VALÈNCIA. Muchas veces la gente se ríe de las respuestas que dan los futbolistas. “Sí, bueno, no”. Hay quien les juzga menos inteligentes por expresarse así, de forma inane. Transmiten la impresión de ser muñecos de paja, gente que solo sirve para patear el balón y enriquecerse con ello, porque luego les pones el micrófono delante y, en lugar de ser prodigios de la oratoria, bajan la vista y… “Sí, bueno, no”.
Sin embargo, los realities son ejemplos de lo contrario. Si Montoya hace unas semanas, en esas imágenes que han dado la vuelta al mundo, hubiera reaccionado con “Sí, bueno, no”, ahora mismo habría unas decenas más de parados en España, porque ni de casualidad Telecinco le iba a volver a comprar a Cuarzo La isla de las tentaciones.
Ciertamente, la reacción de Montoya fue maravillosa. Solo puedo decir que me dio pena no haber visto el reality desde el principio para haber podido paladear mejor ese momento. Muchas veces me pregunto de dónde saca fuerzas el público para seguir ahí año tras año. El de este formato es un ejemplo de explotación y puesta a prueba de la resistencia de los espectadores como pocos habrá habido.
La primera edición, justo antes del estallido de la pandemia, la vi con sumo placer. El concepto de pánico a unos cuernos ridículos, emulando a Def Con Dos, me pareció todo un hallazgo, aunque los más viejos del lugar recordábamos Confianza ciega de 2002. El problema que yo le vi es que la segunda entrega llegó demasiado pronto, medio año después. Desde entonces, llevan ocho ediciones. Me parece más matraca que la que da el fútbol con su más de un partido diario desde hace años.

- La isla de las tentaciones -
Aquella edición logró colarnos a Christofer, un personaje sobrepasado por los acontecimientos, que logró conectar a la audiencia con la mercancía que venden los realities: vergüenza ajena. ¿Quién se presta a ser visto de esa guisa ante toda España, un país donde la figura del cornudo, el burlado, tiene antecedentes en la cultura que se remontan a muchos siglos atrás? Su inocencia nos cautivó, pero duró poco. Pronto Fani y él fueron conscientes del negocio que suponía la atención que habían atraído y, reconocido por ellos mismos, sus siguientes apariciones fueron una pantomima.
Indirectamente, el resto de participantes en estos programas, después de una primera edición exitosa, ya son conscientes de lo que se puede y lo que no se puede hacer. Y creo que se nota bastante. Hay público que sigue vibrando con los mismos desencuentros, pero a mí me cuesta entenderlo. Siempre me han gustado los realities y he trabajado con ellos, pero creo que su talón de Aquiles es convertirse en un ladrillazo predecible. Les pasa a todos.
Predecible también son las reacciones de los espectadores o, mejor dicho, la gente que en el prime time está leyendo a Joyce con un candil. Desde el primer Gran Hermano, en abril de 2000, son incontables las personas que han gritado que ellos no ven realities porque son muy inteligentes y amantes de la cultura. En los años 2000 y 10, en plena efervescencia ideológica, se teorizó mucho sobre que esos programas alienaban a la clase obrera, la hacían desgraciada y la apartaban de la lucha por su dignidad.

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Un trabajador llegaba a casa tras ocho o nueve horas de jornada, con una hora para ir, otra para volver y una para comer, y la mejor idea que tenía la izquierda radical para él era que no se lo pudiera pasar bien viendo la tele la hora y media que le quedaba de vida al cabo del día. Ahí también tenía que enfrentarse a algo plomizo. La dopamina te la guardas para la revolución, parecían querer decirle.
No obstante, los tiempos han cambiado bastante. La telerrealidad sigue ahí, porque es lo último a lo que puede agarrarse la televisión convencional. Las galas, cualquier tipo de directo, aún sienta a la gente delante del aparato como antaño. Hay incluso casos donde un buen uso de las redes sociales por parte de las cadenas lleva a los más jóvenes a ver formatos mortecinos como Bailando con las estrellas.
Al mismo tiempo, son frecuentes también los ajustes de cuentas. No hay año en el que no aparezca alguien criticando a los que se sienten más inteligentes por no ver La isla de las tentaciones. Es algo tan cansino como la sobreactuación del supuesto fan fatal de estos programas que quiere darse una pátina de frivolidad y anti-intelectualidad.
Circulaba hace unos días la teoría muy discutible de que la extrema derecha estaba creciendo en el mundo por culpa de “lo woke”, así, en genérico, y se denominaba al fenómeno “el pendulazo”. Dudo que esto sea cierto, pero el pendulazo tras la resaca gafaspasta sí que ha sido de aúpa. Cómo ha pasado alguno de presumir de connoisseur cultural a pretender hacer creer ahora que se sabe todas las letras del Fary es bastante dramático.

- Trump -
Pero la palabra reality me da que, desde este año, la vamos a usar más para referirnos a Trump. Su aparición en la Super Bowl, ante 127 millones de espectadores, en Fox News contó con las imágenes de cómo levantaba el puño después de sufrir el atentado de la campaña electoral, como si fueran los flashbacks en un resumen de Supervivientes. Mientras, las redadas que está llevando a cabo la policía en aplicación de la ley de inmigración se emiten en las noticias como miniseries de un reality show. Se habla de “aplicación de la ley performativa”. Las noticias ya solo son COPS.
Gran Hermano llegó con el eslogan de “la vida en directo”. Una década después, todos protagonizábamos nuestro propio reality en nuestros perfiles de las redes sociales. Hoy, como en un reality cerdo, de horario canalla, tipo Hotel Glam, las discusiones entre los representantes políticos transmiten la misma vergüenza ajena. Todo es mentira, todo da asco y lo único que importa es deshacerse de los demás. Yo no me preocuparía del reality que es La Isla de las Tentaciones, sino del reality que es todo lo que no es La Isla de las Tentaciones.