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Manolo Valdés, el observador incansable

Como miembro del celebrado Equipo Crónica o pasando por sus monumentales meninas, tocados y mariposas, Valdés es una de las firmas clave para entender el paisaje artístico del último medio siglo, un valenciano internacional que, ahora, vuelve a ‘casa’ para preparar la apertura de su nuevo museo, que abrirá sus puertas en un año. Pero, antes, visitamos el espacio donde empieza todo: su taller en Nueva York

  • Manolo Valdés en su taller de Nueva York.
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Fue durante uno de sus paseos por el Central Park de Nueva York cuando a Manolo Valdés (València 1942)se le encendió una de esas bombillitas que son capaces de iluminar la mayor de las estancias. La imagen de una mariposa revoloteando sobre la cabeza de una mujer le acompañó hasta el estudio donde opera desde hace años, un taller habitado por decenas de ideas y obsesiones que sigue siendo testigo de largas jornadas de trabajo. Esas mariposas que hace años irrumpieron con fuerza en su santuario emprenderán pronto un nuevo viaje, un vuelo de larga distancia que cruzará el océano Atlántico. En esta ocasión, en dirección a otro pulmón verde, el Parc Central de València.

Una de las naves construidas por el arquitecto Demetrio Ribes será la sede del nuevo Espai Manolo Valdés, un museo impulsado por el Ayuntamiento de València —cuya apertura está prevista para finales de 2026— que presentará algunas de sus esculturas más emblemáticas en una exposición que marca el regreso a casa de Valdés. Aunque, ciertamente, nunca se fue del todo. Este hogar, sin embargo, es bien distinto al que habitó un día. En distintas ocasiones ha relatado que, de joven, pensaba en la estación del Norte como el foco cultural más importante de la ciudad. No porque allí se realizaran exposiciones de renombre, sino porque desde ahí podías viajar a Madrid.

Mucho ha llovido desde entonces y ni València es la misma ni tampoco aquel Valdés estudiante y, más adelante, miembro de ese Equipo Crónica que, junto a Rafael Solbes y Juan Antonio Toledo, pusieron la política en el centro del arte pop. Lo que no parece haber cambiado un ápice es esa mirada curiosa del artista, casi como la de un niño que tiene todo por descubrir. Y la mejor manera de hacerlo es no bajar el ritmo.

Prueba de ello es que nos encontramos con un Valdés ataviado con su mono de trabajo y en un taller en ebullición como telón de fondo, una charla con la revista Plaza en la que se adivina un artista risueño y más interesado en explorar que en celebrar. Recrearse en el pasado no va con él, algo que puede parecer contrario a su trabajo de revisión de la historia del arte, en el que destacan sus icónicas meninas. Pero también en este proceso hay un foco en el futuro, en seguir indagando en las incógnitas que le presentan los mismos temas. Y es así como siguen apareciendo nuevos colores en la paleta de un Manolo Valdés que todavía tiene mucho por descubrir.

 

— ¿Cómo es una jornada en el taller para Manolo Valdés? 

— Hay bastante rutina. Luego te llevas a casa los problemas, tratas de encontrar soluciones para lo que has hecho. Realmente es como una obsesión. Yo creo que es una adicción que tenemos los que estamos en esto y llevamos tanto tiempo; no puedes evitarlo. Cualquier cosa que hago fuera del taller me parece que es una pérdida de tiempo.

— No sé si es posible desconectar o, incluso, si en algún momento lo llega a intentar.

— Ya ni lo intento [ríe]. He asumido que es una adicción, es lo que hay y es lo que me hace feliz. Además, tengo la suerte de que me dejan hacerlo. ¿Qué más puedo pedir?

— Ha dado con la clave: me hace feliz. A partir de ahí no hay más preguntas.

— Siempre digo que para mí el pintar es como respirar. Es algo que no puedo evitar y tampoco quiero hacerlo.

— Frank Sinatra cantaba a esa Nueva York que nunca duerme, a ese lugar donde todo era posible. ¿Cuánto hay de mito y realidad en esa imagen que tenemos de la ciudad de los rascacielos? 

