No fue un influencer de TikTok ni un canal especializado en teorías de la conspiración en YouTube ni Iker Jiménez quien recomendaba, a finales de marzo, tener en casa productos esenciales como agua, comida enlatada, medicamentos, un mechero, una linterna y una radio de las antiguas con sus pilas correspondientes. Fue la mismísima Unión Europea, en sus planes de prevención de crisis, con un proyecto de rearme y unas inquietantes palabras de Von der Leyen de fondo: «Si Europa quiere evitar la guerra, debe prepararse para la guerra». Ante un ataque de los rusos, pensamos todos en modo paranoico —o no tanto, dirían los europeos del norte—, la población debía estar prevenida para sobrevivir los primeros tres días catastróficos hasta que llegara la ayuda.
Entonces la mayoría se lo tomó a risa, incluso los que amamos las distopías apocalípticas y conocemos bien la utilidad de esas mochilas que siempre llevan a cuestas los escasos supervivientes del fin del mundo. ¿Estaban alineándose las autoridades comunitarias con el preparacionismo? Y no invento: es un movimiento internacional de personas muy preocupadas ante un posible desastre que almacenan legumbres y purificadores de agua en búnkeres. Además, aprenden habilidades para sobrevivir al estilo de los habitantes de Jackson en The Last of Us. Se llaman prepers y, después del apagón del 28 de abril, ya no parecen tan extravagantes.
Aquel día muchos se arrepintieron de no haber seguido el consejo, porque fueron pocos quienes organizaron con mimo su salvación. Menos aún tienen lista la maletita desde hace años, como mi amiga de alma japonesa que adoctrina sobre la conveniencia de tener ese hijō mochidashi bukuro, como lo llaman en el país del sol naciente tan habituado a los terremotos.
Cuando desapareció la electricidad, los que tenían efectivo agotaron las existencias de transistores, pilas, velas y papel higiénico, porque siempre aterra quedarse sin él sea cual sea la circunstancia. Y peor a oscuras. Menos mal que la luz natural y los equipos electrógenos de emergencia hicieron más llevadera una situación que otros ciudadanos del planeta están acostumbrados a sufrir. Ese lunes fui una de las que no se enteró de nada, porque siendo San Vicente había salido de excursión a la montaña y no parecía extraño estar sin cobertura. No fue hasta la tarde cuando nos sorprendió lo ocurrido, al llegar a un bar donde algunos esperaban sentados a que volviera la corriente antes de que se estropeara la comida y se calentaran las bebidas.
Los supermercados incluyen ahora nuevas secciones de alimentos no perecederos, se venden pastillas potabilizadoras como si fueran caramelos de eucalipto y encontramos el paquete elaborado desde los veinte euros del básico hasta los cientos de los prémium, con filtros de agua de ingeniería aeroespacial y cargadores solares con puerto USB-C. También ha vuelto la tendencia de esconder billetes de cincuenta debajo del colchón, no por afán defraudatorio, sino como un elemento clave si vuelve a colapsar el pago con tarjeta. Sin embargo, cuidado, la Policía desaconseja acumular dinero en las casas porque los ladrones de siempre siguen a lo suyo.
Pensar que una mochila nos salvará, al menos 72 horas, es como ese bálsamo reparador que tenemos en el armario del baño. Acostumbrados a convivir con decenas de aparatos conectados y servicios que nos traen comida a cualquier hora, envían limpiadores o lo que se nos antoje con un clic, queremos creer que estaremos seguros cuando llegue el apocalipsis —en forma de hackeo global, misil, satélite a la deriva o meteorito— si nos pilla linterna en mano con pilas cargadas y latas de atún. Creeremos tener cierto control frente a la incertidumbre, confiando en que haya alguien al otro lado del transistor.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 127 (junio 2025) de la revista Plaza