VALÈNCIA. Dicen por ahí que hacer llorar es fácil, pero hacer reír es un don que tienen solo unos pocos. Uno llora por lo mismo que cualquiera, no hay nada especial ahí, sin embargo, cuando reímos, una expresión emocional mucho más compleja de lo que puede parecer, devaluada en las artes en beneficio de la rigurosa seriedad, comulgamos con el detonante de un modo más íntimo, más personal, menos convencional. El humor es una sustancia volátil, difícil de manejar, un territorio vastísimo que nos procura momentos de auténtica felicidad -no hay nada más reconfortante que una carcajada, quizás un orgasmo, o un abrazo-, un lugar de la mente, los labios, la garganta y los ojos, de todo el cuerpo, que sabemos que es bueno, aunque todavía no sepamos lo que es. ¿Dónde empieza y dónde acaba, cuáles son sus límites? Las preguntas, como ya decíamos la semana pasada, llevan en su propia forma su condena: las preguntas constriñen, mientras que la risa expande. La risa acude a nosotros en lo cotidiano y en lo excepcional, es la presión que aligera una válvula en nuestro cerebro para que los hechos que condicionan nuestro día a día sean más asumibles, como decía la canción, más humanos, menos raros.
Sin embargo, o quizás por eso, lo que nos hace reír un día es una broma inocente y otras veces, seamos sinceros, el mal ajeno. Alguien tropieza, cae, y nos reímos. Y en esa risa hay libertad. Pero el humor, como mecanismo, como resorte, suele servir de máscara a una realidad que no es mala ni buena ni todo lo contrario. Los días están sembrados de excitaciones fortuitas y de sinsabores, de alegrías y de penas, y la sonrisa, o la risa, vienen a aligerar el peso de lo mundano para hacerlo todo más fácil. Quien provoca una risa se comunica a un nivel descarnado. Nos gusta la gente que nos hace reír. Con todo y con eso, los dramaturgos o los cineastas lo saben bien, la comedia carga con el estigma de ser considerado un género menor. Cosas de los prejuicios y de lo que nos han enseñado. Rascando en la superficie, bajo muchas obras y muchas personas cómicas, hay de todo menos simplicidad. En muchas ocasiones lo que uno se encuentra es una inteligencia muy aguda y una sensibilidad abrumadora. Mr Perfumme, alias artístico del valenciano David Pascual Huertas, es de esas personas tocadas con la virtud de hacer sentir bien a sus congéneres. La suerte podría quedar ahí, pero es que además, en su caso, a él le ha dado por crear música, y por escribir libros -y también por dibujar, y por más, seguro, lo sepamos o no-.
Qué bien. Hace un tiempo ya disfrutamos por aquí de esa apuesta literaria que es Una pequeña llama en mitad de un terrible incendio, UPLEMDUTI para los amigos, que publicó Ediciones Contrabando en su colección Che Books, nacida para albergar propuestas tan singulares como el Singular de Jesús García Cívico del que también hablamos en este espacio. Es de agradecer. Hay obras que se ríen de los cánones y de las líneas editoriales, y que pagan su atrevimiento con un sinfín de dificultades para encontrar anfitrión. El caso es que Mr Perfumme dio con la confianza de unos editores que ahora repiten publicando Saber matar, la nueva genialidad de este autor que ha pasado de narrar a vista de pájaro -una perspectiva privilegiada, no cabe duda-, para descender hasta el fango de lo anormalmente normal: en su nueva novela conviven feligreses de a pie de una secta new age, miembros de una familia funcional en la superficie, terrible en el fondo, integrantes de la élite dados a la fricción piel con piel menos glamurosa que podamos imaginar, trasuntos del autor y su pareja, nadies con vocación de teóricos publicando sus inquietudes en una revista de pesca con aroma de imprenta a Jara y Sedal, y en definitiva, toda una plantilla de personajes de lo más dispares que a estas alturas del siglo XXI y de la posmodernidad no nos sorprenderían en absoluto de no ser por el detalle con el que han sido alumbrados y puestos a correr.
Porque hoy día, la mayoría de libros advierten en sus contraportadas de que el lector asistirá a un desarrollo de los acontecimientos protagonizado por muchos personajes, hoy día casi todo es coral, pero es que en Saber matar Mr Perfumme teje un campo literario del que se manifiestan historias que tienen entidad suficiente para ser disfrutadas de a uno, pero que además, por obra y gracia de un destino cruel, acaban confluyendo con violencia hasta salir despedidas de sus cauces en soluciones que por momentos nos provocan una risa cómoda y por momentos nos hacen sentir culpables por gozos oscuros. Eso sí, y que no parezca lo contrario: Saber matar es ante todo una lectura divertidísima, entretenida, agresiva: Mr Perfumme juega sucio y nos hace jugar; ahora es esto y después es lo otro, ahora estamos tras una cámara y enseguida olemos los efluvios y las consecuencias de una reunión entre gente extraña con afición por disfraces perturbadores. Dice el autor que siente aversión hacia esa idea de que con el lector uno no puede tomarse confianzas, que hay que profesarle un respeto tontorrón: el lector de Mr Perfumme ha venido a lo que ha venido, y eso, cualquiera que le haya leído, lo sabe.
Si no fuese así, su presentación del jueves veintisiete de septiembre en Librería Bartleby no se habría llenado hasta la bandera en una época en que juntar a treinta personas en un acto de estas características es una proeza: en su presentación no cabía ni un alfiler, su presentación ha sido un ejemplo de cómo hacer divertido un evento en el que alguien habla de su libro y otros escuchan. Un vídeo sensacional fruto de la voluntad de aportar desinteresadamente, una performance con disfraces de Curro y Cobi que casi se va de madre, mucha gente pasándolo bien y comprando libros. Y por debajo de todo, una novela que transforma lo turbio, lo desagradable, lo bestial, en capítulos que uno quiere que duren, por lo menos, bastante más. Capítulos explosivos que evolucionan en pasajes costumbristas fuera de lugar que dan paso a intimidades familiares que degeneran en episodios truculentos que concluyen justo a punto de hacérnoslo pasar mal. Todo esto, y lo que no hemos dicho. Y sobre todo, el placer de estar pasándolo francamente bien. A un lado de lo correcto, o al otro.