— En Nueva York todos los días se levantan miles de personas pensando en poder hacer algo aquí, en venir y enseñar su trabajo; tiene ese atractivo para todo el mundo. Es por eso que aquí se reúne la excelencia, también desde las instituciones. Lo que consigue penetrar es de muy buena calidad. Supongo que con el tiempo pasará en otros lugares, que hay otras ciudades que también lo tienen, pero Nueva York todavía tiene ese gancho. Es una ciudad que casi todo el mundo piensa que conoce porque la ha visto en películas, en todas partes; por eso cuando llegan aquí nada les sorprende, se sienten cómodos porque es muy próxima. Luego tiene una característica que yo he aprendido con el tiempo: que nadie es imprescindible. Por cada uno que desaparece en la ciudad, hay cientos esperando ocupar su lugar. Y lo ocupan. Yo, por ejemplo, era el más famoso de mi escalera, del edificio donde está mi taller, que tampoco es tanto [ríe], y de repente llegó Cecily Brown y me quitó el lugar. Esto es lo que hay, afortunadamente. Nueva York hace que la modestia te inunde. Alguna gente se queja de que es una ciudad muy competitiva. A mí no me gusta emplear esa palabra, es competente. 

— En esas capitales internacionales descubrió de joven la obra de Robert Rauschenberg o Pierre Soulages, ¿qué despertaron en usted?

— Yo vivía entonces en una València con una oferta muy modesta, más bien no había nada; no tiene nada que ver con la de hoy. Cuando pienso en las personas que empiezan ahora con sus primeros trabajos y exposiciones pienso que tienen la obligación de pintar mejor de lo que pintaba yo [ríe]. Hoy València tiene una información que no tenía antes. ¿Cuál era la inquietud que teníamos entonces? Salir fuera. Ver. Cuando llegué a París y vi a Soulages coger un bote de pintura, volcarlo en un lienzo y moverlo con un palo; o, después, encontré a Rauschenberg poniendo en un cuadro un águila disecada, pensé: "Esto es libertad. ¿Qué hago yo con un pincel?". De repente descubres que hay muchas maneras de hacer, que la realidad es múltiple, cosa que no veíamos en el sitio donde nos estábamos formando, en la Escuela de Bellas Artes. Cuando tú encuentras esa libertad, cuando entra en tu cabeza, es cuando empiezas a darte cuenta de que pintas mal, de que no va tanto sobre lo que he aprendido sino sobre lo que me queda. A partir de ese momento te dedicas a aprender. Cuando a mi edad tienes la impresión de que aprendes, algo te mantiene encendido. Hay muchas maneras de hacer, algunas te gustan más, otras no las comprendes, pero todo eso te alimenta.

  • En sus esculturas Manolo Valdés emplea una amplia variedad de materiales, como el latón y el acero o el bronce. -

 

— Evidentemente usted se formó en un momento de aislamiento cultural. Si no me equivoco, fue un profesor de Liturgia quien le abrió su primera ventana a París.

— Era un contexto bastante pobre. Había un profesor, efectivamente de Liturgia, que compartía con un grupo de alumnos algunos libros o documentos que recibía de París. Era un momento, además, en el que desde el Vaticano, desde la Iglesia, se estaban encargando muchas cosas, con artistas como Henri Matisse. Eso fue muy valioso porque me abrió ese apetito de salir y de visitar. Él nos abrió esas puertas; tenemos mucho que agradecerle.

— También ha encontrado esa inspiración en sus paseos, encontrando conexiones, por ejemplo, entre esas mariposas en Central Park y el Matisse que ahora mencionaba. ¿En qué medida es importante mantenerse despierto, estar atento al entorno para un artista? 

— Yo soy un mirón. Me nutro de imágenes y esta es una ciudad que las ofrece, no te aburres. Tengo el estudio aquí, pero vivo en la calle. Siempre te encuentras a alguien que es diferente, algo que te llama la atención. Hay mucha diversidad. Voy por la calle con esa ansia, a ver qué botín me llevo. Es una manera de vivir, no sé si la mejor. Lo miro todo, hasta en el dentista, siempre en busca de algo que nunca encuentro. Siempre está esa obsesión por ver si encuentras algo que te ayude a contar las cosas de una manera diferente. Al final te pasas la vida hablando de las mismas cosas, pero las cuentas de forma distinta. Es igual que cuando lees una novela a los veinte años, que no tiene nada que ver con cuando la lees a los cincuenta. Y todas esas obsesiones luego te las llevas a casa. Recuerdo una vez que estaba con Miró y me dice: «Este cuadro se me ocurrió de noche». Y pensé: "¡otro que no duerme!" [ríe]. Luego te quedas con eso y empiezas a fijarte que en un autorretrato de Goya tiene un sombrero y velas o en las bombillas de Picasso y piensas: "¡Otros que estaban a las doce de la noche con la obsesión!".

