La última temporada de la serie sobre Isabel II cae por momentos en un formato de telefilm barato con los romances de Diana y Dodi o el de Guillermo y Kate, pero entre esas historias destaca la aparición de Tony Blair, con sus reformas cosméticas y su absurda guerra de Irak. Sobre todo un final en alto en el que la reina pone por encima de todo las normas de la institución que representa y condenar a su hijo Carlos a ser rey con 74 años
VALÈNCIA. Dicen que la naturaleza imita al arte y la división de opiniones en torno a la última temporada de The Crown, la pérdida del consenso, me ha parecido muy acorde al tema que se trata en la serie, la monarquía democrática. Hay gente que asegura que ha llegado a quitarla cuando se le hacía insoportable el exceso de azúcar de los capítulos dedicados a Diana de Gales y Dodi Al-Fayed. Para mí los más chungos han sido los que venían después, los que iban de Guillermo y Kate Middleton. Pero entremedias estaba el auge y caída de Tony Blair, que es muy significativo, y un final en alto.
De hecho, el final es tan apropiado que hace unas semanas, con la abdicación de Margarita II de Dinamarca, pudimos decir que es una vergüenza, un escándalo y un oprobio, una falta de respeto a todos los que murieron con la cara en el barro para que hoy haya monarquía en Copenhague. Como explica la reina Isabel al final de su serie, la monarquía no se elige, ella te elige a ti y una vez que cae en ti la herencia, has de cumplir con tu deber hasta la muerte. Si lo dejas, parece accesorio en lugar de eterno. Y aquí solo importa una cosa: qué parecen las cosas.
Esa es la conclusión después de todas estas temporadas. No es un discurso nuevo, siempre ha sobrevolado la institución. En España se ha citado mucho la famosa conversación entre Felipe González y Olof Palme. Antes de que el PSOE tomara la senda del pragmatismo en torno a la jefatura del estado para asegurar el sistema democrático en este país, González le preguntó al famoso socialista sueco cómo podía tolerar a los reyes. Este, al parecer, le dijo que, además de meterse en un berenjenal con su propio pueblo si se decidiese a suprimirla, la monarquía era mejor dejarla estar, que llegaría un día que desaparecería por incomparecencia.
Otra cosa que se ha dicho mucho a propósito de esta anécdota es que suena muy bien, pero los tronos europeos se siguen heredando. Se conoce que esa función representativa debe aportar una satisfacción irresistible a los coronados, tanto que a cambio, como sugiere The Crown, aceptan estropearse la vida, dejar que transcurra por la senda de las obligaciones, los actos protocolarios sin fin y restricciones inhumanas en lo más íntimo que puede tener una persona que es su vida sentimental. Todo a cambio de ver su nombre escrito en letras impresas por ahí. En ese punto, nada diferente de la población que envía cartas a los periódicos.
Si dejamos de lado la desconfianza natural que es obligatorio sentir ante cualquier mensaje que nos llega por vía audiovisual, lo que quiere decirnos The Crown es que la monarquía en la que el rey carece de poderes, que es solo representativa, un florero como se quejaba Julian Marías en las páginas de El País mientras se elaboraba la Constitución de 1978, no es otra cosa que un actor.
Peor que en Gran Hermano o que en su distopía, El Show de Truman. Un reality para toda al vida que le afecta también a tus hijos como te ha afectado a ti, sin opción de huir. Bueno, esa opción siempre está sobre la mesa, pero como te han educado para que sirvas al trono, tu capacidad de elegir se estrecha. Solo los más valientes, y generalmente por asuntos sentimentales, lo han mandado todo a paseo.
Porque la opinión pública no descansa, y menos en un país como Inglaterra donde los reyes no han contado con el plácet que tuvieron aquí tras la Transición, lo que se ha traducido en unas corruptelas impresentables, por si alguien dudaba de lo que se esconde tras los apagones mediáticos. Les recomiendo el último libro de José García Abad, Todos lo sabían (La Esfera de los libros, 2023), que viene a coronar, nunca mejor dicho, una serie de ensayos sobre la monarquía en España que retrataron muy bien la institución –quedándose corto incluso- en tiempos de omertá.
La opinión pública exige decoro y saber estar y una conducta impecable en todos los órdenes de la vida. Lo que se predica, que en Inglaterra incluye la religión todavía más que aquí en tanto en cuanto la reina es el Papa de la escisión anglicana, se tiene que cumplir y demostrar. Buena prueba de lo duras que son ciertas normas morales para el resto de los mortales es para que quienes tienen que ejemplarizarlas, los reyes de Inglaterra y su familia, suponen un infierno.
No trata de otro asunto la serie, el resto son temas menores. El meollo se halla en todo momento en lo lacerante de la norma moral, las vidas que destroza su obligado cumplimiento –y hemos visto temporada tras temporada que Isabel no pasa ni una- y los problemas que causa su incumplimiento. Sobre todo en lo más importante para la corona, los índices de popularidad.
Todo esto, para mi gusto, le quita bastante interés a la institución, si bien nunca me ha fascinado gran cosa. Que los estados tengan actores contratados para representar la continuidad de la nación, si lo piensas fríamente, es un bastante freak. No obstante, no he podido evitar reírme con la aparición de Tony Blair.
The thick of it, de donde salió el aclamado autor de Succession, fue una serie consecuencia del Nuevo Laborismo de Blair. Querían mofarse, tomando para ello el Ministerio de Asuntos Sociales, lo banal del discurso con el que, por otra parte, el escocés logró ganar las elecciones. En esta última temporada, el primer ministro intenta modernizar la monarquía con una serie de recortes de toda clase para eliminar todo lo superfluo de la institución, como el encargado de los cisnes del Su Majestad, e Isabel le manda a paseo, para luego restregarle por la cara el “éxito” de sus guerras. Sus poderes no dan para nada más que eso, para echar reproches. No por casualidad, el personaje más impactante de toda esta serie, para mí, es el rey consorte, Felipe de Edimburgo, retratado como una persona que lucha contra el tedio y la abulia de forma agónica, para dotar de algo de sentido a su vida y existencia.