VALÈNCIA. Joe Degado lleva el cuerpo lleno de moratones. Unos días atrás se dio un porrazo con la bicicleta y desde entonces está sin salir a trabajar. Ha dejado los fines de semana de Ruzafa huérfanos de sus melodías. Tiene un pulgar magullado y no puede tocar el saxofón. Porque Joe es músico, músico callejero. Aunque hace una excepción para el fotógrafo y toca un par de acordes en la calle. Suficiente para que los camareros del bar donde se hace la entrevista le atosiguen a preguntas y elogien su talento. Se nota por su reacción, entre amable y fría, que no es la primera vez.
Joe es alemán, pero él no se define exactamente así. "Yo soy un europeo con pasaporte alemán", matiza. Él es de Karlsruhe, una ciudad situada a quince kilómetros de la frontera con Francia, y después de decirlo saca una frase que se adivina recurrente: "A los aficionados al fútbol les suena mucho...", añade con una media sonrisa malévola por la en alusión a la sonada victoria del Karlsruher ante el Valencia CF por 7-0 en un partido de 1993.
Este alemán tan europeo proviene de una familia contradictoria. Una familia muy musical pero contraria a la vida de los músicos. La de sus bisabuelos paternos fue una de esas familias que a la mínima ocasión sacaban la armónica y se ponían a cantar. Y su abuelo tenía un don para la música. Era un autodidacta que tocaba el órgano y que compró un piano para que su hijo aprendiera a tocarlo en casa. Durante la II Guerra Mundial, como Hitler reclamaba más y más soldados, el órgano de la iglesia de su pueblo se quedó sin nadie que lo tocara y el chico encontró ahí su sitio.
Una familia a la que le gusta la música pero que solo la concibe, por sus creencias católicas, para interpretarla en un templo para deleitar a los feligreses. La música, para ellos, no es válida para amenizar la vida de los transeúntes, por ejemplo. Y como él no compartía este punto de vista, chocaron. En realidad, según va dejando caer a lo largo de la conversación, no fue solo por eso y la discrepancia con su padre fue más allá de unas notas aquí o allá.
Joe empezó con las clases de piano a los cuatro años. Su profesora de piano acabó marchándose y después de ese tiempo de aprendizaje sus padres decidieron que lo mejor era que se hiciera cargo su hermano mayor. "Fue una mala idea y lo acabé dejando", recuerda. Aunque aquel matrimonio no se rindió e insistió para que su hijo tocara algún instrumento. Un profesor lo intentó con un fagot. "Pero mi sueño era tocar el saxo. Aunque, para poder hacerlo, debía independizarme. Y lo hice cuando empecé el servicio civil para no irme a cumplir con el servicio militar. Me compré un saxo y empecé como autodidacta y a tocar en grupos y en una big band. -abundan en Alemania-, donde el saxo barítono tiene un rol muy especial. Al cabo de un tiempo estaba tocando en diez bandas".
Al mismo tiempo buscaba su camino profesional. Lo intentó con Filosofía. Se lo dejó. Aprendió a utilizar las máquinas de impresión para ganarse un jornal. Y lo intentó con la Arquitectura. Hasta que una compañera se sentó a su lado y le soltó: "¿Por qué no estudias tanto si lo que tienes es talento para la música?". Joe se quedó de piedra y luego respondió: "Joder, tienes razón". Y así, ya con 29 años, dejó todo y se puso a estudiar música. Mientras, para ganarse la vida, daba clases. Su padre le dejó claro que no le iba a apoyar en esto. "Mi familia no aceptó que me dedicara a la música. Es incomprensible porque mi padre tenía ese mismo sueño y en mi caso no sé qué pasó pero se puso en contra. Así que me tuve que buscar la vida porque no me ayudaron con nada".
Así estuvo los siguientes años de su vida: guiando a sus alumnos hasta que eran capaces de tocar en una banda. Partían de cero, pero con paciencia y pasión les iba enseñando hasta que, después de años, aquello acababa sonando bien. El problema es que entonces, pasado un tiempo, se lo acababan dejando.
Un año, ya con 47, cuando tenía que partir de cero una vez más, se vio sin fuerzas. "Me quemé. Sufrí el 'síndrome de burnout' -el trabajador llega a un punto de agotamiento físico y mental que le afecta a su día a día-. No podía aguantar a un solo alumno más. Aunque también tuvieron que ver cosas que sucedieron en mi vida privada. En ese momento necesitaba experimentar un cambio profundo en mi vida".