— Precisamente Picasso decía aquello de que la inspiración te llegue trabajando. 

—  A lo largo del tiempo uno hace muchas cosas malas, más que buenas. Pero en mi caso, quizá otros son capaces de hacerlo de otras maneras, voy todos los días [al taller] y sigo haciendo hasta que, de repente, ves la obra. 

— Hablemos de Equipo Crónica. Nació en pleno franquismo, conjugando arte pop con crítica social, ¿qué les llevó a poner sobre la mesa este arte que muchos han tildado de combativo?

— Era un momento en España en que todos los intelectuales sobrevivíamos. España era anormal y todos estábamos comprometidos por que tuviera una normalidad. En ese momento en el que estábamos en esa pelea por la normalización del país pensamos que al pop le faltaba ese contenido. Sin darnos cuenta de que ellos [en Estados Unidos] vivían otra situación y de que la importancia que tuvieron fue esa capacidad de crear un arte diferente, sabiendo que anteriormente venían de un momento histórico marcado por la pintura abstracta. Nosotros, retomando el pop como tendencia, lo que hicimos fue dotarlo de contenido. Desde la ingenuidad, también. Es verdad que, a medida que pasa el tiempo, yo me encuentro con algunos de esos trabajos y me sorprenden.

— ¿En qué sentido le sorprenden?

— Me sorprende porque sabíamos cosas, estábamos más avanzados de lo que en ese momento teníamos conciencia [ríe]. Recuerdo que cuando Equipo Crónica desaparece tuve que ir al estudio y empezar lo nuevo con muchas dificultades, porque tuve que aprender a tomar decisiones que antes se tomaban en conjunto. Entonces te ves solo y te das cuenta de eso, de que tienes que aprender. Este tipo de colaboración era bastante extraña en la pintura. Otros artistas, en el cine, por ejemplo, trabajaban colaborando, pero en nuestra profesión era extraño, aunque fue fácil. Hubo mucha ingenuidad, también algo de descaro.

— No sé si alguna vez ha pensado sobre qué temas reflexionarían las obras de Equipo Crónica hoy en día.

— Nunca miro para atrás. Me gusta hacer. Ni tan siquiera miro para tomar impulso a partir de una cosa hecha. De hecho, a veces tengo que insinuar que me interesa algo cuando no lo hace [ríe]. Cuando veo obras mías y encuentro una cosa que me parece que está mejor de lo que pensaba me pongo contento, pero no me recreo. Esta es una conversación que he tenido con algunos intelectuales más importantes que yo y está bastante generalizado. La gente que no vuelve a leer su novela, no quiere ver sus películas... Es curioso.

— Escribía Kosme de Barañano, al hilo de su exposición Una visió personal en Fundación Bancaja, que su obra en solitario es «un gran poema realizado a lo largo de cuarenta años». ¿lee su obra como un todo? 

— Es acertado lo que dice Kosme. No es fácil leer mi trabajo sobre la reina Mariana o la reina Margarita porque no es completo si no ves todas las versiones. Y hay muchas versiones, ¿y por qué las hay? Porque siempre te quedas con la idea de que te falta algo que contar. Y, como hablábamos antes, a medida que pasa el tiempo las cosas van de otra manera. No ves las cosas igual con diferente edad.

Siempre vuelvo a algunos temas porque creo que puedo hacerlo de una manera distinta. Porque, al final, no te sientes cómodo con lo que has hecho. Piensas que podrías hacerlo mejor. Al final las respuestas que das cambian porque cambia tu situación, pero siempre estás respondiendo a las mismas cosas. Yo siempre digo que las ideas son escasas, el resto del tiempo lo puedes usar tratando de mejorar. El siglo XX trajo ese interés por hacer algo nuevo. Yo no estoy en eso ni he entrado nunca en eso. Yo hago lo que sé. Fracasaría si quisiera plantearme cada día una nueva idea. 

— Ese camino debe ser apasionante y a la vez dificultoso porque no tiene final, nunca hay una respuesta correcta.

