Saigón, la mayor y más moderna ciudad de Vietnam, es la puerta de entrada al Delta del Mekong
El primer impacto de Saigón es imposible de olvidar. La excolonia francesa es una de las ciudades más vibrantes del sudeste asiático. Su caótico exotismo, característico de las megaurbes de este rincón del mundo, se mezcla con el aire sofisticado de la que fuera Perla de Oriente para los parisinos. Los populosos distritos de casas bajas y callejuelas atestadas de pequeños talleres se esparcen a ambos lados del río Saigón en contraste con los amplios bulevares que los atraviesan, modernos centros comerciales, enormes parques o rascacielos como el Bitexco (262 metros). El pálpito de esos barrios transcurre entre humildes viviendas con salones-escaparate a la vista de todo el mundo, infinidad de puestos de comida callejera, enjambres de motocicletas y grupos de jóvenes extranjeros que beben cerveza en barrios mochileros donde la música suena hasta altas horas de la madrugada.
El calor, húmedo y pegajoso la mayor parte del tiempo, marca el ritmo de sus más de ocho millones de habitantes. Aunque su denominación oficial es la de Ciudad Ho Chi Minh, la mayoría de la población continúa llamando a la antigua capital de Vietnam del Sur con el evocador nombre que tenía antes de la reunificación del país en 1976. En contraste con el aire tradicional de la capital Hanoi, donde la influencia china apenas se ha visto alterada, la dinámica Saigón es la ventana por la que Vietnam se asoma al mañana sin olvidar el pasado, marcado sobre todo por el recuerdo de una guerra de cuyo estigma no ha logrado despojarse cuatro décadas después.
La ciudad está salpicada de escenarios relacionados con los acontecimientos clave que jalonaron la historia del siglo pasado. Entre ellos destacan iconos como el Hotel Continental, construido por los franceses en 1880 e inmortalizado en el Americano Impasible por Graham Greene, quien escribió algunos pasajes de la novela en sus habitaciones, o el Palacio de la Reunificación, que pasó a la historia como simbólico escenario de la caída de Saigón. En sus estancias el tiempo parece detenido en aquel 30 de abril de 1975 en el que un tanque del ejército norvietnamita accedió al entonces llamado Palacio de la Independencia para escenificar la derrota del Sur en la guerra. Junto a él, el Museo de los Vestigios de la Guerra es el otro recuerdo más potente del conflicto en la ciudad.
La acumulación de helicópteros, carros de combate y otros artilugios de destrucción que se exhiben en el exterior del edificio principal da paso a una muestra de objetos y fotografías históricas que describen con explícita crudeza los efectos de la guerra sobre la población civil, como las imágenes de cuerpos deformados por los efectos del ‘agente naranja’. Un recorrido por el horror en el que la recreación histórica queda supeditada al fenómeno turístico.
Más amable resulta la aproximación a otros rincones emblemáticos en el corazón de la ciudad que sintetizan la herencia colonial. El más famoso de ellos quizás sea la Catedral de Notre Dame, construida por los colonos franceses en 1880 y en la que destacan los dos campanarios gemelos de 40 metros. No es extraño encontrarse con parejas de recién casados haciéndose fotos ante su fachada. Junto a la catedral, la oficina central de correos es una joya de ineludible visita. Instalada en un hermoso edificio diseñado por el arquitecto francés Gustave Eiffel terminado en 1891, su aspecto es más propio de las estaciones de tren de principios del siglo pasado. Sobre una de las paredes del vestíbulo principal muestra un enorme mapa de la antigua Indochina.
Además de motor económico del nuevo Vietnam, la antigua Saigón es el punto natural de acceso al Delta del Mekong, una de las regiones más fértiles del planeta con infinidad de rincones que merecen ser explorados. El Vietnam más profundo y tropical presume de una vegetación exuberante surcada por infinidad de riachuelos y afluentes de agua color chocolate en contraste con interminables campos de arroz verde esmeralda. Tras atravesar China, la antigua Birmania, Tailandia, Laos y Camboya, el imponente río Mekong se divide al sur de Saigón en nueve brazos para su encuentro con el Mar de China configurando un delta fluvial de casi 40.000 kilómetros cuadrados que define el estilo de vida flotante de 18 millones de vietnamitas.
El intrincado complejo de riachuelos y afluentes lo es todo en este rincón de la tierra. Por las vías principales, el trasiego de embarcaciones que trasladan todo tipo de mercancías, desde cocos hasta troncos o materiales de construcción, es constante. En las riberas, actividades cotidianas como el lavado de la ropa se desarrollan entre humildes viviendas sostenidas por pilones, talleres artesanales o huertos en los que maduran frutas tropicales como piñas y papayas, pero también otras de formas y colores desconocidas para los occidentales como rambutanes o frutas del dragón.
Can Tho, la principal ciudad del Delta, es la base habitual para destinar unos días a explorar la región. Lo más conveniente es hacerlo a bordo de uno de los típicos sampanes de remos cuyo pequeño tamaño permite adentrarse en los canales más angostos, donde el curso del agua se revela lentamente a través del denso follaje que lo oculta. Durante esta laberíntica singladura resulta sencillo imaginar las penurias que debieron sufrir los soldados que combatieron contra los soldados sudvietnamitas en estas trampas de barro, calor y mosquitos.
Entre las atracciones que no debería perderse destaca el mercado flotante de Cai Rang, un auténtico caos organizado de embarcaciones de todos los tamaños que desde antes del amanecer se enfrascan en un frenético intercambio de barca a barca de todo tipo de género. Un espectáculo flotante que, como todo lo que sucede en el Delta del Mekong, se realiza con la misma destreza que si ocurriera sobre tierra firme.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 23 de la revista Plaza (septiembre/2016)