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el algoritmo es el mensaje / OPINIÓN

Sí, había un internet que nos hacía mejores

9/05/2022 - 

Eso de ahí arriba fue el principio de casi todo para mí. Tras intercambiar algunos tuits en público, el entonces redactor jefe de Valencia Plaza, Ximo Clemente, me envió un DM. Redescubro que fue en la madrugada de un domingo a un lunes, en la penumbra personal que cualquier periodista dedica al insomnio. Recuerdo que había contestado a alguna de mis ideas sobre #BlackHatSEO aplicado al periodismo local, pero no nos conocíamos de nada. Él era el president de la Unió de Periodistes Valencians –cosa que me impresionaba mucho–, le había leído en Cinco Días y El País y yo solo era otro casi recién licenciado intentando acceder al mercado laboral por una rendija. Mi rendija fue especializarme en SEO gracias a la sagacidad de un par de compañeros de clase con amigos en el negocio de la publi vía Google AdSense. Esa fórmula se convirtió en mi primer sueldo estable por escribir y, un par de años después, a finales de 2011, en la puerta de acceso a este medio nativo digital para el que sigo tecleando. Volví a València para asumir responsabilidades SEO, gestionar sus redes y, tiempo ha, participar en la apertura de varias de sus cabeceras: Plaza Deportiva, Culturplaza, Guía Hedonista... 

Lo de arriba sucedió en 2011, "el punto culminante del optimismo tecnodemocrático", tal y como lo define Jonathan Haidt en este artículo imprescindible publicado por The AtlanticLas redes nos cambiaron la vida a escala individual mientras redefinían el gobierno mundial. Aquel año arrancó con la Primavera Árabe y concluyó con Occupy Wall Street, dos revoluciones sociales cocinadas íntegramente en Twitter y Facebook. Empresas con unos años de vida, como Google, lanzaban herramientas de acceso gratuito que convertían a internet en nuestro monolito de 2001: Una odisea del espacio: ese paso de puerta tecnológico que nos aupaba a otro nivel como civilización. Pongamos por caso Google Translate, lanzado también en 2011, gracias al cual leo artículos de The Atlantic o algunos de los papers que enlazo más adelante. Un instrumento para el cual, como quizá recuerde, la empresa nos preguntaba: ¿le parece bien que utilicemos sus búsquedas para mejorar la herramienta? La data había empezado a almacenarse en sus servidores en pro de un futuro mejor, accesible, global, superior a la voluntad de cualquier dictador o gobierno autoritario.

Hace una década éramos tan ingenuos que no éramos conscientes de la no neutralidad de las redes. Tanto que nos referíamos a ellas como "la conversación". Precisamente, como puntualizaba Juan Gómez Jurado en La ventana de la SER a colación de otra cosa, "la conversación se rompió –en las redes– hace seis, ocho años (22'40''). Los estudios académicos que enlaza Haidt en su artículo demuestran que corroen la confianza en las instituciones (gobiernos y medios), fomentan la polarización ya que son los mensajes de odio y sesgados los que, de lejos, más se comparten, y han dado alas a violentos y alborotadores. De hecho, dan oxígeno a aquellas personas dispuestas a cualquier cosa (mentir, acosar, humillar) con tal de aumentar su cuota de atención. La respuesta a estas faltas de algunas de estas empresas, como en el caso de Meta, puede analizarse a partir de The Facebook Files (aquí el podcast; o nuestra mirada 1 y 2): casos de trata de personas y captación para grupos paramilitares, una oscura sombra sobre lo acontecido en 2016 en torno al ascenso de Trump y una idea que parece tan común que da escalofríos: los niveles de ansiedad y depresión derivados del peso de Instagram en –especialmente– mujeres y adolescentes, cuya respuesta, por el momento, es la indiferencia.

En la newsletter sobre tecnología de El País, Jordi Pérez Colomé no solo da con el artículo de Haidt –del que deriva esta columna– sino que extrae una idea de la comparecencia de este profesor de la Universidad de Nueva York en el Congreso de los Estados Unidos: [imaginemos que en 2011 todos, absolutamente todos los jóvenes empiezan a comer una chuchería nueva, que nunca antes había existido. En 2012 se disparan los casos de leucemia. Pero los expertos nos dicen que no, no, no hay ninguna correlación o que es muy difícil de demostrar]. "Al menos –dice Haidt– deberían dejarnos ver los ingredientes para ver si se puede establecer alguna correlación”. Europa está algo más espabilada que el resto del mundo a la hora de atajar estos asuntos, motivo que propició el extraño amago de Meta de abandonar el Viejo Continente (duró un rato). De la esperanza europea hablaba Jorge Carrión en esta columna para The Washington Post, donde la compra de Twitter por parte del megalómano Elon Musk le lleva a visualizar "el fin de una era digital".

Foto: MAX HARLYNKING (Unsplash)

Efectivamente: estamos en mitad de una inflexión crítica. En el nuevo paradigma global, las macro corporaciones tecnológicas tienen unas responsabilidades enormes por las que han de responder. En primera instancia, permitiendo el acceso a la fórmula para comprender cómo su teoría de juegos deriva en profundos cambios sociales, desde la salud mental de las personas al peso del odio en los procesos electorales (por poner algunos ejemplos). Ya no importa que no lo viéramos venir hace 10 años, porque nuestra capacidad de sorpresa ha de ir sustituyéndose por un mayor conocimiento del quién es quién y los roles entre el mercado y las instituciones de algoritmos privados. 

"Nunca podremos volver a cómo eran las cosas en la era predigital", recuerda Haidt. Por eso, por afán de supervivencia, cabe recordar que, sí, había un internet que nos hacía mejores. A algunos nos cambió la vida en eso del ascensor social, permitiéndonos que una serie de tuits pudieran alcanzar la atención de aquellos profesionales a los que ningún padrino iba a presentarnos. Ser conscientes de lo vivido durante estos últimos 25 años a escala personal, familiar y colectiva ha de evitar que veamos a la tecnología como algo nocivo per se. Ni en los avances presentes, ni en los inmediatamente todopoderosos (inteligencia artificial y metaverso). Son los intereses comerciales de empresas con profundas responsabilidades comunes –ya que manejan el pensamiento de gran parte de la humanidad– los que están desestabilizando nuestro tablero de juego social sin proponer ningún margen de corrección. Y la sensación es la de que, más allá de los cantos de sirena europeos y la Ley de Servicios Digitales, las instituciones están llegando tarde y mal para protegernos en este sentido. Eso en el escenario democrático, porque si miramos hacia la gestión de esto mismo desde los regímenes autoritarios, quizá podamos reaccionar de otra forma al comprender a qué tipo de riesgos nos enfrentamos desde la perspectiva necesaria sobre nuestra contemporaneidad. Por aquello de tener las herramientas mínimas para evitar un nivel de persecución mental y de nuestras libertades que no imaginamos ni leyendo a Orwell

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