Un viaje a las interioridades del grupo de jóvenes campaneros que desde el Micalet han encontrado una nueva y ancestral manera de expresión
VALÈNCIA. Entran a la torre del Micalet, escalón con escalón, bajo el cariz solemne de quienes escapan del vestuario para saltar a un terreno de juego. Una liturgia especial para un hecho ancestral. El jolgorio, las anécdotas al aire previas al momento se cortan en seco en cuanto las campanas están a punto de hablar. Rostros circunspectos. Y jóvenes, muy jóvenes. Las campanas sí tienen quien las toque. Repicadas, moviendo los badajos o volteadas, vuelan firmes. “Hacer sonar esas moles que pueden llegar a los 3.500 kilos, dando vueltas encima de nuestras cabezas, es algo muy motivante”, confiesa uno de ellos, Eliseu Martínez Roig.
Se desata un frenético concierto de tintes medievales. Se mueven las cuerdas como hilos entre bambalinas. La caja de resonancia de un instrumento en cuyo corazón un puñado de tipos hacen música. El sudor derramado por la frente se entremezcla con una emoción que rápido se apodera del espacio. Para el advenedizo la extrañeza por verse envuelto entre sensaciones imprevistas.
¿Por qué es importante que se sigan tocando las campanas?, pregunto. Y como un repique repentino Eliseu contrarresta: “¿Y por qué no? Ha sido un lenguaje que ha regulado y organizado la vida de las personas, su tiempo y su espacio. Pero lo más importante es que ha sido y es un lenguaje comunitario, que expresa emociones que compartimos, de alegría, de pena… Es interesante hoy en día tener formas que expresen sentimientos comunes, justamente cuando cada vez estamos más individualizados. Necesitamos sentirnos parte de una comunidad, somos seres sociales por naturaleza, y los toques de las campanas conforman una música compartida, que habla por y para todos y todas”.
En edificios viejos, tanto como el Micalet, otra vez ideas y caras nuevas. Son mayoría los que apenas superan la treintena. “De verse como cosa de antiguos a… Los jóvenes le hemos dado la vuelta. Es algo contemporáneo que hemos elegido recrear y compartir y sobre todo legar a las futuras generaciones”, apunta Martínez Roig. Los millennials se han puesto a tocar las campanas y quieren dejar claro por qué lo hacen.
Eliseu tiene 29 años. La primera vez que hizo sonar una campana era solo un niño. “Fue en Expojove. Diría que en 1996”. Pocos años después entró en la sala de campanas del Micalet y… “algo conectó, hizo ‘clic’ y hasta ahora”.
Vicente (Gabarda) tiene 28 años. Es trompetista en la Ópera de Florencia. Quizá la primera vez que empezó a pensar en armonías fue cuando con apenas cuatro años, al pie de la iglesia de la Compañía de Jesús, donde las campanas solo suenan de forma manual, su abuelo, de Costa Rica, le preguntó: ¿por qué aquí las campanas voltean? “No supe qué responder y me quedé mirándolas junto a él”. Hoy, cuando vuelve de Florencia, también toca las campanas del Micalet.
Marcos (Buigues) tiene 31 años y es campanero desde los dieciséis. Con quince se subió a la sala de campanas y decidió acudir a menudo armado de una grabadora de casete. “Volvía a escuchar en casa los toques y comencé a aprendérmelos”. Unos meses después se puso a tocar. “Cuando algo te apasiona tanto es difícil quedarte como simple espectador sin pasar a la acción”.
Pablo (Fuetterer) tiene 19 años. Con seis comenzó a recorrer los campanarios de la Marina Baixa asombrado con la distancia a la que era capaz de llegar el sonido. A los nueve empezó a convencer a los pueblos de la Marina para que en las fiestas populares voltearan a mano las campanas. Desde que se trasladó a València para estudiar en la Politécnica, él ahora también toca en el escenario del Micalet.
Joan (Alepuz) tiene 25 años y con catorce vio a los campaneros por televisión. Su insistencia le llevó a visitar la sala (todos ello se refieren a la sala de campanas del Micalet con asepsia reverencial). Un año más tarde ya era uno más de ellos.
En pleno frenesí las sintonías se enarbolan. Una percepción manifiesta que va más allá de los propios sonidos. “Las campanas nos hablan de lo que podemos hacer con unión. Porque esta música no es posible sin unión, sin coordinación”, razona Luis Antonio Romero. “Estar creando algo tan efímero como música de campanas te hace ver que eso no existiría si no intervinieran las personas, la comunidad. Cuando las personas participan, interactúan, crean, el patrimonio tiene sentido, los símbolos (en este caso sonoros) adquieren significado”, prolonga Eliseu.
Para un músico como Vicente Gabarda hay una lectura propiamente musical: “te enseña algo muy básico: no siempre se toca igual, porque no siempre tocas por el mismo motivo. Hay una variedad de toques increíble, que se perdieron por diversos motivos, pero el conocerlos y ponerte en la piel de aquello que vivieron esa época... es increíble”. “Pensándolo fríamente -interviene Marcos Buigues- es cierto que nos jugamos la vida (...) Son muchas sensaciones: nervios antes de empezar el toque, responsabilidad por interpretar una música tan antigua, adrenalina al acompañar y detener el volteo de una campana que pesa unas cuantas veces tu propio peso y que te hace temblar. Pero las mejores sensaciones son la de estar haciendo música dentro del mismo instrumento musical, el campanario; la de entrar en armonía con la campana, saber cuándo te pide pararla y cuando hay que acompañarla más tiempo; y el orgullo de estar aportando tu esfuerzo y sentimiento a la comunidad, a tu ciudad, compartiendo su sentimiento de alegría o de tristeza, depende del toque”.
¿Tú estás tocado de la cabeza?, le dijeron en casa a Pablo Galán la primera vez que contó que quería voltear campanas. “Desde que empecé a tocarlas he escuchado varias veces eso de: ¿pero no va electrónico?, ¿aún hay gente que se dedica a eso?, ¿pero te pagan? Creo que el hecho de que cada vez más gente joven se interese por este oficio es la prueba clara de que la gente le da importancia a las campanas, ya sea en los barrios, las ciudades o los pueblos”. “Si hay campanas hay una comunidad que emite mensajes y los recibe”, sintetiza Joan Alepuz.
Todos ellos son parte del grupo Campaners de la Catedral de València, herederos de una génesis que en los años 70 reunió a otro grupo de jóvenes para tocar a mano las campanas del Real Colegio del Corpus Christi en el Patriarca y en 1988 las campanas del Micalet. Cada año encaran cerca de 60 días de toque. Ha provocado la irrupción de hasta treinta grupos de campaneros valencianos, más que sumando los que existen en el resto de España. “Hablamos -culmina Eliseu Martínez Roig- de personas, voluntarias y apasionadas, que son, inconscientemente, creadores culturales, gestores culturales, portadores de un conocimiento ancestral... Son los protagonistas de un proceso de patrimonialización de abajo a arriba. La visión más interesante, esa que nace de la sociedad y llega a ser visible, reconocida y valorada tanto por las instituciones como por la sociedad”.
Es por todo eso por lo que tocan las campanas.