VALÈNCIA. Carolina ya no es Carolina. Bueno, sí, claro que lo es, pero, en realidad, no lo es. Porque la Carolina Fernández de 48 años que se siente ciudadana de Europa y que tiene el pasaporte repleto de cuños, en verdad, no se asemeja en nada a la Carolina Fernández que tenía 35 años y que todos los días, todos los santos días, se levantaba, iba al Ayuntamiento, cubría las ruedas de prensa y se marchaba al periódico a escribir con prisas y presiones. A la noche salía y se iba a casa para dormir y levantarse al día siguiente para hacer lo mismo. Salvo los fines de semana. Entonces descolgaba el teléfono y todas sus amigas estaban casadas o con novio y no paraban de preguntarle si es que no quería tener hijos. Un día tocó fondo, se hartó e incendió su pasado.
Un poco antes de eso, muchas noches se ponía a ver películas y series en versión original para familiarizar su oído al inglés. Un día, viendo 'El Mentalista', contempló las escenas rodadas por las calles de San Francisco y pensó: ¿Y por qué no? Antes, unos meses antes, había estado en la India. La Fundación Vicente Ferrer la había invitado a conocer su admirable trabajo en aquel país donde los pobres nacen condenados a la más miserable de las miserias y aquello le cambió la cabeza. Luego vino lo demás: el hartazgo, las amigas con sus vidas clonadas que no entendían que ella pudiera ser diferente y aquella visión de las cuestas de San Francisco. Así que tomó la decisión de probar. ¿Y por qué no?
Carolina Fernández ha venido a València. El fin de semana tenía una boda y cada vez que se casa alguien, vuelve y aprovecha para ver a la familia. Sus padres y su hermana nunca terminaron de entender el gusto por esa vida de nómada. Sin un hogar ni un trabajo estables. Siempre de aquí para allá, creyendo en las causas perdidas y despegando hacia el tercer mundo en cuanto la agenda daba un respiro. Pero ella es feliz así y siente que es más rica así, con esa vida que le colma, que teniendo una cuenta corriente llena de números.
"Ahora vivo en Florencia", explica esta valenciana de 48 años vestida con un sencillo vestido color rojo y unas Converse blancas, sentada en un largo tronco de pino tumbado en el suelo junto al Puente del Real y un árbol con las raíces retorcidas y una misteriosa caja negra -¿un nido?- en la copa. "Pero mi objetivo es estar yendo y viniendo. Yo ahora lo que siento es que vivo en Europa después de varios años en Estados Unidos". Lo cuenta y recuerda el inicio de esta vida itinerante con cierta cara de angustia. "Yo era periodista y trabajé durante trece años en Las Provincias. Hasta que me cansé de esa vida. Me aburrí porque era mucho estrés y mucho agobio. Los días eran iguales. Yo tenía 35 años y toda la gente se estaba casando o tenía pareja. Pero yo no. Yo me enfoqué demasiado al trabajo y me olvidé de la vida y me sentí agobiada y veía que la vida iba pasando. Antes ya me había ido a la India y allí ya vi que me gustaba el tema del voluntariado. Yo quería hacer algo, pero no sabía cómo hacerlo sin dejar de ganar dinero en el periódico. Al siguiente verano me fui al Nepal y ya empecé a dedicar los veranos a viajar a países así para ayudar. Eso me gustó mucho y descubrí que la gente era muy feliz haciendo eso. Pero yo, mientras, vivía agobiada en el periódico: había algo que no cuadraba".
Tocar fondo le sirvió de impulso para atreverse a dejar un buen sueldo y una estabilidad para jugársela por un futuro lleno de miedos e incertidumbres. "La situación te ayuda a salir. Con un novio formal no me hubiera ido. Pero todas mis amigas tenían pareja y yo ya me había acostumbrado a viajar sola". Al final pidió una excedencia en el diario para tener la sensación de que saltaba con red debajo y, en marzo de 2012, en plenas Fallas, cogió el avión un martes y 13 y se marchó a la costa oeste de los Estados Unidos. Allí se encontró otro mundo, un lugar y una sociedad donde nadie te pregunta la edad que tienes al verte soltera y, acto seguido, al escuchar que tienes 35 o 36, hacer el cálculo rápido y responder: ¿Y no piensas tener hijos? Aunque tampoco había tenido la prudencia de averiguar que iba a recalar en una de las ciudades más caras del planeta. "Fue la inconsciencia. Si lo hubiera mirado todo bien, no me hubiera ido. Porque ahí pagas mil euros por vivir en una habitación. Yo había conseguido unas prácticas en la Cámara de Comercio de San Francisco. Unas prácticas no remuneradas, pero al menos me daban el visado para vivir allí. Pensé que haría contactos y que, siendo periodista, lograría abrir muchas puertas. Yo, además, soy una persona muy sociable. Pero aquí conoces a mucha gente y allí no conoces a nadie, y, encima, tu inglés es muy básico. Te das cuenta de que nunca te van a contratar como periodista porque siempre va a haber alguien que domine el idioma mejor que tú. Allí dejas de tener valor como periodista. Pero internamente sentía el orgullo de no tirar la toalla. Aguanté por el orgullo de no volver derrotada".
