Casi perdida en la Vall de Gallinera, la aldea abandonada de Llombai busca salir del olvido y reinventarse como localidad ‘verde’ y volcada en la cultura. Así ha vuelto a la actualidad su anécdota más famosa, cuando su único habitante era un excéntrico nazi
VALENCIA.—El Día de los Difuntos, a las puertas de un cementerio muy pequeño. Desde allí se ve un paisaje medio toscano, de resonancias bucólicas. Es Alicante, la Vall de Gallinera. Frente a la verja que encierra el campo santo hay dos mujeres bordeando los 80 años (los ancianos hoy están tan jóvenes que siempre tienen más edad de la que aparentan). Acaban de subir una rampa, sofocadas. Entre risas le piden al alcalde, de 32 años, que monte una escalera mecánica. También hay una perra en plena vejez, pendiente de la escena, sentada.
Son cerca de las cuatro de la tarde y en este entorno medio funerario un protagonista se cuela en la charreta. «Iba descalzo la mayoría del tiempo». «El pobre para mí que perdió la cabeza». «Tenía una vajilla de plata que se trajo de Alemania», «sí, a quien le caía bien le regalaba cosas y a quien no se las vendía». «Dibujaba mucho». «Al final se subió arriba del pueblo, a esconderse entre un castillo porque tenía miedo de que los alemanes vinieran a por él; quería ver el mar desde lo alto». Todos hablan del mismo personaje, alguien que —curiosamente— nadie sabe a ciencia cierta quién fue.
La Vall de Gallinera es uno de los reductos capitales del territorio valenciano. Un foco progresista entre los setenta y ochenta, proclive al avance social, la libertad sexual; el glorioso interruptus en la naturaleza plena. Su paisaje curvado genera efecto de fortaleza. La vasija protectora ajena a conflictos. Todavía hoy, estando cerca de las ciudades, aparenta estar lejos de todo. Su peculiaridad de pueblo hecho de esporas resulta decisiva; está bordado por ocho núcleos de población. Recorriendo el camino, uno detrás de otro. Todos separados entre sí. Un mismo fin entre apeaderos. Ligero olor a leña y fuego. El corredor traslada a Benirrama, Benialí, Benisivá, Benitaya, La Carroja, Alpatró, Llombai y Benisili. Los ocho de la Vall. La dispersión apenas suma 700 habitantes, aunque estacionalmente repunta. Su identidad, cóctel de siglos y siglos de población árabe sumada, tras la expulsión morisca, a la llegada de 150 familias mallorquinas, define nombres y apellidos.
Un buen lugar para esconderse. El botánico Cavanilles —nadie hasta ahora con su poder letal para definir valencianos— dejó escrito, al llegar, que sus habitantes eran «muy aplicados al trabajo, todo lo aprovechan y viven contentos en aquel recinto delicioso». Un buen escondrijo, al fin.
En la placeta de Benialí nada parece indicar que se trata de un pequeño pueblo con los típicos riesgos de despoblación. La terraza llena del bar alumbra conversaciones cruzadas. Junto a sus motos, Ken y Philips almuerzan. Son ingleses y han hecho un brexit inverso. Aprovechan las mañanas para quemar rueda recorriendo decenas y decenas de kilómetros. «¿Que por qué nos gusta esta zona? ¿Tú ves este cielo?, ¿ves este paisaje?». A su vera otra mesa donde el abuelo Jesús capitaliza la conversación. Intentan recordar cómo era Llombai, el destino capital de esta visita. Llombai, entre los ocho de la Vall el menos desarrollado, abatido casi toda su historia, apenas una mínima aldea. ¿Qué pasa con Llombai? «Allí íbamos a hacer la mona», dice Jesús. «Allí murió el alemán», deja caer. «Allí nunca ha habido nada», conviene su vecino de mesa.
En el horno de la plaza, Gemma, da con el principal uso recreativo de Llombai. «El otro día fuimos con mi hijo Darío —le gusta que le llamen Darth Vader— a que se lanzara por els esgolaors, unas lenguas de tierra con mucha pendiente por las que te puedes lanzar cuesta abajo como haciendo surf. Mi madre ya iba a hacerlo». Gemma volvió hace trece años a la Vall como un buen puñado de jóvenes atraídos por una vida tranquila. «No lo cambio por nada».
El alemán. El escondrijo. Llombai. La ecuación empieza a componerse.
Benet se dedica junto a su hijo a solucionar las incidencias eléctricas de un núcleo a otro del corredor. A su paso se hace la luz. Él también conoce al alemán, a estas alturas un personaje flotando en el ambiente y cubierto de cuchicheos y tentativas. «Era un hombre alto, iba descalzo, dibujaba mucho porque a una de las vecinas, a Estela, le daba de vez en cuando dibujos. A mí me dijeron que fue Mariscal de campo de Hitler». Y una expresión: estaba «molt enfilat». «A veces entraba a los campos a robar peras...». En sus primeros años en la Vall, sin embargo, el cartero le hacía llegar una barra de pan.
