Cuando planteo que sería necesario, en la actual situación social, política y económica española, configurar un gobierno de coalición entre PP y PSOE, suelo recibir una respuesta similar, con variable distinta según el interlocutor esté en el centroderecha o en el centroizquierda: “Sería lo conveniente, pero en la actual situación es imposible. Ni con Pedro Sánchez ni con Casado se puede plantear porque cada uno tiene posiciones inquebrantables”.
Para un afiliado o simpatizante del PP, o un crítico con el gobierno de coalición PSOE-UP, resulta imposible pactar con un líder como Sánchez, que tiene un índice muy bajo de fidelidad, donde su palabra puede cambiar de un día para otro, o incluso en el mismo día. Además, me señalan, sus alianzas con los movimientos nacionalistas, como Bildu, donde se alojan antiguos militantes de ETA, Esquerra Republicana o incluso con un partido como el PNV que va a la suya y que lo único que quiere es mantener los conciertos, unir a Navarra y tener cada día mayor independencia.
Si con el que hablo es del PSOE o Unidas Podemos, o en esas líneas ideológicas, me señalan que eso sería un desastre para la izquierda porque provocaría que los ciudadanos que confían en un gobierno progresista se desentendieran, que no se abordaran las reformas políticas necesarias, ni se aplicaran medidas favorecedoras de las clases populares o el reconocer el plurinacionalismo. Acabaría provocando el aumento de la extrema derecha y una radicalización de los sectores de izquierdas, lo que haría aún mas difícil la convivencia y radicalizaría, todavía más, los nacionalismos que tendrían el campo libre para reivindicar sin tapujos la independencia. Podría ser, también, una desvalorización del sistema democrático en una España que tardó en consolidarlo en el ultimo tercio del siglo XX, y es deseable que se sea consciente de que hay alternativas políticas distintas y que se dirimen en unas elecciones libres.
Es cierto que todo puede ocurrir y que un gobierno de coalición entre ambas fuerzas pueda ser un fracaso más que un éxito. Pero aún así valdría la pena intentarlo si nos atenemos a la actual situación en que se debate la política española. Creíamos que la Constitución del 78 era ya una solución de base definitiva para salir del atolladero que habíamos tenido desde el siglo XIX, cuando el asentamiento de un régimen liberal tuvo enormes dificultades de estabilizarse.
Si repasamos nuestra dinámica de los últimos 200 años cabe destacar los rasgos históricos que han condicionado nuestros déficits de convivencia: las guerras carlistas, los golpes de estado, los vaivenes constitucionales, las carencias estructurales del Estado, las interferencias de sectores sociales que anteponían sus intereses a la consolidación de un proyecto de convivencia común, los desequilibrios del desarrollo económico, las carencias de un sistema educativo que superara el analfabetismo secular, la escasa dimensión internacional de un país introvertido en sí mismo, las carencias de la investigación científica, unas clases populares sin expectativas de mejoras, unas elites centradas en su propio beneficio, un movimiento obrero radicalizado, un sistema parlamentario con poca capacidad de integración, unas demandas territoriales que desembocaron en movimientos nacionalistas incompatibles con un Estado integral que asumiera las diversidades culturales y sociales.
El régimen político de la Restauración en 1876 no consiguió la estabilidad necesaria para integrar los nuevos movimientos sociales y acabó con unos partidos dinásticos, conservadores y liberales, divididos en múltiples facciones, incapaz de superar el caciquismo que suplantaba la representación real en las Cortes mientras que republicanos, socialistas y anarcosindicalistas, marginados, pugnaban por derrocar el sistema. Los propios políticos y analistas de la época eran conscientes de los déficits, pero existió una incompatibilidad entre el diagnóstico y la capacidad de reformarlo.
Entre 1917 y 1923 se sucedieron 12 gobiernos, tres de ellos denominados de concentración nacional con liberales, conservadores y Cambó, de la Lliga catalana. La Dictadura de Primo de Rivera y la II República no resolvieron la fragmentación social que acabó en una guerra civil y el triunfo del franquismo, con una duración de 38 años. Un largo periodo en que España, con dificultades y sufrimientos, se transformó económica y socialmente.
La Transición, con sus aciertos y déficits, fue adaptando la sociedad española a los parámetros políticos y sociales de los países europeos desarrollados. Y desde entonces el sistema político integró a todo tipo de fuerzas y les dio la representación parlamentaria que libremente quisieron los españoles, con dos hegemónicas, el PSOE y el PP. Creó, además, un sistema territorial con una descentralización política con capacidad de evolucionar y corregirse.
Sin embargo, la explosión nacionalista se disparó de manera exacerbada. En un caso, utilizando la vía armada terrorista, como en el País Vasco. Y en otro, en Cataluña, estimulando un movimiento de masas con la pretensión de constituirse en Estado independiente. Si se ha alcanzado un nivel adecuado de derechos civiles, sociales, económicos y políticos, que han podido ser debatidos y encauzados según la fuerza parlamentaria dominante; si los niveles del Estado de Bienestar se han ido desarrollando aunque todavía queden asuntos sin resolver o acabar con las “trapacerías políticas”(Sosa/Fuertes) enquistadas, la dinámica de los últimos años, en cambio, han supuesto una incapacidad para abordar los temas de la organización del Estado, que se acentúan con una fragmentación política creciente, donde todo el mundo grita y nadie escucha.
Por ello, cabría intentar un gobierno de coalición PSOE-PP donde previamente, se estudiasen lo que es posible abordar, con la responsabilidad de un Consejo de ministros, con la consulta y atención a las otras fuerzas políticas.
Javier Paniagua es historiador y exdiputado socialista