San Francisco es una ciudad carísima pero también una ciudad -y su entorno de Sillicon Valley- donde se pagan unos sueldos altísimos. Así que no tardó en encontrar un trabajo no cualificado. No se hizo un hueco como periodista, pero en la bahía una 'nanny' se mete cada hora más de veinte dólares en el bolsillo. "Mis padres no lo entendían: tienes aquí tu casa, un descapotable, un trabajo en Las Provincias en Local, ¿y te vas allí de niñera? Pero estaba bien pagado, trabajaba por las tardes y me dejaba algunos días libres para asistir a eventos, y así fue como acabé conociendo a todo el mundo en San Francisco. Al final, a los cuatro años, una empresa de Barcelona quería montar un evento allí y me contactó. Como conocía a todo el mundo, les pude invitar, pero ganaba más con lo otro y solo tenía que sacar a los niños a pasear. Así que decidí continuar con el trabajo y seguir perfeccionando mi inglés".
El día que entendió que nunca se iba a ganar la vida como periodista en Estados Unidos se puso a pensar en qué más sabía hacer. Y si en el inglés siempre iba a haber alguien mejor, en el español no. Carolina decidió entonces que iba a dedicarse a dar clases de castellano. El periodismo ahí sí que le ayudó para preparar unas clases más dinámicas, más divertidas, más comunicativas. La emigrante, empeñada en resistir en Estados Unidos, fue consiguiendo clientes. Al final, la contrató una academia donde se pasó los tres siguientes años. "Como me pagaban por horas, decidí hacer un esfuerzo y trabajé muchísimo para ganar más dinero".
Carolina, al ver los clientes que conseguía gracias a sus habilidades sociales, sopesó irse por su cuenta. Pero entonces el problema era el visado, el gran obstáculo al que se enfrentan todos los extranjeros que quieren vivir en Estados Unidos. La dichosa visa. "Solicité la 'Green Card' -para obtener la residencia permanente-, pero tenías que gastarte cinco mil euros, hacer todas las solicitudes y luego había una lotería, y no me tocó, así que pasé de volver a intentarlo".
El tiempo iba pasando y sí, le satisfacía vivir la aventura y verse capaz de superar todos los obstáculos, pero el coste de la vida en San Francisco iba mermándola. "Vivías muy limitada. Yo iba a los parques a comer, no me podía permitir un restaurante. La gente de España no me entendía, pero yo veía internamente que tenía que seguir, aunque sufría. Pero todo era nuevo, todo era un reto, un desafío diario".
En siete años vivió en diez casas. Y con los compañeros de piso salía de fiesta, hacían barbacoas, viajaban... "Y eso me encantaba. Todo era nuevo para mí. Y encima no sientes la presión de València. Daba igual si estabas casada o no. De hecho no te pregunta nadie por qué no tienes hijos o no tienes novio. Luego empecé a hacer amigas latinas. Gente encantadora que te ayuda un montón. Y así es como, poco a poco, te vas haciendo más humilde. Tú te crees que llegas de Europa y luego llegas allí y te meten en el saco de los inmigrantes latinos y tienes que sacarte las castañas del fuego. Se te bajan mucho los humos. No saben ni dónde está ubicada España. "Spanish? But from where?" ¡Pues de España! Ellos se creen que 'spanish' puede ser colombiana, mexicana, ecuatoriana... Esta gente te acepta por el tipo de persona que eres y eso te llena más que aquí, que siempre vas con la tarjeta de soy esto o soy lo otro".
Esa convivencia, esa multiculturalidad, esa pelea diaria por salir adelante la convirtieron en otra persona. La nueva Carolina supo apreciar el valor de tener alrededor a los cerebros que han transformado el mundo desde Sillicon Valley. "Es la gente más inteligente del planeta. El mundo moderno se ha hecho allí. Facebook, Twitter, PayPal, Amazon, Airbnb... El nuevo concepto del mundo se ha creado allí, en Sillicon Valley. Hay mucha gente interesante que pagas por rodearte de ellos. Todo el mundo tiene ideas y todos quieren cambiar el mundo. Allí puedes firmar proyectos millonarios tomándote un café en Starbucks. Y la gente es accesible, el jefe es accesible. Y por eso los negocios se hacen mucho más rápido. Y esa cultura de negocios la aprendí allí. Da igual de dónde seas, cómo seas, cómo vayas vestido... En los negocios, da igual. Luego volvía a España y la gente decía que estaba en crisis. ¿Pero qué crisis? Te lo decían cargando bolsas de El Corte Inglés, cuando yo no podía comprar nada. Aquí la gente se queja mucho. Paséate por el mundo y verás lo que es la crisis. Veía que aquí no encajaba".