Joe disfrutó del verano y, al acabar, se fue a España con una amiga que era la propietaria de Páprika, un pequeño restaurante en Granada. Por aquella época era vegetariano y aquella mujer y él se habían conocido aprendiendo a cocinar. "Nunca había sido cocinero profesional pero era un desafío y me vino bien. Aunque mi amiga, con el tiempo, se acabó convirtiendo en una jefa extremadamente estricta. Ella tenía razón en todo y los demás éramos imbéciles. Me sentí muy mal y ahí se acabó nuestra amistad".
Joe se vio de un día para otro sin trabajo y fuera de su país. Y entró en pánico. En esos momento con el ánimo bajo, comenzó a añorar la música. Llevaba tiempo sin poder tocar por culpa de los horarios del restaurante vegano. Así que una tarde agarró el saxo y se puso a tocar en un callejón al lado de la catedral. Lo hizo más por desahogo que por ganar dinero, pero al acabar de tocar comprobó que habían caído bastantes monedas. Ahí pensó que la solución estaba en la calle y al día siguiente regresó. Pero la segunda vez fue mucho peor. Lo bueno fue que conoció a otros músicos que le enseñaron algunos trucos para mejorar la recaudación. El primero, que había que moverse, que no podía estarse fijo en un mismo sitio. "Al principio me daba mucha vergüenza. Y, de hecho, aún me da. Porque la gente no me ha pedido que toque. Es una intrusión en su intimidad. Pero vi que así me podía ganar la vida".
No tardó en hartarse de Granada. "Es una ciudad muy bonita que encanta a los turistas y tal... pero para dedicarte a la música profesional es como un pueblo. Solo funcionan el rock o el flamenco, pero no la música que me interesa a mí: jazz, soul, funk, rythm and blues... Así que me planteé irme a Madrid o Barcelona. Descarté Barcelona por el tema del independentismo. ¡Yo soy europeo! Respeto mucho el tema, pero yo no quería estar allí en este momento. Así que, en 2015, me fui a Madrid". La ciudad le enamoró y pensó que, al fin, había encontrado su lugar. Me sentí como en el cielo, pero ganarte la vida en una ciudad tan cara donde las distancias son enormes es muy difícil. Además pedí el permiso y en el Ayuntamiento me dijeron que en 2013 habían dejado de darlos. Si te aventurabas en el centro, la policía tardaba dos minutos en aparecer. Y eran unos policías muy estrictos. Más que los de València. Otros músicos me dijeron que me fuera al metro. Y lo hice. Pero estuve cuatro horas tocando y gané diez euros...".
Otra amiga volvió a cruzarse en su camino. Aquella mujer le vendió València con el fervor de una fallera mayor. Puso tanto empeño que, a finales de 2015, Joe se animó a darle una oportunidad. Ella vivía en Benimaclet y por el camino cruzó el Puente de las Flores y le encantó. Y el jardín del viejo cauce del rio. Y el Carmen, el barrio antiguo que nada más verlo pensó que él quería vivir allí. "Luego nunca lo hice. Y menos mal porque ya no me gusta".
Lo primero que hizo fue pedir el permiso para tocar en la calle, pero, mientras, salió un día y se puso en la plaza de la Virgen. No tardaron en aparecer tres policías. Joe les explicó que la autorización estaba en trámite y entonces los agentes, nada que ver con los de Madrid, le pidieron que se marchara porque les parecía que tocaba muy bien y les sabía fatal tener que ponerle una multa.
En primavera ya vivía solo en un piso. Primero en Orriols, luego en Zaidía y, finalmente, desde hace un año, en Monteolivete pero a solo una calle de Ruzafa. "Técnicamente no vivo ahí, pero emocionalmente yo me siento de Ruzafa. Poco a poco y con mucho cuidado empecé a tocar. Vi que había suficientes terrazas para mantener una vida decente y en enero de 2016 recibí el permiso".
El recorrido por su vida ha llegado a València, a Ruzafa, donde hace la entrevista mientras da pequeños sorbos a una tónica, donde se ha tirado todo el verano de terraza en terraza, desde donde Joe soplaba las notas que se elevaban y acababan colándose por los balcones de los vecinos.
La ruta musical la marca el calendario. En verano echa más horas y en invierno, menos. Cuando hace calor busca las terrazas de noche y cuando hace frío, de día. Hace un año, durante la pandemia, buscó una zona más próxima a su casa que el centro. Y eligió Ruzafa, que resultó un filón. "Aquí en Ruzafa la gente es más generosa. En 2019 me sentía muy bien en el centro. Había mucho turismo internacional y mucho movimiento y mucha gente, Pero con la pandemia cambió completamente. El año pasado no hubo turismo y el Carmen se convirtió en un barrio bastante triste y con gente muy poco interesada por la música. Me sentí un poco frustrado. Un día, como me pillaba de camino a casa, empecé a tocar en la esquina de Pedro III el Grande con Pintor Salvador Abril -ahí hay cinco terrazas-, y la gente estaba encantada. Y seguí en otras y también hubo muy buen rollo. Y mucha gente era del barrio y ya me conocía. Otros me escuchaban desde su casa y luego me reconocían en una terraza y me decían eso tan recurrente de "yo te he escuchado muchas veces desde el sofá de mi casa pero es la primera vez que te veo y tocas muy bien...".