— No, nunca acaba y no lo solucionas. Realmente, lo que haces son más chapuzas [bromea]. Pero, bueno, ese es el mundo, el mío, y es una cosa muy íntima. Es un mundo en el que no haces tanto caso a las cosas que pasan fuera, aunque también es verdad que, al enseñar las cosas, pasan cosas buenas. Hay veces que los que escriben, los que comentan nuestra obra, te dan pistas, te completan, te ayudan a entenderlo. No es que tenga necesidad de que me lo cuenten, pero muchas veces cuando veo algunos textos me han abierto los ojos, me ayudan a reflexionar.

— Una cuestión de la que ahora hablamos mucho es de la inteligencia artificial y cómo toma toda esa biblioteca de imágenes para crear, ¿le genera curiosidad?

— Yo soy torpe para las tecnologías, incluso para las más básicas… me sirven para leer el periódico. Esto es una limitación y vivo mal las limitaciones, pero las tengo que aceptar. Cuando veo que hay gente a la que le interesa algo mucho y a mí no, me fastidia. Me pasa con la cultura, aparecen artistas con nuevas propuestas y me fastidia ver que no lo entiendes, pero tienes que aceptarlo. En el fondo, ¿qué hacemos los artistas?, ¿qué hago yo como artista? Pues a lo largo de mi vida he ido recopilando información. Esta información es útil porque cuando estoy pintando puedo acudir a las fuentes a preguntar. Me imagino que ahora con la inteligencia artificial eso será mucho más fácil. Es verdad que también se habla de los peligros, que yo no sé cuáles son. Lo que sé es que la información es importante. Una vez me preguntaron, «¿cuándo se termina un artista?». Un artista termina cuando pierde la memoria. Si ahora me quitas la memoria que tengo de todo lo que he visto, pues vuelvo otra vez a los quince años. ¿A dónde acudo?, ¿a quién le pregunto? 

  • Figuración del futuro Espai Manolo Valdés, ubicado en el muelle 3 del Parc Central. -

— Se pierde la propia esencia humana. Cuando no hay memoria se pierden tantas cosas…

— En mi caso, estaría terminado. Perderíamos todo ese recorrido que hemos llevado estudiando en la historia del arte, un camino por el que ha pasado todo. Si yo pongo cuatro o cinco ojos en una cara es porque Picasso me ha enseñado, porque me ha dado permiso. Si se me cae una gotita, en otro momento la hubiera borrado, pero después vino alguien que me enseñó que es bonita. Todas las cosas que yo pongo en los cuadros no dejan de ser un repaso a todo eso, una obra que puede partir de una imagen del XVII pero en la que vuelco todo lo que ha pasado a partir de entonces. Haces porque llega un momento en que alguien te ha puesto sobre las manos una herramienta. Al final es una suma. Si tú no tienes todo eso en la cabeza, no puedes hacer ese trabajo.

— El futuro pasa por el Espai Manolo Valdés. ¿Qué supone para usted que su ciudad natal le vaya a dedicar un espacio para mostrar su obra?

— Es un sentimiento agridulce. Cuando se abrió la Fundació Miró, hace ya cincuenta años, estábamos Rafael Solbes, Antonio Saura y yo. Entonces, Saura, que es de las mentes más privilegiadas de todo este reino de los artistas y con el que tenía muy buena relación personal, dijo: «Vamos a comprar una libreta y, ahora que tenemos bien la cabeza, vamos a escribir lo que no haremos». Y lo primero que anotamos fue que nunca haríamos una fundación. Cuando me propusieron este espacio, saqué la libreta para ver qué pensaba cuando tenía bien la cabeza y dije: "Es obvio que la he perdido" [ríe]. ¿Qué le vamos a hacer? Realmente estoy muy agradecido, faltaría más. Una cosa que me gusta es que hemos llegado al acuerdo de que sea temporal, aunque sea una temporalidad larga. Al final, en cinco o diez años pasan muchas cosas, viene nueva gente y hay nuevos gustos, nuevos intereses. Tampoco pasa nada por que las cosas tengan una temporalidad y sean sustituidas. El espacio, además, es muy bonito, me cautivó. Allí pondremos las obras y que sea lo que Dios quiera.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 129 (septiembre 2025) de la revista Plaza

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