que producen en Delta de l’Ebre. En total más de dos millones y medio de ostras. Entre 100.000 y 150.000 de Ostras del Sol, 450.000 de Ostras de València y dos millones de Deltimussel.
La segunda batea la botaron en 2016. Esa fue menos aventurera. «Ahí ya teníamos mucho más conocimiento y se la encaramos a una empresa que se dedica a construcciones de tipo naval y civil. Un vivero que hemos automatizado y construido adrede para las ostras. Luego esta empresa hizo otro de experimentación que nos lo hemos quedado». En aquel rincón del puerto hay dos más, de madera, que tienen clóchinas. «Mi idea era ir añadiendo más, pero estoy a punto de cumplir sesenta años y se me van yendo las ganas. De mis tres hijas, solo hay una que me sigue, pero tampoco tiene muchas ganas de lío porque está embarazada de su segundo hijo y tiene otros proyectos».
La semilla la compran en Francia, que son los que más saben de ostras: «Las compramos muy pequeños, de cuatro a seis milímetros, y las vamos poniendo en los recipientes hasta que engordan y, entonces, ya las pasamos a las cuerdas». Hay un vivero con 2.500 cuerdas, los otros tienen menos de la mitad. La cuerda mide dos metros y medio y en cada una ponen noventa y nueve ostras. La cifra es múltiplo de tres porque las ostras se adhieren a las maromas por tríos, dos en forma de uve y una tercera en medio. Cada cuerda llega a pesar cerca de veinte kilos. Las semillas que cultivan ahora funcionan todo el año. Ya no son estacionales. Aunque cuando llega el verano y el agua sube de temperatura, las ostras dejan de crecer. Estas especies necesitan que el mar esté entre dieciocho y veintidós grados para desarrollarse.

- Eduardo Manzana
César conduce la barca de batea en batea. La barcaza se llama Boramar y era del hijo de Pepe el taxista. La más antigua de las bateas parece un barco con dos mástiles. El día está tranquilo y apenas se mueven. Cada una es diferente de la otra. Una tiene placas solares. Otra tiene hasta una caseta por si desean celebrar un almuerzo con ostras frescas y una botella de champán. Algunos años no hay motivos para brindar. Como en 2021, cuando una epidemia les llevó a pegarse «un tortazo de película». O el año pasado en Delta l’Ebre. Allí, en Tarragona, crían las semillas antes de llevarlas a València, donde las colocan manualmente en las cuerdas con un poco de cemento.
Cuando crecen van a diferentes caminos. Muchas acaban en las cocinas de Ricard Camarena o Bernd Knöller (Restaurante RiFF). Pero también en DiverXO, el templo de Dabiz Muñoz o en los restaurantes de Martín Berasategui. «Y sé que, de rebote, a muchos más cocineros». No fue sencillo introducirlas en València. No por reticencia de los chefs, al contrario, sino porque los valencianos no tenían costumbre de comer ostras. Eso quedaba solo para el año que viajaba a París. César conoce muy bien el desprecio por la ostra que traía de Cataluña, a la que llamaban vulgarmente ostrón. «Era una ostra más vasta, pero eso se lo quité yo. Tardamos muchos años en llamarlas ostras», recuerda. Luego ya vinieron locales como Ostras Pedrín, en el casco antiguo, o De Claire Oyster Bar, en Ruzafa. O la reticencia del consumidor ante las primeras ostras del puerto. «Decían que eso sabría a petróleo. Pero la gente no sabe que el agua del Puerto de Valencia está muy limpia porque hacen muchos controles».
Pero todo eso ya es historia. València se ha sofisticado y las ostras, que no son un producto especialmente caro, ya se pueden tomar en muchas partes. Luego, con la barca ya amarrada, César conduce hasta su bar junto a la plaza de Cánovas del Castillo y allí, en la calle Serrano Morales, el encargado escribe en una pizarra las ostras que tienen ese día. Uno también puede verlas con sus propios ojos en un mostrador lleno de hielo picado. Un par de hombres están probando algunas en una mesa alta con un par de copas de vino blanco. Ellos ignoran que están devorando el sueño de una noche beoda regada con ginebra y tónica. «¿A que no hay h…?». “Sujétame el cubata”.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 129 (septiembre 2025) de la revista Plaza