La selección musical es un tema delicado. Joe no es una gramola en la uno puede llegar, echar una moneda y elegir la canción con la que se enamoró de joven. "Yo no soy una prostituta", responde, tajante. "Si algo no me gusta, no lo toco. Aunque en algunas bodas accedo porque entiendo que tengo que comer y que ceder hace feliz a alguna gente. Me pasa, por ejemplo, con 'Volare' (un éxito de los Gipsy King). Sé que si toco en la calle es necesario ofrecer un repertorio conocido. No puedes tocar cosas muy extrañas. Y yo quiero que la gente sienta alegría. Ganarme la vida, en ese momento, es secundario. La conexión con la gente es importante. Si no, no puedo tocar. Por eso le agradezco mucho a la gente de Ruzafa que me hacen sentir que me gusta. No soy una molestia, y eso es importante para mí. No soy una molestia para los clientes, pero tampoco para los camareros o los cocineros, para los vecinos, para la Policía ni para nadie. Yo regalo música y ellos me regalan una buena energía y encima me dan una propina, y con esa propina puedo vivir. Así que todo es perfecto. Gano lo suficiente para vivir. En el confinamiento tiré de los ahorros. Vendí una casa en Alemania y con ese dinero me compré un piso aquí. Y eso me da mucha independencia, pero, además, yo no necesito mucho".
Ahora va a empezar a tocar solo los fines de semana. Los sábados y los domingos por la mañana, en el centro; los viernes y los sábados por la noche, en Ruzafa. La Pantera Rosa, Sting, Steve Wonder, Earth, Wind and Fire... Tres o cuatro horas por turno y a casa. Y en verano gana mucho y en invierno, poco. Pero ya ha aprendido a administrarse. Joe tiene cinco saxofones: un soprano, un alto, un barítono y dos tenores porque es el modelo que usa en la calle y del que vive, así que no se puede permitir que se estropee y quedarse sin instrumento.
Su idea es seguir en València. La compra del piso da una pista de lo que confirma después. "Yo me quiero morir en València". Porque dice que no se siente feliz en Alemania. Agradece haber nacido en el primer mundo, en una nación rica y próspera y no en una pobre y peligrosa, pero le repele la competitividad, el estrés, la vida frenética, y cree que esta ciudad también tiene sus defectos pero que, a cambio, todo el mundo vive más relajado. "No soy un alemán muy típico. Hace más de cuatro años que no voy a mi país. Y durante los diez años que llevo en España he ido tres veces. Alemania no es para mí".
En su última visita se despidió de su padre con un abrazo. Un abrazo que zanjaba años de disputa y distancia. Luego, en 2020, un día recibió la llamada de su hermana para decir que su padre se estaba muriendo. Pensó en ir, pero si viajaba a Alemania tenía que pasar quince días de cuarentena y entendió que no tenía sentido. Poco después falleció. Su madre aún vive, pero en cierto modo también la da por muerta porque tiene demencia senil y ya no reconoce a nadie. El tiempo ha tamizado el odio y el dolor del pasado.
Y ahora, con la madurez de sus 57 años, ha encontrado la paz. Aunque ha costado. "Creo que mis padres nunca aceptaron que fuera un músico callejero, pero no me duele. A lo largo de mi vida tuve muchos conflictos con ellos. Conflictos muy fuertes. (Hace un largo silencio y parece que intente disimular la emoción que brilla en sus ojos. Elige bien las palabras y sigue). Durante muchos años estuve buscando una solución para mis conflictos internos, para mis heridas. Mi sueño siempre fue hablar con ellos sobre lo que sucedió. Pero ellos lo rechazaron. Decían que no había sido como yo decía. Y sí fue así, pero tardé en comprender que ellos son así. Cuando comprendí eso, que llevó su proceso, entendí que tengo que hacer una reconciliación conmigo mismo y despedirme del deseo de hablar sobre el tema y aceptar cómo eran. Porque, además, ya habían cambiado. El padre de 30 años que me pegaba y esas cosas ya no estaba, y el de 70 ya no era el mismo. A última hora era una persona tranquila y agradable. Por eso encontré la paz con ellos y no creo que se muriera con rencor. Y eso está bien".