Su sueño de llegar a vivir sola en un piso lo logró a medias. Vivió sola pero no estrictamente en un piso. "Lo conseguí en un garaje. El señor vivía arriba y yo abajo, en el garaje, por 1.700 dólares al mes. Claro, no puedes seguir así toda la vida. Entendía que no iba a poder subir mucho más". Había llegado el momento, después de siete años, de dejar San Francisco. Había aprendido a vivir por su cuenta, a hacer negocios y, además, podía seguir con su academia 'online'. En 2017 se despidió de sus amigos y se marchó a la otra punta del globo. De la costa oeste de Estados Unidos a la costa este de Asia: Tailandia, Laos, Camboya, Vietnam... "Y ahí, de ser pobre, pasas a ser rica, súper rica. Ves cómo cambia todo de repente". Un poco antes recibió un encargo: traducir un libro de seiscientas páginas. Eso le dio la libertad económica para tirarse varios meses viajando y trabajando desde lugares remotos. "También fui a Japón, que me encantó. Conocí otra mentalidad de vida y otra forma de pensar. Ellos son mucho más tranquilos, viven en conexión con el cuerpo y la naturaleza. Aprendí mucho de ellos".
La 'tournée' acabó en Nueva Zelanda. Una mochilera de cuarenta años viajando con veinteañeros. Nadie miraba mal a nadie. Nadie preguntaba la edad. Nadie preguntaba por los hijos. Gente libre caminando con sus posesiones metidas en una mochila. Pero una boda, en 2018, le sirvió de excusa para regresar a València. Alguien le habló de la cantidad de extranjeros que había en Málaga y Carolina hizo un intento de montar allí una academia de español. A los siete meses se aburrió. Le faltaban emociones y enseguida volvió a escuchar las mismas preguntas que le hicieron salir corriendo de València. Necesitaba volar otra vez.
En una escala en Italia, pensó que hacía tiempo que no viajaba por este país y decidió pasar unos días en Milán, luego en Florencia y, al final, en Roma. Un día se le estropeó el ordenador y lo llevó a una tienda para que lo repararan. Allí conoció a un chico africano. Fue un flechazo. Pero ella pensó que sería un rollo de fin de semana y siguió con su plan inicial: irse a Ámsterdam a trabajar. Aguantó cuatro meses. Allí constató que volvía a ser pobre y como no estaba dispuesta a vivir otra vez en un piso compartido, en cuanto asomó el invierno, decidió que se volvía a Florencia. Allí se reencontró con Foday, claro, el chico que había conocido meses atrás. En la pandemia se consolidó su relación y ahí tuvo tiempo de conocer a fondo la historia de este joven que había crecido sin padres en Sierra Leona. Había nacido en un país en guerra y ahora, ya de adulto, quería crear una organización que cuidara de los niños huérfanos. "Él, de niño, era muy despierto y empezó a ir a las tiendas a ver cómo reparaban los móviles. Se convirtió en un experto y lo hacía muy rápido, así que comenzó a subir vídeos a YouTube demostrando cómo trabajaba; lo vieron en Italia y le propusieron irse allí patrocinado. Me encantó su historia, vi lo que sufrió y decidí ayudarle con un proyecto muy sencillo. El problema de las oenegés es que la gente dona dinero y luego no se sabe qué se hace con él. Nosotros queremos enfocarnos en la educación de los niños y que la gente los apadrine con un mínimo de diez euros al mes. Así le pagas toda la escolarización porque muchas veces el colegio está muy lejos de su casa y no van".
Carolina vive feliz en Florencia con Foday. Ella sigue dando clases a distancia a una treintena de alumnos de diferentes partes del mundo. Por donde viaja, va haciendo clientes. Herencia de San Francisco. Y, en cuanto puede, se va a conocer otro país. El pasado verano viajó a Gambia, a la ciudad de Brufut, donde hay barrios muy pobres donde no tienen ni luz, para ver dónde querían desarrollar su proyecto para ayudar a culturizar y educar a los niños. A esa idea le han puesto nombre: Smiling Kids in The Gambia. "Aquello sí que es crisis. Allí ves lo pobre y lo básico que es todo. Y no se quejan tanto como aquí".
En su periplo por Asia conoció las nociones del budismo y se quedó con lo de vivir con lo imprescindible. "Allí no se atan a las cosas porque te frenan. Cuanto más ligera, mejor. Tienes pareja pero no estás atada. Si te encariñas de cosas, estás perdida. No hay que lamentar lo que dejas atrás sino celebrar lo que encuentras nuevo. Ahora conecto mucho con la naturaleza y por eso siempre que viajo a València me bajo al río. Es la única ciudad con un río así. Esto, en mis viajes, no lo he visto en ninguna otra parte".
Carolina se ha acostumbrado a vivir de otra forma. Dice que como es pobre no va nunca a hoteles ni a restaurantes caros. En parte porque Foday, su novio, viene de un país muy pobre y le parece obsceno gastarse el dinero en cosas superfluas. Es otra Carolina. Una Carolina que hasta habla diferente, con un acento que arrastra un poso del deje californiano de sus años en la bahía de San Francisco. Ella no se ha dado cuenta, pero en València se nota mucho. "Yo es que ya no me siento valenciana; soy más del mundo...".