“Y llevaba una caja del Corte Inglés, mamá, y dentro había una paloma gris que era muy suave y el señor me dijo que tenía un ala rota…” La niña no pasaría de los diez años, era intrépida, confiada, se nos había acercado para acariciar a Noa. Al lado estaba Albert con su caja y su paloma dentro. Lo que vino después se lo debió de contar a sus padres, sentados en algún banco de la zona infantil, y estoy segura de que no la creyeron. Yo tampoco lo creía del todo, por eso caminaba detrás de mi marido y llevaba a la perra y él llevaba la caja y era imposible saber cuánto iba a durar todo esto. Intentábamos salvar una paloma caída del palomar.
Al principio, mi hija nos dedicó unos ojos como los que se llevaría un freak de su clase si le pidiera salir. Afortunadamente, los freak no piden salir a ninguna, por eso me siento exclusiva cuando me gano unos ojos como esos, ¿por qué no hacéis como si yo no estuviera?, soltó. Los tres caminamos en silencio y me guardé las explicaciones, sólo sabía que no podría vivir con un hombre que no lo intentara siempre, incluso en la empresa más fracasada. Hay que ser menos joven para entenderlo, hay que pasar oposiciones, pandemias y varias colas del paro, una colección de días muertos, regalados, de sueños expropiados y de aterrizajes forzosos. Uno tiene que verse más cerca del final que del primer capítulo para dejarse envolver en un rescate de paloma urbana. Pero ya sólo nos queda el absurdo. Es la única actitud que bordea la clemencia, la fantasía de un mundo almohadillado, en red, donde cada ser vivo emprende un diálogo con el de al lado. Por algún motivo fueron las guerras mundiales lo que trajeron el surrealismo y el teatro de Ionesco.
Todo empezó por un bulto renqueante a pie del palomar, un animal expuesto a la crudeza de los gatos y de la noche. La devorarían viva, por eso buscamos el teléfono de algún centro de recuperación animal, por eso el guarda y su garita y mi amiga Janina, experta en salvamento avícola, que no cogía el móvil. El guarda se encogió de hombros pero nos ofreció una caja donde meterla, del Corte Inglés División Empresarial (con una pegatina que decía Pedido de Jardinería). Un hombre poco expresivo y no especialmente entusiasmado con su trabajo, lo cual es comprensible. Yo no podía dejar de mirar su pelo de pincho, las púas grises peinadas de forma experta con algún gel más amable, más moderno, deseé, que el Studio Line que usábamos en los ochenta. Si era su peinado no era la conversación, ni la caja, ni el pájaro mismo. Si era otra cosa todavía podía no estar teniendo lugar ese encuentro, esa garita desangelada y esa charla, la insistencia de Albert y el bulto con plumas entre sus manos. El guarda hizo un par de llamadas sin éxito y asintió de forma tibia cuando oyó que nosotros mismos la llevaríamos, el centro de recuperación abría por la mañana.
Janina nos contactó por fin y dejó claro que la paloma no sería admitida en el centro, sólo servía de almuerzo para las águilas. Su pecado era no ser salvaje, sino doméstica. Una especie urbana pero alejada de las leyes naturales, descolocada, anfibia, a medio camino entre categorías, ¿por qué sería que me sonaba mucho? Mis pacientes también son fronterizos y ni yo misma tengo un lugar definido. Por eso no le daríamos un golpe fatal en la cabeza con una piedra. No gastaríamos tampoco una fortuna en el veterinario. Subimos a casa y le buscamos un lugar a salvo de la perra mientras ganábamos tiempo. Yo di con una web de salvamento de palomas tullidas en Madrid y Albert le llenó la caja de pan y arándanos deshidratados. No quise preguntar por el peluche que encontré junto a su bebedero, hecho con el cuenco de la salsa de soja.
A la mañana siguiente, el animal parecía conforme, bebía con diligencia en su cuenco y nos dirigía su ojo frío sin gratitud ni escándalo. Pero pronto empezó a hiperventilar, el pico abierto y el trabajo de morirse absorbiendo la última energía de su cuerpo. Las patas se le quebraron para desaparecer debajo del pecho. En cuestión de minutos estaría abatida sobre el cartón, la cara ladeada y el cuello extrañamente torcido.
Quisimos ser más rápidos que la lluvia, pero no hay funeral que se precie sin paraguas negros. Nosotros improvisamos uno en camiseta y sandalias. Nuestra despedida sería clandestina, casera y nada cinematográfica. “¿Por qué nos pasa esto, mamá?”, y un trueno tapó mis palabras, que ya no importaban. Alzamos la mirada, el cielo se había dividido en dos cielos y uno era un bastidor negro atravesado de rayos. Un hombre, una mujer, una niña, una perra y un destornillador formaban el cortejo. Albert se arrodilló en el cerco de un tronco libre de césped y clavó su herramienta. “Lo importante en una tumba no es la extensión, sino la profundidad”. Lo ha aprendido en una serie y añadió que es así en todas las cosas de la vida. La profundidad. Noa pareció entenderlo porque pronto estaba rascando con sus patas y fue apartada con un manotazo amable. La niña grababa todo el ritual con su móvil, jamás ha ido a un entierro. Cuando pareció listo, el agujero admitió a la paloma pero dejó su cola fuera y Albert maldijo, abandonó toda solemnidad y la metió de nuevo en la caja. Alguien le había puesto un papelito en el ojo pero el detalle quedaba ahora inútil al fondo de la caja. Con el iris a la vista y manchada de tierra, la paloma era cada vez más un cuerpo rígido e irrelevante que un miembro del clan. Cuando transportaba la caja hasta allí, la niña había cogido flores y yo echaba de menos las sacudidas del animal, la sensación de vida y forcejeo de la tarde antes.
“Esto que hacemos no es absurdo, mamá ─intervino mi hija mientras sermoneaba a la perra─, hacemos muchas cosas absurdas y no decimos nada”. Y mientras su padre alisaba la tierra, ella me daba la espalda para distribuir sus flores. Quizá la había juzgado mal y era al revés: había que ser joven y estar más cerca del primer capítulo. Recién iniciar un nuevo curso de la ESO después de haber jugado a veterinaria en la piscina salvando libélulas, o haber ojeado la zona infantil en los paneles de helados todo el mes de agosto. Se precisaba imaginación y coraje. Libertad para hacer sin pensar, o pensar sin pensar. Como Oliveira y Traveler y su tablón tendido entre dos ventanas en Rayuela, la niña había salido por fin de la convención y entraba en la ceremonia de lo inexplicable. Donde el amor y la inocencia se dan la mano. Justo cuando me hice respetable y racional y protesté por la lluvia que nos iba a calar nadie me atendía. Había esperado a verme salir para entrar ella. Albert creó un monolito con un par de piedras y las flores hicieron un bonito dibujo alrededor. Todos estaban satisfechos. Y las palabras, nos enseñó Cortázar, dicen más del espacio que se abre entre ellas que de las definiciones que mutila el diccionario. Descansa en paz, paloma.