Vuelta al cementerio de Alpatró, unos centenares de metros más allá de Llombai. En apenas un patio, la conjunción de lápidas. Cerca de la mitad de los finados llevan el apellido Alemany. En el flanco izquierdo, poco después de la entrada, en los pisos superiores, está enterrado en cambio el llamado erróneamente «alemán de Llombai». Su nombre de registro: Esteban-Gregor Raiter Riter-Rister. Nacido en la antigua ciudad yugoslava de Ivankovo el 21 de agosto de 1914. Hijo de Felipe y de Teresa en su versión castellanizada. Datos de la defunción: muerte por infarto de miocardio a las seis de la tarde del 12 de diciembre de 1977 en su caseta de la carretera de la Vall de Gallinera. Su cuerpo fue trasladado en andas, montaña arriba, hasta su último destino. Fue el último habitante de Llombai, despoblado desde entonces al margen de esporádicas ocupaciones desordenadas. «El Señor está con nosotros, misteriosos son sus caminos», se lee en la inscripción de su lápida.
¿Cuál fue el camino del alemán? Lejos de una anécdota al vuelo, la presencia de Stefan Gregor (su nombre real) marcó cerca de cuatro décadas en la población alicantina. Su rastro estuvo siempre latente, siempre entreverado, siempre bajo una amenaza atenuada por la convivencia y el uso: la de tener a un nazi entre nosotros.
La historia de Stefan Gregor podría haber sido otra más, la de los antiguos activos del nazismo camuflados al calor de la costa. Como refleja la escritora Clara Sánchez (su obra está jalonada de estos personajes entre la oscuridad y la vida reciclada), casos y casos que «se invisibilizan aprovechando la cantidad de turistas, muy protegidos, formando una comunidad con enlaces que se ayudan unos a otros». En la cercana Dénia, tan próxima a la Vall, existe toda una geografía nazi. El hotel Buenavista, el restaurante Finita... «Es lógico y sencillo comprender que el franquismo los protegió por afinidad, pero cuesta comprender por qué, ya con la democracia, se miró para otro lado», dice la premio Nadal. Toda una reflexión letal sobre la impunidad: «Sobre cómo cuando algo es incómodo pero no nos inoportuna demasiado, miramos hacia otro lado».
Stefan Gregor, en cambio, ni eligió el mar ni eligió confundirse bajo la condición de turista. A tan pocos kilómetros de aquéllos, sus movimientos fueron radicalmente distintos. Llegó a la Vall a finales de los años cuarenta. Si su intención era pasar inadvertido, encontrar el escondite perfecto, eligió el mejor lugar aunque el más atípico de los métodos: se presentó a bordo de un Mercedes, cargado con su célebre vajilla de plata, afanado en todo tipo de excentricidades. Tapió su coche entre matorrales, regaló sus posesiones más preciadas a alguna de sus pocas amistades, anduvo descalzo cuando convino. Y dibujó, dibujó enfermizamente. La tumba está acompañada de uno de sus paisajes pictóricos favoritos.
Sólo hay que imaginar el impacto de su llegada en un pueblo de pocos habitantes, eminentemente rural, para imaginar cómo cautivó la atención. Gracias a su desorden, acabó bien camuflado, sin nadie que viera en él más que un pobre desequilibrado. Es cierto que repleto de aristas insospechadas. ¿De dónde venía, por qué Llombai, de qué se escondía?
Post mortem en la revista Interviú, en un reportaje de 1981 sobre los nazis en España, los periodistas Enrique Cerdán Tato y Santiago Miró señalaron a Stefan Gregor como uno de los principales ‘camuflados’. Citando un testimonio, publicaban: «Se dice que fue el propio Papa Pío XII quien le arregló los papeles para entrar en España». La revista alemana Springel lo asoció con los crematorios en campos de exterminio. Ninguna prueba lo ha constatado.
Regreso a las puertas del cementerio. Las ancianas lo recuerdan tal que al viejo loco del pueblo. «Siempre parecía que tenía miedo de que lo encontraran». Llegó a construirse una choza alrededor del castillo de Benisili para poder tener acceso visual al mar. A su muerte se encontraron desperdigados numerosos dibujos de paisajes marinos y unos jeroglíficos que han dado lugar a conspiraciones juguetonas, incapaces de llegar a más.
«es fácil comprender por qué el franquismo protegió a los nazis pero cuesta entender por qué en la democracia se miró hacia otro lado», afirma clara sánchez
La impunidad tradicional de los nazis por el Mediterráneo toca aquí con el hueso de la excentricidad y un puñado de teorías por resolver: si llegó a la Vall de Gallinera dirigido por fuerzas mayores que quisieron darle un cobijo tranquilo; si desequilibrado desvió su camino hasta caer allí por accidente; si estuvo protegido durante unos cuantos años por una suerte de colaboracionismo leal...
Años después de su muerte, el hermano de Stefan Gregor, desde Alemania, cedió voluntariamente la casa al Ayuntamiento. De vez en cuando se celebran allí clases de yoga. Después de que ganara en las últimas elecciones municipales al frente de una coalición contra el bipartidismo llamada Gent Per la Vall, el objetivo del joven alcalde, Antonio Pardo, es convertir Llombai en un entorno ecológico, con depuradora verde. Antonio, hijo de sevillano, era vecino de Silla empleado en mantenimiento. Después de visitas ocasionales a la Vall acabó migrando. Ahora intenta canalizar el afán de varios jóvenes de Valencia por revitalizar el pueblo.
Entre tanto el último habitante oficial de Llombai sigue siendo Stefan-Gregor Raiter Riter-Rister. «Nunca le dijo a nadie por qué vino aquí», desliza su conocido Benet. Enterrado como pintor local, sospechoso nazi, recordado como un chalado. Los recuerdos de Stefan siguen allí. Misteriosos son sus caminos.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 26 (XII/2016) de la revista Plaza