VALÈNCIA. Los adolescentes no ven la tele, sino Youtube. No leen revistas, sino redes sociales. No escriben diarios o novelas, sino blogs y fanfics. Y es en este ecosistema digital donde tienen esos ídolos a los que imitan. Si en el pasado los jóvenes -tan dados al fenómeno fan- idolatraron a actores y grupos de pop-rock, hoy en día sus modelos de referencia son youtubers, instagramers y poetas que cuelgan sus versos en las redes.
No habría ningún problema si no fuese porque la presencia de los adultos en ese mundo es casi nula. Y esto tiene más consecuencias de lo que parece.
Reconozcamos que les hemos fallado. No ha sido culpa de nadie, pero los mayores de treinta años no hemos cumplido nuestra labor social de convertirnos en educadores, guías y prescriptores de la generación siguiente. Principalmente porque no hemos sabido cómo hacerlo. Todo ha ocurrido demasiado rápido y ellos han llegado antes al Nuevo Mundo digital y, como buenos colonos, han levantado una cultura en un mundo virgen donde ni estábamos ni se nos esperaba.
Yo me crié –como supongo que la mayoría de los que leen este artículo- viendo televisión y cine, escuchando la radio y leyendo novelas o revistas. Todo producto de ocio o cultura que yo consumía estaba elaborado por adultos, siguiendo unas ideas y un canon que, de alguna forma, yo absorbí. De una forma u otra –aunque fuese por oposición y respuesta a esos modelos— formó parte importante de mi educación cultural, intelectual y emocional. Pero pensémoslo un instante: ¿Cuántos años tienen los youtubers a los que los más jóvenes siguen con devoción? ¿Y los instagramers con más cantidad –millones- de seguidores? ¿Qué edad tienen los músicos que, al margen de las discográficas, cuelgan sus vídeos caseros en Internet? ¿Y los poetas o novelistas que escriben en las plataformas de intercambio de textos online?
Exactamente: unos pocos más que ellos. Ni eso a veces. Son una generación adánica, colonos de un mundo nuevo –el digital- donde han creado una cultura sin canon ni tradición. Ellos, jóvenes deseosos de estímulos, se consumen a sí mismos porque apenas tienen otra cosa con la que alimentarse. El mundo digital en el que se mueven desde recién nacidos, su hábitat natural, es un lugar sin apenas referentes de más de treinta años.
Luego nos quejamos de que los adolescentes adoran a escritores veinteañeros de un sentimentalismo ñoño, pero es que eso es lo que conocen. No han visto a Gloria Fuertes, Antonio Gala o Fernando Arrabal en la televisión como la generación anterior. No hay demasiadas referencias en Youtube a Melville, Delibes o Gil de Biedma. No es posible leer a Pessoa o a Dostoievsky en Wattpad, la aplicación para móvil donde cuelgan y descargan textos literarios.
Y justamente es en ese mundo donde encuentran sus referentes. Referentes apenas mayores que ellos, probablemente de poca calidad… pero es lo que hay. Además, con más o menos habilidad, les hablan de los temas que les interesan en un lenguaje sencillo de entender.
Con la pasión que caracteriza a estas edades, idolatran a aquellos que destacan en las redes y los convierten en artistas que, al dar dinero, son posteriormente fagocitados por la industria, que por ello está cada vez más llena de escritores de una sencillez e ingenuidad (y desconocimiento de la tradición) desconcertante para los adultos. Sobre todo porque venden decenas de miles de ejemplares, lo que los convierte en un gran negocio. El siguiente paso lógico en este mundo capitalista era darles premios literarios (en España los premios nunca fueron demasiado limpios, seamos sinceros) como forma de promoción y de reconocimiento por parte de la industria.
Pues bien, ya está pasando…
¿No era esto lo normal en la música y en la novela donde siempre ha habido dos escenas diferentes, la comercial y la que se encuentra al margen del circuito? Pues bienvenida sea la poesía al mundo capitalista. La poesía ya tiene sus Crepúsculos, sus Coelhos y sus Sombras de Grey.
Por todo lo dicho anteriormente, entre otras razones, el icono cultural de nuestros tiempos es el selfie, entendido en un sentido amplio. La razón es muy sencilla: nuestra producción cultural es cada vez más adolescente porque son ellos los que están imponiendo sus gustos a la industria, que en general no sabe de arte, sino de dinero. ¿Hay algo que un adolescente adore más que a sí mismo? Pues eso: llegamos inevitablemente al selfie. La propia imagen e intimidad como obra de arte: realities, autoficción, stories, autobiografismo, poesía de la experiencia…
Si miramos un par de siglos atrás observaremos que no es la primera vez que el gusto adolescente se impone. El Romanticismo del s. XIX está lleno de yoísmo, confesionalismo y sentimentalismo ñoño, siendo poetas como Bécquer menospreciados por sus contemporáneos y hoy en día estudiados en los libros de texto. Lo que nos enseña que, entre tanto teenager con ínfulas artísticas y WIFI de alta velocidad, es más que probable que surja un Bécquer. Porque siempre hay alguien con el talento suficiente para trascender a su generación.
En el mundo de la música el proceso ha sido similar. Los colonos de las redes han levantado a jóvenes músicos que colgaban sus canciones en Youtube y han acabado en las portadas de las revistas, en anuncios de moda o en emisoras de radio-fórmula.
El trap, por ejemplo, es un estilo musical surgido al margen de la industria discográfica que se ha colado poco a poco en el mainstream. Estos jóvenes músicos, que se grababan en su habitación con el ordenador de casa y hacían vídeos musicales con el móvil, consiguieron millones de visitas y un ejército de fans que fue aprovechado instantáneamente por la industria. Sus letras se caracterizan por el hedonismo, el culto al placer y al presente. El carpe diem (aprovecha el momento) es otra de las características del arte surgido en las redes. Nada extraño en una generación de adolescentes (abocados además a un futuro precario) siempre dados a la reivindicación del amor, el sexo y las drogas. A veces de forma pueril y llena de tópicos, explicable por su falta de bagaje cultural.
Recuerdo que, cuando era niño, escuché muchas veces a mi vecina del tercero decir eso de Se empieza por los porros. Si es verdad que de los porros se pasa a la cocaína e incluso a la heroína… ¡deberíamos estar de enhorabuena! Los adolescentes están enganchadísimos a la poesía, a las novelas y a la música juvenil que surge en las redes. Soy profesor y veo cada día su interés por ciertos poetas tan intensos como ellos mismos a los que siguen en Instagram, músicos amateurs cantándole al disfrute presente en Youtube y novelistas de apenas veinte años a los que leen en Wattpad. Son sus porros. Según mi vecina, de aquí a Dostoievsky y Borges solo hay un paso, ¿no es así?
Yo, siendo sincero, jamás me creí ese dicho. Conozco a decenas de personas que se quedaron en los porros sin ir a más. Como sé que muchos de esos nuevos lectores no pasarán de esa poesía adolescente, naïf y redundante. Estas lecturas no serán —para la mayoría— una plataforma para llegar a T.S. Eliot (a pesar de utilizar esos recursos apropiacionistas que ellos adoran) o a Pedro Salinas (a pesar de hablar tanto y tan bien del amor). Se quedarán en sus caladitas de versos adolescentes. Y bueno, no me parece mal. Como también decía mi vecina: Mejor eso que estar por ahí drogándose.
NOTA: He preferido no citar nombres propios para poder generalizar más libremente, pero a poco que se busque en la Red pueden encontrarse decenas de ejemplos que ilustren el artículo.
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