¿Por qué se tensan los gobiernos de coalición? Se trata de una pregunta que, en buena medida, es trasladable a otros terrenos hollados por sujetos multicolores; así, vemos que el desacuerdo también aparece en las empresas con varios socios. La vida en pareja consiste en una constante búsqueda de consensos y éstos no siempre se alcanzan. Las comunidades religiosas experimentan, en su gobierno, tiempos azarosos de desunión: unas veces las ideas y otras los personalismos contribuyen a crear ambientes gélidos; la historia de los cismas arranca de lejos.
Se puede asumir que el conflicto es consustancial a las organizaciones humanas. Hasta en la más modestas y dedicadas a la gestión de la generosidad. De otra parte, también la disputa es señal de un proceso evolutivo positivo cuando procura adaptación temporal y eficiencia organizativa. Más aun si la cultura de las organizaciones discurre por el camino más trillado y confortable; una inercia que deviene peligrosa en tiempos de intensas transformaciones externas puesto que el conformismo opone resistencia a los cambios organizativos, las innovaciones tecnológicas, la adecuación del conocimiento interno y la composición del personal contratado.
La existencia de similitudes entre los gobiernos y las restantes modalidades organizativas no evita que los choques alcancen en aquéllos una resonancia que, generalmente, es muy superior a la esparcida por otras construcciones humanas. Sucede que, a diferencia de éstas, los gobiernos ocupan el frontispicio de la observación y el juicio públicos. La amplitud de sus responsabilidades les obliga a ser una fuente de certidumbre y seguridad para quienes se encuentran afectados por sus decisiones. Es lo que se espera de los gobiernos democráticos y es la ausencia de certezas y hojas de ruta claras lo que, lógicamente, levanta alarma, inquietud y crítica entre los ciudadanos.
Sin embargo, la importancia que la ciudadanía concede a la estabilidad gubernamental se encuentra infravalorada por algunos integrantes de los gobiernos de coalición, contribuyendo a la devaluación popular de la función política. Existe un primer problema, entre los coaligados, de desigual madurez y comprensión de lo que significa gobernar y gestionar. Quienes experimentan este tipo de déficit tienden a patrimonializar su esfera competencial y a considerarla base y resorte de sus aspiraciones públicas personales. Una propensión que, en ocasiones, se modula por la irrupción de reacciones procedentes tanto de su partido político como de su círculo de apoyo más cercano. Las primeras se manifiestan en forma de presiones: la acción del gobernante se valora débil, poco comprometida con la expansión clientelar del partido y la ejecución de su programa electoral, o bien sesgada a favor de una de sus corrientes. Política más tecnocrática o burocrática que ideológica, dirían algunos. No llegamos a nuestras bases, afirmarían otros. Sectaria, añadirían los últimos.
De quienes constituyen el círculo más próximo al gobernante, por su presencia y apoyo desde gabinetes y otras estructuras, resulta esperable una sobreexposición defensiva del líder. Más papistas que el Papa, cualquier chispazo crítico que se refleje en los medios de comunicación y cualquier filtración inesperada son interpretadas siguiendo derivas paranoicas: nada es casual, todo responde a un propósito destructivo, con frecuencia atribuido a algún otro de los sectores que constituyen el gobierno de coalición. De nuevo, fuentes abiertas de inflamación.
La desazón en esta modalidad de gobiernos se origina, asimismo, cuando el programa inicialmente aprobado alcanza un desarrollo escaso y una concreción difusa de los puntos concertados. Algunos países con acusada tradición de coaliciones políticas tardan tiempo en fijar el programa gubernamental, pero consiguen una planificación de la legislatura en la que la mayoría de los objetivos quedan detallados y cuantificados. Incluso, como sucede en Holanda, el organismo equivalente al AIREF español realiza una evaluación previa de la repercusión presupuestaria del programa de gobierno para que nadie se llame a engaño. Un estilo de gobernanza alejado de lo que son nuestras experiencias más próximas, acuciadas por plazos cortos y unos estilos de discusión en los que la retórica ampulosa siente la tentación de sustituir la acción concreta y de eludir las nuevas asignaciones presupuestarias.
Nos situamos ante experiencias que sería deseable que evolucionaran hacia una mayor capacidad de prevención si se desea reducir la aparición y sismicidad de los choques que lleva consigo la concreción del programa de gobierno y de su presupuesto en el transcurso de la legislatura. Una aspiración que, de partida, sugiere la existencia de mecanismos para la resolución de conflictos, integrados por personas aceptadas unánimemente por su reconocida capacidad de encauzar las disensiones y prevenir la fiebre de las tensiones. Gentes empáticas dotadas de autonomía y capaces, en última instancia, de pactar los desacuerdos.
Sea cual sea la función de cada una, las reglas de juego internas, aceptadas y lealmente aplicadas por los miembros de los gobiernos de coalición, comparten un objetivo común: mantener un elevado grado de confianza y solidaridad recíproca entre los socios. Es éste el núcleo principal de la estabilidad en un gobierno multicolor. Confianza y solidaridad que, superando estrechos intereses partidarios, logran la coincidencia en objetivos de buen gobierno. Puede contribuir a ello que los líderes de la coalición pongan en común su visión a largo plazo del espacio gobernado y las metas deseadas, una vez pasadas por el cedazo del interés general; o lo que es bastante aproximado: objetivos que integren a la mayor parte de la población, respeten a las minorías, cautericen nuevas y pendientes desigualdades y persigan la convergencia con otras áreas geográficas más avanzadas en integridad institucional, seguridad, bienestar, ciudadanía activa, colaboración público-privada y el uso intensivo del conocimiento en todos los campos. Una construcción de liderazgo por ideas y capacidad de anticipación que requiere de una frecuente discusión de propuestas rigurosas y de una mentalidad de cooperación abierta entre las áreas gubernamentales de la coalición, evitando que la distribución competencial formalista se erija en celosa aduana.
Finalmente, el pragmatismo nos recuerda que, incluso cuando existe la disposición a suavizar los choques internos, pueden surgir situaciones que lo impidan. La democracia es competencia y dispone de hitos en los que la disputa es la pauta esperable, salvo que la coalición de gobierno se traslade a la arena electoral. También en otras circunstancias la estabilidad gubernamental resulta problemática. Así sucede cuanto mayor es el número de sujetos políticos que integran la coalición, cuando se traslada al gobierno la inestabilidad surgida en los partidos políticos que le prestan apoyo o en el caso de que surja un bloqueo convivencial insuperable entre los líderes de la coalición; pero, aun asumiendo estas y otras contingencias, parecen existir márgenes de mejora para armar la estructura y funcionamiento de los gobiernos de coalición.
En España no tenemos mucha experiencia, pero poco a poco el modelo de la coalición se instala por la fragmentación del voto. Hasta ahora el resultado ha sido desigual. Tenemos al Gobierno nacional unido por el pegamento del poder pero con muchas disputas internas, en las autonomías hay distintos modelos. Contamos con el Botànic, en Castilla y León PP y Vox, en Andalucía, a expensas del domingo, PP y Ciudadanos, y en los ayuntamientos hay todo tipo de coaliciones