Hace un par de semanas, el Partido Socialista Obrero Español y el Partido Popular sellaban y anunciaban un acuerdo para desatascar la renovación del Tribunal Constitucional mediante el nombramiento de cuatro nuevos magistrados: dos a propuesta del PSOE (Inmaculada Montalbán Huertas, Magistrada del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, y Juan Ramón Sáez Valcárcel, Magistrado de la Audiencia Nacional) y dos a propuesta del PP (Concepción Espejel Jorquera, Magistrada de la Audiencia Nacional, y Enrique Arnaldo Alcubilla, Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos).
En líneas generales, las designaciones han sido recibidas con escaso entusiasmo por la comunidad jurídica española. En los cuatro elegidos hay cuando menos dos notas comunes que no han sido valoradas muy positivamente por la crítica especializada.
La primera es que, al menos aparentemente, los designados no pertenecen al círculo de las figuras más prominentes y prestigiosas de la judicatura o del profesorado universitario, del que ha procedido tradicionalmente la mayoría de los magistrados del Tribunal Constitucional, sobre todo en sus primeras décadas de funcionamiento. Resulta muy significativo que ninguno de los tres jueces propuestos ocupe actualmente plaza en el órgano superior de la jurisdicción ordinaria, el Tribunal Supremo, donde ahora mismo hay más de setenta magistrados elegibles. Los tres provienen de órganos jurisdiccionales inferiores.
Uno podría pensar que los miembros del Tribunal español más relevante (el Constitucional) deberían seleccionarse, principalmente, de entre los que desempeñan sus funciones en el segundo Tribunal español más relevante (el Supremo). Y así ha sido hasta la fecha, con contadísimas excepciones. Todo lo cual da que pensar. Tal vez las cualidades necesarias para ser un buen magistrado del Supremo (ya) no coinciden con las requeridas para ser un óptimo magistrado del Constitucional. O quizás al Supremo (ya) no llegan necesariamente los mejores jueces, o el PSOE y el PP (ya) no quieren que éstos lleguen al Constitucional. Desde luego, las dos últimas hipótesis son inquietantes.
En segundo lugar, los cuatro elegidos tienen un marcado y acreditado perfil político. Todos han demostrado en innumerables ocasiones su querencia a manifestar opiniones y tomar decisiones estrictamente acordes con la ideología y las posiciones de los partidos políticos que los han propuesto. Concepción Espejel llegó incluso a abstenerse de participar en un proceso penal en el que se juzgaban prácticas corruptas de numerosos y destacados dirigentes del PP porque su proximidad a éstos levantaba sospechas de parcialidad.
No parece casual que los cuatro fueran vocales del gran protagonista de la política judicial de este país, el Consejo General del Poder Judicial. Ni que fueran designados para formar parte de este órgano a propuesta de los partidos implicados. Su desempeño como tales vocales constituyó un inmejorable instrumento para verificar su alineamiento político. Téngase en cuenta, por un lado, que el Consejo adopta constantemente numerosas decisiones discrecionales de una considerable relevancia (piénsese, por ejemplo, en los nombramientos de los magistrados del Tribunal Supremo y de los presidentes de tribunales y salas), en las que sus vocales pueden plasmar y, de hecho, seguramente plasman sus preferencias políticas. Por otro lado, los votos de los vocales pueden ser fácilmente observados y, por lo tanto, fiscalizados por los partidos.
Da la impresión de que PSOE y PP tratan de minimizar a toda costa el riesgo de que los magistrados seleccionados desempeñen sus cargos en el Tribunal Constitucional en sentido contrario a las respectivas posiciones ideológicas e intereses de aquéllos. Para lograr este objetivo buscan personas de acentuada y comprobada afinidad política, cuyas probabilidades de actuar en contra de los que se suponen son sus «colores» son prácticamente nulas a la vista de la experiencia y, muy especialmente, del «periodo de prueba» que superaron con nota en el Consejo General del Poder Judicial.
Quizás por ello tienden a ignorar a figuras de mayor relumbrón, a juristas que gozan de prestigio e influencia insuperables. De un lado, porque éstos tienden a ser más impredecibles, suelen mantener con mayor frecuencia opiniones y criterios propios, que no coinciden perfectamente con el ideario de ningún partido político, por lo que el riesgo de que voten ocasionalmente en contra de las preferencias de los partidos que los han propuesto son relativamente elevadas. De otro lado, cabe pensar que los beneficios de contar con un magistrado afín de gran reputación e influencia, extraordinariamente capaz de articular buenas razones jurídicas y convencer con ellas a sus interlocutores, se desvanecen en gran medida cuando los interlocutores son personas que han demostrado una enorme reluctancia a dejarse convencer en contra de los intereses de un determinado partido político, a cuya designación deben su actual puesto (además de otros anteriores).
No hace falta ser muy perspicaz para darse cuenta de que esta práctica puede tener consecuencias indeseables respecto de las funciones sumamente relevantes que ejerce el Tribunal Constitucional. Cabe esperar que el perfil de los nuevos magistrados incremente la polarización de las posiciones existentes en el seno del Tribunal y reduzca la calidad de sus deliberaciones y sus decisiones, lo que a su vez puede minar su reputación, que ahora mismo no se encuentra en el mejor momento.
Y ahí no terminan los efectos negativos que esta práctica puede producir. Con ella se está lanzando un claro mensaje a la sociedad y, muy especialmente, a todos nuestros jueces o aspirantes a serlo. Se está dejando sentado cómo tienen que actuar éstos al ejercer sus funciones (en los Tribunales, en el Consejo General del Poder Judicial, en la Universidad, etc.), si quieren mejorar sus posibilidades de ocupar las plazas del sistema judicial que reportan más dinero, prestigio, gratificación y poder. También están señalizando que «pecados» o potenciales «tachas» no impedirán alcanzar esas apetecibles plazas.
Con independencia de que nos guste más o menos, el PSOE y el PP han convertido a los nuevos magistrados del Tribunal Constitucional en modelos a imitar por todos los interesados.